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martes 21 de febrero de 2017
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A Ricardo Lozada lo conocí un domingo al atardecer cuando acababa de ver morir a un hombre. Me lo presentó Natalia Madriñán, mi compañera de apartamento, a nuestro regreso del paseo dominical a la dieciocho con décima, adonde solíamos ir a comer una ensalada de frutas rica y barata. De lunes a sábado, sobrecargados de estudio y tareas por entregar, cada uno hacía su desayuno y su comida en el apartamento, y almorzaba en la cafetería de la universidad. Pero el domingo, cada domingo era un cielo, Natalia y yo, libres de obligaciones, por la mañana preparábamos juntos nuestro desayuno y almuerzo, cada uno lavaba la ropa de la semana y arreglaba su cuarto con tal diligencia que después del mediodía quedábamos libres y nos dedicábamos a la literatura. Éramos de esos lectores compulsivos que no tienen tiempo para leer todo lo que quieren porque deben vivir algo que definitivamente no es una vida. Al atardecer, para no tener que preparar la comida, íbamos a una tienda de la esquina suroccidental de la dieciocho con décima a lo de la ensalada de frutas, y en el camino de ida y vuelta cada uno daba al otro su opinión sobre la novela, el poema o el cuento que estaba leyendo. Nuestros compañeros de apartamento —éramos once—, que estudiaban carreras técnicas, no podían darse ese lujo, y ese día estudiaban como locos porque los lunes tenían examen.

Natalia Madriñán ocupaba una mansarda precariamente construida sobre el inodoro del segundo piso, al fondo, adonde se llegaba subiendo por una escalera de gato. Era una rubia de veinte años muy bien leídos, fea pero delgada, pálida pero inteligente, quien cursaba antropología y nunca estudiaba los domingos. Yo, falso estudiante, infiltrado por la K7 en la Universidad de la Merced y en aquel apartamento, tenía la función de detectar cualquier acto subversivo e informar a la central para tomar las medidas del caso. Era un traidor. El apartamento constaba de cinco cuartos normales, cada uno ocupado por dos estudiantes, y una mansarda pequeñita e improvisada donde sólo cabía Natalia Madriñán. Cada uno, con lo que recibía de su familia o se ganaba en oficios de ocasión, aportaba una onceava parte de lo que costaba el canon de arrendamiento.

Entonces fue cuando vi por primera vez a Ricardo Lozada: estaba de pie, encogido, solo y con cara de loco, a un lado de la puerta cerrada de la librería.  

Ese año, Natalia y yo habíamos decidido —y sólo leíamos sus libros— que nuestros clásicos eran Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Gabo, Otero Silva, José Donoso, Antonio Tabucchi, Eugenio Montale, Pablo Neruda, Eugenio Montejo, Antonio Muñoz Molina, Luis García Montero, Osvaldo Soriano, Luis Sepúlveda, Eduardo Halfon, Ricardo Piglia y Muriel Spark, contemporáneos o apenas un poco más viejos que nosotros —sólo un poquito más muertos—, quienes no tenían nada qué ver con el grupo de clásicos refritos conformado por Shakespeare, Homero, Yeats, Sófocles, Miguel de Cervantes, Novalis y compañía, unos fósiles que a nosotros, los de nuestro conciliábulo de dos, nada tenían qué decirnos.

El domingo de marras (cuando Natalia Madriñán me presentó a Ricardo Lozada, de quien en el fondo se trata esta monserga porque su situación me impresionó tanto que me indujo a considerar mi retiro de la K7 para dedicarme a la escritura), se nos había quitado el hambre y regresábamos sin comer, impresionados por la muerte del tipo de la moto. Entonces fue cuando vi por primera vez a Ricardo Lozada: estaba de pie, encogido, solo y con cara de loco, a un lado de la puerta cerrada de la librería.

