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Un capítulo de El anciano del cuarto 14

martes 28 de febrero de 2017

Nota del editor

El escritor dominicano Néstor Medrano obtuvo, con su novela El anciano del cuarto 14, el tercer lugar en el IV Cuarto Concurso Internacional de Novela Contacto Latino 2016, que convocan en Nueva York (EUA) la agencia Contacto Latino y el sello Pukiyari Editores, y que en esa edición recibió 165 manuscritos de diversos países. Hoy, por gentileza de su autor, ofrecemos a nuestros lectores un capítulo de la obra.

3

El viejo levantó el auricular de su teléfono particular.

Las cejas contraídas, unos pelitos blancos se acomodaban en su rostro sin afeitar, otorgando a su aspecto una fealdad más decantada que su fealdad habitual.

Observó en silencio a la mujer que, esta vez y contrario a otras ocasiones, no intentó un acercamiento. María penetró en silencio a la habitación permanentemente en brumas, arregló la cama, organizó el clóset y terminó sin dirigirle una sola mirada al inquilino que con tal desfachatez rechazó su cenicero, sembrando la turbulencia de la noche anterior en el Asilo Tropical La Orden de Dios.

María esparció un ambientador fragante a rosas en el aire, buscando despejar un poquito el vaho penetrante a tabaco impregnado en cada rincón. Ella salió sin emitir un gesto. El viejito se vistió en silencio. Quería poner en el tocadiscos una de esas piezas memorables que lo transportaban a la época dorada, cuando representaba la juventud promisoria y podía retener su cuerpo sobre el cuerpo de una mujer durante minutos eternos.

Desistió de la idea. “Además, estamos de luto’’, pensó riendo, o trazando una mueca que aspiraba a risa. No fue ajeno al sobresalto y al revuelo causado por la muerte inmisericorde del gato en el asilo. Se mantuvo escuchando a oscuras cada sollozo, cada palabra descompuesta proferida en su honor… sin inmutarse.

Ya vestido con una chaqueta negra, corbata de colores imprecisos, abrió una caja de afeitadores Gillette sin estrenar, llenó su quijada y boca de crema de limón y se rasuró lentamente. Su rostro siguió feo. Pero menos feo que hacía unos minutos, cuando la barbita incipiente —era casi lampiño— lo demacraba.

Esta vez María no estuvo interesada. Masticaba un pedazo de pastel de manzana que tragaba con leche, en una de las pocas ocasiones que el reposo se apoderaba de sus sentidos.

Siempre fue así. Bonachona, entregada a los demás y con una y otra tara que la hacían ingenua hasta la imbecilidad muchas veces. Esta vez María no estuvo interesada y miró a contrapelo a los dos hombres que salieron de un Mercedes Benz de lujo, ¿todos los Mercedes son de lujo?, y entraron sin saludar y sin mirar hacia los lados. Nadie, casi nadie los notó; la resaca fúnebre todavía olía a sentimientos revolteados y los viejecillos del convite dormían como troncos.

A María le importó un comino. Debían formar parte de su familia, se decía. Parecían, eran, quién sabe, gentes de pocas relaciones interpersonales, de pocos amigos, pero eso a ella no le importaba o le importaba un carajo. Llegaron con reverencia a la habitación 14. Bajaron las cabezas y besaron las manos del viejito.

—¿Todo bajo control? —preguntó sin mirarlos directamente y los invitó a sentar.

—Sólo hay una cosa que preocupa a nuestra gente —dijo uno de ellos sin gastar muchas palabras—. Creen que este lugar no es seguro.

—¿Lo creen firmemente? —respondió con ironía…

—Además, esto es una porqueriza. Tenerlo aquí es repulsivo.

—¿Ustedes creen eso?

—Lo creemos, señor.

El anciano, como siempre, insertó un cigarrillo entre sus labios, analizó con mirada fría y altanería al par de sujetos. Aparentó una sonrisa.

—Dejémonos de pendejerías —soltó sin convicción, el rostro en semipenumbra, sólo la lámpara de mesa expelía una tenue luminosidad al aposento—, deben resolver cuanto antes un problemita. No es nada grave, pero debe ser resuelto sin tardanza.

Escribió en un papel las instrucciones:

—Lean ese papel aquí —ordenó—, luego lárguense. Sus malditas palabras y lo que creen sobre este lugar se lo pueden meter por el culo y limpiarse con las manos.

Los hombres leyeron, sudorosos, memorizaron las instrucciones, devolvieron el papel al anciano y éste lo incineró con el encendedor.

Escuchó los pasos acelerados del dúo mientras se perdían en el fondo del pasillo. Recostó su cuerpo del espaldar de la cama y oyó el rugido del motor del automóvil y el rechinar de sus neumáticos al quemar el asfalto y partir a toda máquina.

 

El Presidente lo recibió risueño.

