Aquello no podía ser otra cosa que un accidente. Eran las 4 de la tarde y no había razón para que el embotellamiento fuera tan espeso e inamovible. Los coches estaban totalmente detenidos y los conductores se asomaban para observar qué pasaba más allá. Juan le dijo al taxista que se apearía allí y le tendió un billete: quédese con el cambio.
Estaba en una zona de la ciudad que conocía poco. Sólo pasaba por allí camino al periódico, casi siempre en bus. Esa tarde había hecho una excepción porque iba retrasado y ahora sabía que no llegaría a tiempo para la reunión.
La vio acercarse a través del espejo. Era un andar pausado, que no parecía de aquel lugar o de aquella circunstancia.
Llamó por teléfono a la oficina y Lisa le dijo que era la tercera persona que anunciaba demora. Según habían comentado estaba pasando algo gordo en el centro, cerca del puente, y la ciudad entera estaba paralizada.
Juan entró a un café y se acercó al grupo que miraba el noticiero en el televisor de pared. Se veían llamas en un edificio alto y un reportero comentaba que no se descartaba que pudiera tratarse de un acto presuntamente terrorista. A Juan le hizo gracia el pleonasmo inútil pero pidió una copa y se sentó en la barra con una sensación oscura que no supo nombrar. El teléfono móvil tembló en el bolsillo: era Patricia. Sí, lo estoy viendo, respondió él, estoy bien, vuelvo en un par de días.
Juan pidió otra copa y revisó el mapa en la pantalla del móvil. El sistema GPS mostraba las calles atascadas. En la pantalla del televisor se veía la entrada del metro acordonada por los policías y una marea de gente alejándose hacia el río a pie y en bicicleta.
La vio acercarse a través del espejo. Era un andar pausado, que no parecía de aquel lugar o de aquella circunstancia, tan fácil y desahogado en medio de la confusión de cuerpos que se empujaban unos a otros dentro del local con movimientos trabajosos y reñidos, entre exclamaciones, susurros y lloriqueos que servían de fondo a las palabras de los periodistas que explicaban, o trataban de explicar, lo que ocurría a poca distancia de allí, en la ciudad paralizada por el miedo embotellado en las calles.
Venía hacia el bar y al llegar se sentó en una butaca que acababan de abandonar y pidió un vaso de vino. Estaba a poca distancia y él seguía observándola en el reflejo. Simulaba contemplar distraídamente la estantería de botellas mientras tecleaba con los dedos en el móvil, como si sostuviera una conversación de texto.
¿Y si fuera ella?
Fue la pregunta que se hizo mientras pedía también una copa. El barténder, hipnotizado con las imágenes del televisor, le acercó maquinalmente el whisky mientras decía que aquello no iba a terminar bien, que no era posible seguir cerrando los ojos. Eso no era una guerra, era una invasión y los invadidos se quedaban cruzados de brazos mientras los invasores seguían penetrando en sus ciudades, en sus casas y en sus alcobas. Era su recuerdo del último discurso del candidato X del partido Y, pensó Juan, y le respondió con un gesto que podía interpretarse como un estar de acuerdo con la preocupación pero que no daba pie a un intercambio de ideas sobre el tema.
La mujer, en ese momento, revisó algo en su teléfono y Juan se dijo —brindó por ello en secreto— que nunca hubo tantos lectores como en los tiempos que corren, justo cuando ya no queda nada por escribir.
Lo que está sucediendo, pensó enseguida, es que ella también me ha reconocido y disimula fingiendo que lee sus mensajes. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quince años? ¿Veinte?
Intentó hacer cálculos mentales, pero no encontraba un suceso paralelo que le sirviera de referencia. La caída de las torres… ¿fue en el 2001?
¡Jodidos malditos!… la exclamación del barténder lo sacó de su ensimismamiento y no tuvo más remedio que darse vuelta sobre el taburete para observar el televisor, que en ese momento mostraba la camilla que entraba en una ambulancia y que llevaba a un niño vendado. Un letrero decía “24 heridos rescatados hasta el momento”.