Esa tarde salimos del apartamento creyendo que íbamos a lo de la ensalada de frutas, pero en realidad fuimos a ver morir a un tipo que venía manejando una moto a alta velocidad por el espacio libre entre los buses urbanos y el andén. La imprudencia va siempre deprisa. Caminábamos tranquilos por la acera y vimos venir al hombre de la moto tan rápido que nos miramos en señal de reproche, locos de mierda, pensamos en coro, y cuando volvimos la vista al asunto ya el hombre estaba junto a nosotros frenando para no atropellar a una señora que se bajó súbitamente de un colectivo en marcha. Por efecto de la brusca frenada, que salvó a la señora, la cabrilla de la moto giró hacia nosotros, la llanta quedó perpendicular a la dirección que traía y la moto se detuvo en seco. Pero la inercia lanzó al motociclista hacia adelante y su cabeza sin casco dio contra el pavimento sonando como un tambor metálico de esos que regalan a los niños que no juegan con pistolas pero en todo caso hacen apología a las bandas de guerra. El hombre convulsionó unos segundos y murió frente a nuestro estupor. Durante muchos años he recordado este episodio, y siempre me veo en un primer plano con Natalia Madriñán, ambos pálidos, aterrados y quietos como estatuas, mientras al fondo en una foto imposible se ve a nuestros compañeros de apartamento estudiando como locos para su examen de los lunes. Son cosas que imagino, para ejercitar la inventiva, para aflojar la mano, para tratar de escribir bien ahora que soy libre, aunque no sé bien de qué.

Pensándolo bien, esa tarde no fuimos a lo de la ensalada de frutas ni a ver morir a un hombre, sino a que Natalia Madriñán me presentara a Ricardo Lozada, famélico y mal vestido, estucado con una barba de varios días y un olor a tristeza adherido a la piel, como si lo decoraran los enemigos. Miraba compulsivamente su reloj de pulsera. Estaba como encogido por causa de un dolor impreciso; su rostro era una mueca de pie en la puerta de la librería La Duda, que no abrirían hasta la mañana siguiente a pesar de que él estaba convencido de que esa tarde lo harían. Uno de los vendedores de mostrador (Ricardo Lozada era un vendedor externo, de los que se disfrazan de respuesta para ir a la pregunta que no viene a ellos, a quien sus compañeros de trabajo estimaban porque les parecía un hombre sacrificado) le había prometido venir el domingo a la librería y abrir para entregarle un paquete de libros y algunos documentos que al día siguiente debía entregar a un cliente a las ocho de la mañana. Si la operación no se realizaba de esa manera el cliente le compraba los libros a otro y Ricardo perdía su comisión. Ricardo Lozada estaba esperando la llegada de su compañero mientras en el ambiente se cocinaba lo del accidente de la moto y nuestros compañeros de apartamento estudiaban como locos para su examen de ese lunes.

La muerte del tipo nos quitó el hambre, lo cual rara vez le ocurre a un estudiante, de tal suerte que regresábamos cabizbajos por la avenida diecinueve cuando Natalia Madriñán reconoció a Ricardo Lozada y puso cara de contrariedad. Se veía como si estuviera comiéndose un erizo. En ese mismo instante, a nuestras espaldas, allá en la décima con dieciocho, alguno de los mirones había avisado a la policía, ésta había notificado a Medicina Legal y ambos entes se dirigían al trágico quehacer del levantamiento del cadáver del tipo de la moto; a su vez los dueños de la tienda de la esquina estaban cerrando el negocio con un déficit de ventas constituido por las dos ensaladas de frutas que no nos comimos, y un poco más lejos, los del apartamento estudiaban como locos para su examen de los lunes.

En vista de la cara de intranquilidad que Natalia Madriñán estrenó en aquel instante porque le pareció inevitable saludar a Ricardo Lozada, yo me atreví a preguntarle qué le pasaba. Y como antes de contestarme miró de nuevo a Ricardo Lozada y éste a su vez la vio y también pensó que era inevitable saludarla y puso cara de tragedia, todo en una mirada y su rebote, como los bumeranes, tanta coincidencia en el ambiente me hizo pensar que Natalia Madriñán sentía miedo de Ricardo Lozada —y viceversa—, por lo que le pregunté si ese señor era su enemigo y ella dijo que no. Entonces le sugerí que debíamos saludarlo pues él nos estaba mirando y no podíamos incurrir en tamaña descortesía.