Siempre admiró ese rostro mofletudo y su expresión de niño natimuerto. Lo satisfacía en cada petición que le hacía. Un estadista de su tino y categoría jamás confiaba misiones delicadas a sus servidores habituales; es decir, no confiaba en sus organismos de seguridad, aunque le juraban una fidelidad imbatible y se cagaban por complacerlo. Era lo que odiaba, la ideología del lameculismo de sus adeptos, sus adeptos. Sabía al dedillo que la mayoría estaba constituida por una cáfila de hipócritas y oportunistas con rivalidades grupales e instigaciones tan peligrosas que no dejaban el menor espacio a la serenidad de juicio.

Él sí. Trabajaba con una puntería refinada. No hacía bulla. Sólo bastaba con referirle el escollo: “Ese tipejo jode mucho y me tiene al garete. Ha hecho que el gobierno frene iniciativas que mueven al descontento; porque con las iniciativas truncas, salen truncas las comisiones’’, reflexionaba el Presidente.

—O no salen —reforzaba él, con la discreción refractaria de siempre.

Las misiones delicadas de tipo personal del Presidente las manejaba con destreza. Nació para eso. Para ejercer la presión del poder, y su aprendizaje se encontraba en el poder mismo. Su amigo, el Presidente, todo un estadista, sabía que los medios en sus manos eran absolutos y la permanencia en la cúspide dependía del manejo de su propio poder en favor y en contra de personas que, vistas desde su acera, constituían seres buenos y malos.

—Hay que pensar en el futuro —le había dicho una vez a su jefe, pensando en articular una fuerza de obediencia en contra de adversarios políticos y desafectos—. Tengo en mente prepararle una plataforma de protección ofensiva, algo así como un cuerpo élite que se encargará de hacer ciertos trabajos especiales.

El Presidente escrutaba el destello diabólico que salía de su mirada al hablar y se enorgullecía del lacayo que se gastaba.

—¡Hazlo! —exclamó—, estoy convencido de la necesidad de un organismo represivo especial, que no tenga vinculación con ninguno de los estamentos oficiales existentes.

 

Explosiones inexplicables en lugares públicos frecuentados por contrincantes de su partido y de los partidos de la oposición; estallidos de bombas en los balcones de las amantes de sus detractores más connotados y asesinatos selectivos de familiares y allegados a sacerdotes o líderes religiosos que reclamaban con el estruendo propio de los púlpitos y las congregaciones un cambio radical en la política económica del gobierno, fueron los primeros visos admonitorios que lo catapultarían en la historia como un hombre siniestro; diseñador de muertes y persecuciones sangrientas.

Así formó su organización. Creció con ella y regó el terror y el miedo en toda la zona del Caribe.

Fumaba en silencio. Acomodado en el sillón mullido que la administradora del asilo había escogido personalmente para él. En sus oídos se vivían los episodios sonoros, los estallidos, los gritos de desesperación de hombres con los pantalones meados por la proximidad de la muerte; los gritos extraídos de rostros ensangrentados; los gritos.

—¡Mátenlo! —orden definitiva y el zumbido del disparo y el pataleo del torturado y sus sudores entremezclados de sangre y la piel infectada por la tumefacción y las voces pidiendo clemencia, perdón, no tuve la culpa, fui entrenado a la fuerza para tumbar al Presidente. Era un dios. Los veía ahogándose en el llanto, el vómito y la mierda y los abofeteaba.

—¿Dónde están tus cojones ahora? —preguntaba. Un chispazo atronador en los ojos, un brillo fulminante—. Es muy bueno repartir propaganda contra el gobierno, escabullirse y hacerlo en la clandestinidad; una tarea heroica, coño. Gratifica decir abajo el Presidente, maricón, asesino, ladrón… hacerlo en la clandestinidad, donde no existen ni nombres ni apellidos. Oh, Dios, pero qué triste es atraparlos y verlos gemir, cagarse de miedo. No se pueden tomar esos riesgos contra un régimen con seguridad y vigilancia hasta en los sueños.

No eran palabras. Pronunciaba discursos frente a las víctimas de su escuadrón de la muerte, mientras ellos consumían la última chispa de sus vidas entre lágrimas desoladoras.

 

—Han retado a Dios y Dios impone sanciones extremas —filosofaba, escuchando en sus oídos una sinfonía imaginaria que musicalizaba el trayecto de sus palabras. Dejaba poca luz para animar el dramatismo, adoraba el dramatismo, la tragicomedia, el humor negro perfecto y su reality show, su pantomima; lo enaltecía, lo enaltecía ante sus acólitos que lo ovacionaban.

—Morir como moscas —declamaba con los ojos aguados de siempre—, morir aplastados es lo menos que merecen quienes ponen en riesgo la paz social del país.

La balacera no se hacía esperar.

El olor penetrante a carne quemada, a piel magullada y descarnada por el furor de la pólvora.

El humo se diluía. Los hombres se lavaban las manos en recipientes de aluminio a medio llenar de agua y luego se marchaban sin discreción, quizás pensando en hacerse notar.

—El trabajo está listo —decía al Presidente a cualquier hora y por su línea telefónica de codificación reservada, de difícil rastreo e intervención—. El tipejo ese ya no joderá más. Fue dolorosa. ¿Hacemos otro tanto con la familia? Muy bien. Dejaremos el asunto de ese tamaño, buenas noches, excelencia.

Néstor Medrano
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