Y fue el instante en que se cruzaron las miradas, mientras él recordaba que se habían separado con una catástrofe y se encontraban de nuevo con otra.
La vida entera es un lapso breve en el torbellino del agua que sale del grifo y que termina inevitablemente en el sumidero.
¿Se encontraban? No es lo mismo encontrarse que reencontrarse, se dijo, y se mantuvo quieto, en silencio, observando cómo ella lo observaba y preguntándose si se haría las mismas preguntas que él o al menos alguna pregunta parecida. No, el rencuentro no es lo mismo que el encuentro. En el último, la aproximación es un descubrimiento. Ella fue eso, un descubrimiento. Y en eso fue, justamente, una catástrofe, un bajar del deus ex machina y ponerle allí delante, frente a sus ojos, a esa peculiar encarnación de la sorpresa que ella representaba, esa única y diferente incógnita que nunca resolvió porque dejó de ser incógnita y enigma antes de que él pudiera descifrarla. Se alejaron. Se olvidaron. Lo que había entre ellos murió, o al menos desapareció completamente. Y ahora ellos dos estaban allí, mirándose, mientras el reportaje sobre el atentado continuaba y el cantinero rellenaba las copas con las que brindaron desde lejos con una sonrisa y un bajar los ojos que ya no era de coquetería sino tal vez de tristeza, o de miedo. Si ella supiera cómo la veía ahora, si él imaginara cómo lo veía ella… un espejo mucho más duro que el que a diario encontraban en el lavabo o en la mirada de quienes seguían allí, viéndolos como siempre los habían visto, como siempre ellos querían que los siguieran viendo, como ellos mismos querían verse.
Entonces, ella hizo el gesto.
Era una seña que habían inventado juntos, una noche de tragos y muchas otras cosas, en la habitación de él, con libros abiertos sobre la mesa en que subrayaban frases encontradas al azar, a modo de oráculos, cuando decidieron que la palabra que lo sintetizaba todo era sumidero. El gesto se parecía al de la seña de muerte del circo romano, con el pulgar hacia abajo haciendo un leve giro, que invertía el emoticón popular copiado de las películas y que indicaba lo que la palabra y el concepto enunciaban: la vida entera es un lapso breve en el torbellino del agua que sale del grifo y que termina inevitablemente en el sumidero. Era una paráfrasis moderna a Jorge Manrique, con sus ríos que van a dar a la mar, pero se hacía énfasis en el tránsito corto, carente de meandros y paisajes bucólicos. No había barcas que lo transitaran ni peces que lo vivieran establemente, a pesar de su discurrir. No había escape, ni ribera, ni afluentes ni crecidas. El sumidero era un pasar sin remedio en el que todo, incluyendo la gran Historia, era un castillo de arena construido sobre el agua, un simple, desesperado escurrirse hacia el pozo insondable e insensible, hacia el agujero negro sin retorno.
Todo pasa y nada queda, era uno de los lemas del efimerismo absoluto, como también lo llamaron, para bautizar conjuntamente con la vida aquel encuentro de ellos, que duró apenas tres días y que se inauguró la mañana en que el mundo entero digería con retortijones las imágenes de las torres cayendo una y otra vez en los monitores.
Los dos tenían familia, y trabajo, tenían pasado y futuro, los dos eran periodistas atrapados en una noticia que no era la que fueron a cubrir y que se encerraron en la habitación del hotel para desnudarse como si fuera por vez primera y última, para disponerse a morir en la primera y final ceremonia sumiderista del siglo.
Sonrieron y volvieron a mirarse a los ojos.
Ella está vestida de negro, como aquella vez, y lleva un foulard rojo y una boina del mismo color. Nadie pensaría que no es parisina de toda la vida.