Aseguró que a duras penas respiraba gracias a la ayuda de los de la librería que no querían dejarlo morir de hambre, y se puso a quejarse y a echarle culpas al gobierno y a los de nuestro apartamento.  

Mientras los policías juveniles estaban colocando unas cintas amarillas de lado a lado de la calle para interrumpir el tráfico y facilitar la labor de los de Medicina Legal, un chorro de sangre fatal y molusca corría por la orilla de la calle desde la cabeza del motociclista hacia una alcantarilla cercana. Simultáneamente los dueños de la tienda de la ensalada de frutas se habían montado en su carro viejo e iban para su casa a reunirse con sus hijos y verificar, como jueces benévolos, que ya éstos habían hecho las tareas que al día siguiente debían entregar en la escuela. Al mismo tiempo nuestros compañeros habían interrumpido el estudio para tomarse un tinto, fumarse un cigarrillo y mirar por la ventana del apartamento adonde yo me había mudado hacía siete meses, porque los de la K7 decidieron que esos estudiantes eran sospechosos de comunismo y seleccionaron al más joven de los aspirantes a detective, yo, para hacerlo pasar por estudiante y meterlo al apartamento a ocupar un cupo que estaba libre y los muchachos necesitaban arrendar con urgencia pues les hacía falta dinero para completar lo del canon mensual. Sí, mientras ese mapamundi de minucias sucedía, nosotros nos acercamos de frente al señor (yo todavía no sabía su nombre) que estaba parado en la puerta de la librería La Duda con cara de loco y un poco cojo de una de las piernas, gracias a la tortura que sufrió dos años antes a manos de los de la K7, según lo que Natalia Madriñán me contó esa noche, cuando la preocupación de los hechos de la tarde nos impidió ponernos a leer a nuestros clásicos: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Gabo, Otero Silva, José Donoso, Antonio Tabucchi, Eugenio Montale, Pablo Neruda, Eugenio Montejo, Antonio Muñoz Molina, Luis García Montero, Osvaldo Soriano, Luis Sepúlveda, Eduardo Halfon, Ricardo Piglia, Muriel Spark, apenas un poco más viejos que nosotros —o sólo un tris más muertos—, que no tenían nada qué ver con los manidos clásicos: Shakespeare, Homero, Yeats, Sófocles, Novalis, Miguel de Cervantes y compañía, unos fósiles que a nosotros, los de nuestro conciliábulo de dos, nada tenían qué decirnos en su idioma del tiempo de la corneta de palo.

Natalia Madriñán saludó a Ricardo Lozada y le dijo que le presentaba a un amigo, yo. Nos dimos la mano. Él miraba como si lo hiciera hacia adentro de sí, absorto, y yo sólo tenía ojos y oídos para el asombro de ese día sin par, del cual él era un tanto por ciento, por lo que creo que sólo nos conocimos a medias. Natalia le preguntó cómo estaba y Ricardo le contestó que cómo iba a estar sino mal, por causa de la desgracia que le pasó hace dos años en el maldito apartamento donde ella vivía. Enseguida aseguró que a duras penas respiraba gracias a la ayuda de los de la librería que no querían dejarlo morir de hambre, y se puso a quejarse y a echarle culpas al gobierno y a los de nuestro apartamento, tan ácidamente que ahí yo fui entendiendo por qué Natalia había pensado pasar sin saludarlo cuando nos lo encontramos. Ricardo se demoró tanto en sus lamentos que al final de su cháchara los de Medicina Legal ya habían subido el cadáver del motociclista a la ambulancia gris, los policías grandes habían interrogado a los mirones y tomado sus datos por si luego los necesitaban para atestiguar, los policías chiquitos estaban retirando las cintas amarillas para restablecer la circulación, los de la tienda de la ensalada de frutas rezaban con sus hijos antes de acostarse y nuestros compañeros estaban de nuevo estudiando como locos pues los lunes les hacían examen.

