Los delirios habían comenzado dos días después de la primera pesadilla. Ninguno de los dos entendía de dónde provenían aquellos miedos que continuaban repitiéndose cada noche, mientras —cubriéndolos— mis sábanas ceñían un poco más a Alicia.
Antes de que las larvas brotaran de su cabeza infantil, llenándole los ojos y la boca, ahogándola en cada despertar convulso a medianoche, la niña que era en la penumbra y percibía a la distancia en esa imagen, se había internado repetidas veces por la selva desconocida hasta llegar al enorme portón. Tomar la aldaba era quedarse sola al tiempo que, desde arriba, un balde le derramaba sangre con alas de polilla. El aire caliente que perduraba hasta la noche y el sudor que le produjera esa primera escena, había bastado para atemorizar el alma supersticiosa de Alicia que, obsesiva, favoreció el desarrollo del parásito.
Fue a recorrerla del extremo de la oreja a la base de la nunca, buscando junto a la almohada el lugar más tibio y húmedo distante de Jordán.
La enfermedad se agudizó en el momento justo en que cesaron las prolongadas noches de amor. La mano que entusiasta ascendiera antes bajo la falda, pronto se detuvo ante la tediosa mirada de la mujer que, sobresaltada en mitad del acto, buscaba en las esquinas penumbrosas al emisor del ruido que provenía de su propia cabeza.
Suavísima y traslúcida, esta inocente víctima fue más permeable que de costumbre. Yo esperaba la usual huida repentina de la pareja, pero aunque desde los primeros días no escatimé esfuerzos para amoldarme a su piel y penetrarla hasta la mente, aquel bicho que la abandonara no estaba previsto. Noche a noche mientras —a pesar mío— Jordán susurraba y se inclinaba sobre ella (haciendo gala de lo que en el día no parecía sentir), casi dispuse que las sábanas la ataran despacio para dejarla sobre mí.
Verlos ascender sin pudor el uno sobre el otro como tantas veces antes, poseídos por el placer como si nadie los sintiera, y no devolverles la soledad que siempre me había quedado, fue inevitable. Me irritaba, y como poseyéndola, las sábanas me permitían tornearle los tobillos, deslizarme sinuosa en descenso, de la cadera a la cintura y ajustarla para disfrutar la densidad de su respiración.
Pronto dejaron de ser larvas los bichos en su cabeza, y de las polillas ensangrentadas que la bañaran y la hicieran toser mientras dormía, nació a través de su boca otro que de seis patas con rayitas al lomo, fue a recorrerla del extremo de la oreja a la base de la nunca, buscando junto a la almohada el lugar más tibio y húmedo distante de Jordán. Aquella noche cuando le dio agua para calmarle la tos, ninguno de los dos advirtió el rosetón en la base del cráneo.
A una semana, los síntomas extraviaron a los médicos porque aquella anemia aguda fue acompañada por veloces latidos que, como inflamando, le dificultaban a Alicia la respiración. Para cuidarla, sentado siempre a su lado, Jordán se obligó a permanecer despierto. Y no transcurrieron muchas horas para que la inflamación en uno de sus ojos le deformara el rostro, aterrando a Jordán.
Aquel marido sudoroso recorría la casa sin cesar, mientras yo empezaba a lamentar que mi madera se hubiese carcomido con los celos. De copete y patas, con o sin ellos, yo jamás sentiría lo mismo.
Una mañana después de que otros bichos manchados asomaran a su boca, Alicia murió con una fiebre que jamás disminuyó.
Como creyéndola embrujada, la sirvienta y el inconsolable Jordán clausuraron la casa. Desde entonces las alas resuenan en los rincones, y aquel temor de Alicia por las sombras, también es mío.
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