Desde el bistró hasta el lugar hay un largo trecho, que caminan esquivando peatones atolondrados y policías que corren: un perro ladra insistentemente en alguna parte y la llovizna no cesa.
Las sombras definen al objeto mientras algo de luz siga presente, de lo contrario la oscuridad se instala y es difícil vencerla. La noche caía mientras subían por las callecitas y se les hizo difícil el camino de vuelta al pequeño apartamento por semanas alquilado por Internet, en el que él sólo había dormido una noche.
Mientras él abría la botella que compraron en la tienda de la esquina, ella encendió el televisor, donde continuaba la cobertura del atentado, ahora con más detalles y más sangre. Se miraron mientras levantaban las copas para el brindis silencioso y ella oprimió el botón de cambio de canales por error: la pantalla mostró los rostros de un hombre y una mujer que se besaban. Eran actores conocidos en una película clásica, y por un momento, hasta que con la tecla correcta el aparato se apagó, ambos estuvieron atentos al diálogo de la película.
De alguna manera todo ocurría allí, en una pantalla de la que ellos eran espectadores. Los actores eran parte de su vida, como también el edificio en llamas y todo lo que ocurría sin ocurrir del todo del otro lado de esa ventana oscura y fría. Como el lienzo en las Meninas de Foucault, el televisor los observaba con los ojos cerrados.
Entre ellos el tiempo era una columna más gruesa que los brazos abiertos y sintieron que no llegaban a tocarse, que el pasado se interponía entre ellos.
Ella no había dicho mucho hasta entonces. Sabía que había precipitado la situación con su gesto y sabía también que él no necesitaba más que eso para emprender la aventura, cualquiera que fuera, que lo alejara de una realidad que, como a ella, le parecía totalmente irreal.
Entre ellos, para ellos, el tiempo no había transcurrido porque su asunto no formaba parte de ningún calendario y de ninguna agenda. Tal vez tendría conexión con el ritmo de las estrellas y se activara en momentos en que también se activaban los estallidos de ese ruido y ese furor que catapultaba con su explosión a los que estaban cerca del explosivo mientras a otros los lanzaba a los rincones donde juntos pudieran refugiarse por un instante para respirar. Y para amarse. La palabra, el verbo, pensó ella, no tenían casi lugar en aquella circunstancia. Nadie puede amarse en un sumidero dos veces.
Se abrazaron. Entre ellos el tiempo era una columna más gruesa que los brazos abiertos y sintieron que no llegaban a tocarse, que el pasado se interponía entre ellos ahora porque ellos, ahora, tenían ya un pasado. No se puede ser un desconocido si uno se conoce centímetro a centímetro. No es posible liberarse de esa sensación que no es de déjà vu sino de cosa repetida en la lucidez, que impide jugar a los extraños que se encuentran en la noche, ese insulso estribillo de Sinatra. Los cercaban los lugares comunes, los atrapaban los gestos habituales, usados y sin brillo, que sólo lo tuvieron entonces, cuando compartieron el desastre por primera vez y sintieron en carne viva ese ser precario y efímero de la conciencia plena de la finitud que acerca irremediablemente a quienes se saben irremediablemente solitarios.
Ella apagó el televisor y tomó la decisión. Sirvió dos vasos, bebieron, se besaron, se desnudaron, se penetraron, se quedaron exhaustos, vacíos, boca arriba como los muertos en las urnas. Ella se levantó, comprobó que él ya dormía y buscó el revólver que tenía guardado para ese momento, para ningún otro.
Cuando sonó el disparo los vecinos pensaron que era parte del pandemónium que se había apoderado de la ciudad.
El cadáver de Juan fue recogido días después, cuando el concierge entró para revisar el apartamento, del que emanaba un hedor intenso. Nadie se ocupó de investigar lo que no podía ser otra cosa que un suicidio.
La breve esquela publicada por la redacción decía que el periodista había encontrado la muerte de manera accidental cuando cubría los sucesos.
- El sumidero - martes 1 de noviembre de 2016