Esa noche, mientras un equipo especial, allá en la décima con dieciocho, estaba limpiando la sangre del muerto con unos líquidos misteriosos y ninguno de los peatones de ese momento se imaginaba la desgracia ocurrida por la tardecita, Natalia Madriñán me contó que Ricardo era una muy buena persona que una vez vino a visitar a Kilman Rosero (uno que ya se había graduado e ido del apartamento), su paisano, y había seguido viniendo porque a todos nos cayó bien por su carácter sencillo y lo gran colaborador que era (esa tarde nos ayudó a lavar la loza y a trapear para que la mugre no se nos metiera en el alma, dijo Natalia en un sospechoso tono poético). Ricardo Lozada era huérfano de sus dos padres y, muy pobre, había venido a la capital a terminar su bachillerato nocturno y a trabajar de mandadero en la librería La Duda para pagarse sus estudios, comer y vivir bajo techo. De allí en adelante, en las dos horas libres que tenía entre la salida del trabajo y la entrada al instituto, siguió visitándonos casi todas las tardes, aseguró Natalia Madriñán; traía pan y preparaba para todos un chocolate que era como para chuparse los dedos, o cortarse la yugular, como dicen los que perdieron la fe y van al viejo almacén del paseo Colón a amargarse la vida escuchando tristezas que se bailan, según don Enrique Santos Discépolo. A propósito, Ricardo era tan juicioso en el estudio que todos creíamos que lo de su ingreso a la universidad era un hecho, y le habíamos prometido que con gusto lo aceptaríamos en el apartamento cuando quedara un cupo disponible.

Todo iba de maravilla hasta que sucedió la desgracia, dijo mi compañera. En ese momento, cuando me lo contaba, era ya medianoche y seguíamos hablando de los sucesos de esa tarde.

Dos años antes de lo del accidente del motociclista y las frustradas ensaladas de frutas cuyo lucro cesante originó el conato de bancarrota económica de la tienda, que seguramente no pasó a mayores pues ahí sigue, inmutable como los pensamientos de una momia, a los de la K7 les dieron demasiada información y concluyeron, erróneamente, que los estudiantes de ese apartamento eran un brazo urbano de la insurgencia, y decidieron allanarlo un viernes de mayo.

Aquel viernes de mierda había un concierto de rock en el patio central de la universidad, y como el apartamento iba a quedar solo, continuó Natalia, le dejamos las llaves a Ricardo en la portería para que entrara, nos preparara el chocolate de siempre y nos esperara, aprovechando que esa noche no tenía clases y aborrecía el rock: sus viejos lo habían criado a punta de tangos, rancheras y boleros. Creo que fue hablando con nosotros, alguna vez, como se enteró de la existencia de los Beatles y los Rolling Stones. Horas después, a nuestro regreso del concierto, aseguró mi compañera mientras yo bebía un café aguado, la puerta de enfrente nos dijo, con voz de árbol viejo, que los de la K7 llegaron en tropel a eso de las siete y media, armados hasta en los ojos, leyeron algo así como los derechos de los allanados, un texto que invocaba la Constitución y unas leyes de dudoso caletre, tumbaron nuestra puerta y entraron acabando con todo. Lo que no destruyeron se lo robaron. Lo único subversivo que nosotros podíamos tener era, si acaso, alguno de esos papeles mimeografiados que a veces entregan los de la izquierda, en la universidad, y uno mete entre el cuaderno y luego olvida. Por supuesto, no es que uno piense que la vida es justa y que hay que apoyar al gobierno, no; ni que uno se sienta capaz de cambiar algo para bien de la gente, tampoco; pero uno sí tiene claro que como pobre la única posibilidad es el estudio, y nos toca estudiar tanto que nunca tenemos tiempo de leer todos los panfletos que nos dan, pero guardamos por respeto al romántico que nos los entrega.

Lo dejaron estéril de tanto apretarle los testículos, le quemaron la piel con cigarrillos y le dejaron en el alma un miedo terrible que todavía no lo deja dormir.  

Pues bien, el timbre del apartamento y el ojito mágico de la puerta, que se salvaron de la barbarie, nos dijeron (muy tarde para recuperar la amistad de Ricardo Lozada) que los de la K7 lo encontraron en la cocina, en su trajín del chocolate, lo aporrearon, lo ataron y se lo llevaron preso, como botín de asalto, aunque esto último creo que lo dijo el frasco del insecticida, que es la única arma química de que disponemos para nuestra batalla contra la infección, y que a lo mejor la paranoia estatal confunde con la subversión.

Ricardo estuvo preso un mes y, como me contó Natalia esa noche, la del accidente de la moto y las ensaladas de frutas que tocó botar a la basura, los de la K7, mis patrones actuales (no de ese entonces pues en esa fecha yo todavía estaba estudiando administración de empresas y ni me imaginaba que después de graduarme el desempleo me iba a obligar a buscar trabajo como detective), lo torturaron para sonsacarle la verdad sobre las actividades subversivas de los habitantes de ese apartamento, le partieron la pierna derecha, lo dejaron estéril de tanto apretarle los testículos, le quemaron la piel con cigarrillos y le dejaron en el alma un miedo terrible que todavía no lo deja dormir. Él no confesó nada pues nada tenía que confesar, ni los de la K7 encontraron algo que nos incriminara, porque no somos ni subversivos ni peligrosos. Desde ese día, dijo Natalia Madriñán —ignorante de mi condición de traidor infiltrado—, los de la K7 no han vuelto a molestarnos. Pero pasó algo por lo que Ricardo Lozada no volvió a visitarnos —dice que somos unos malos amigos—, y la emprende contra nosotros cada vez que nos encuentra: parece ser que los de la K7 se tomaron el chocolate que Ricardo estaba preparando (en la cara de Natalia se notó la pérdida que ello representó para su estómago), lo que suena normal por lo pésima que es la comida del batallón y lo rico que es el chocolate de Ricardo, agregó mientras pasaba saliva, pero lo raro es que lavaron la loza y del chocolate no dejaron ni el olor. Entonces nosotros, al regreso del concierto y ante el desmadre que encontramos, nos olvidamos de nuestro amigo (es probable que pensáramos que no había venido porque no había huella de él) y nos pusimos a arreglar el desorden y a lamentarnos por lo que nos habían robado.

Sólo una semana después alguien recordó que Ricardo estaba aquí la noche del allanamiento, pero no lo buscamos porque no sabíamos dónde vivía. Entonces el tiempo pasó y nosotros nos convertimos, para Ricardo Lozada, en unos malagradecidos e insolidarios que no teníamos perdón. Con la reprimenda que recibió el primero de nosotros que se lo encontró, y las confidencias de los vecinos (disfrazados de puertas y ojitos mágicos, para proteger sus vidas), mucho tiempo después completamos la versión, pero ya era tarde para remendar la amistad, aseguró cariacontecida Natalia Madriñán. Cuando nosotros nos graduemos, siguió, nos iremos de aquí, tal vez a triunfar en la vida, mientras el pobre Ricardo Lozada seguirá con su vida desgraciada y la fe perdida para siempre, como se sienten los que perdieron la fe y van al viejo almacén del paseo Colón a amargarse la vida escuchando tristezas que se bailan, según don Enrique Santos Discépolo.

En este punto Natalia Madriñán se notaba trasnochada y con tanto sueño que nos fuimos a dormir. Y ya en mi cama, solo, mientras luchaba con mi conciencia y no sabía qué hacer con mi futuro, pensé que lo del motociclista, la ensalada de frutas y el examen de mis compañeros habían sido apenas los accesorios, lo menos importante, del día en que vi morir a un hombre y conocí a otro que había sufrido tanto que parecía que llevaba varios años muerto.

Amílcar Bernal
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