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El melocotón de Georgia

sábado 4 de marzo de 2017
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A mis hermanos Vicente, Luis Alain y Mario Amengual Sosa,
insignes bebedores y grandes contadores de cuentos

Después de dos años sin ingerir licor al hombre le provocó una cerveza. El calor lo aconsejaba pero sintió miedo del miedo. Volvió a verse en aquel lugar como centro de una turba de jovencitas trastornadas que lo llamaban tío y no quiso repetir la historia. Decidió entonces caminar para descarrilar sus apetencias pues se convenció, no sin esfuerzo, de que con un poco de cansancio y abundante imaginería la calma y la solución vendrían solas. Una tras otra las calles y callejuelas de su infancia fueron pasando, pero no para el recuerdo sino para la distracción. Se creyó protegido, dio gracias a los dioses y, sometido al sudor que le chorreaba, poco le faltó para que se arrodillara en señal de acatamiento y buena disposición. Ignora cuánto tiempo le dedicó a esta escaramuza pero cuando cobró conciencia de su inmediata realidad se encontraba en uno de sus lugares predilectos, la callecita donde supo por primera vez que las putas, el alcohol y el cigarrillo formaban parte indisoluble del intenso acontecer humano. En lugar de desazón sintió apremio, ahora la cerveza y su necesidad se agigantaban. No quería traicionar ni traicionarse pero sus anhelos volvían como esas olas que chocan y chocan contra la roca hasta volverla arena. Aun más, la puerta descascarada que pese a las inclemencias y el olvido conservaba el número 17, la edad que él tenía cuando entró por primera vez, le envió señales de humo y acritud que terminaron de convencerlo de darle rienda suelta a urgencias y afanes que creía haber superado. Si los olores convocaban con tanta fuerza los recuerdos, ¿por qué no entrar? ¿qué podía perder? ¿y si más bien ganaba en viejos lances instructivos y recuperación del tiempo? Un vaho orinoso salió como ráfaga por la puerta entreabierta y le cubrió cuerpo, añoranzas e imaginación con definitiva fuerza: entró y el primer titubeante paso cedió su lugar a una convicción bien conocida por él en otra época. El ambiente no había cambiado nada, el tiempo no había pasado por allí, más bien parecía regodearse en su inamovilidad, como si se afanara en mantener un estado de cosas donde la vertiginosa realidad exterior no influía y los moradores habituales estuvieran protegidos hasta su muerte de los avatares de la existencia. Bajo la luz mortecina los dominocistas jugaban su partida de nunca acabar, discusiones repetidas ad infinitum como aderezo y un alcohol jamás pendenciero de tanto conocimiento que se tenían. En otro rincón, los discutidores y sus apuestas de mentira sobre cualquier cosa respetaban el ritmo de sus gritos y sus cantos de victoria o silencios de derrota según el caso. Hasta las mesoneras parecían las mismas de antaño con sus vestidos y joyas baratas, sus maquillajes coloreteados como marca de fábrica y una dentadura precaria que hacía imposible la risa.

A lo mejor todavía está bajo los efectos de la reciente crisis y sus ocasionales ramalazos de angustia, pero lo cierto es que un sinuoso temblor le recorre el cuerpo de pies a cabeza.  

Hasta ese momento nada que objetar, las sensaciones se corresponden con sus expectativas, todo en su justo lugar, melodía sin variaciones en el concierto de sus recuerdos. Su paso se hace más decidido a medida que avanza hacia la maltrecha barra pero de pronto, cuando se dispone a cabalgar sobre la silla giratoria, de la barra sale un hombrecito vestido con un uniforme de Brasil tan desteñido como su vida, sólo que en lugar de botines calza unas baratas y desgastadas sandalias de goma. Con acento brasileño se dirige a uno de los discutidores:

—A que no me dices la alineación completa del equipo brasileño que fue campeón mundial en México 70.

El hombre le responde calmadamente:

—Me jodiste, de vaina si me acuerdo de Pelé, Tostao y Rivelino.

El hombrecito desteñido le recita los nombres de los once jugadores antes de gritar: “¡Pa la fuente!”. Y con el brazo derecho extendido señala hacia ninguna parte para luego volver a su lugar detrás de la barra.

Acostumbrado a las situaciones más extrañas en su largo peregrinar, este hecho, sin embargo, le produce al hombre un extraño desasosiego que comienza a rondarle en el plexo solar. No sabe por qué pero la desazón preanunciadora de conflictos internos vuelve a amenazarlo. A lo mejor todavía está bajo los efectos de la reciente crisis y sus ocasionales ramalazos de angustia, pero lo cierto es que un sinuoso temblor le recorre el cuerpo de pies a cabeza. Con más temor que convicción ordena una cerveza y al apenas ingerir un trago que le sabe a travesura de novicio, el hombre mandado a la fuente se para a su lado y le dice al hombrecito desteñido:

—A que no sabes a qué pelotero de las Grandes Ligas llamaban “el melocotón de Georgia”. Fue de los primeros en entrar al Salón de la Fama y mantuvo durante muchos años el récord de más hits conectados de por vida hasta que Pete Rose lo destronó.

—En su casa lo sabrán —contesta desdeñoso el hombrecito desteñido.

—¡Ty Cobb, portubrás! —grita el hombre y sin más lo manda pa’ la fuente, señalando también con el brazo extendido hacia ninguna parte.

Después de un corto silencio el hombre vuelve a la carga:

—Te digo más, ese desgraciado mató a su papá y se acostó con su mamá.

Esta última frase actuó como un revulsivo sobre el hombre porque parecía dirigida a él, el tipo lo había mirado antes de pronunciarla y la cercanía y el énfasis habían hecho lo demás. Sintió que le estaba diciendo: “Eso va contigo, sabihondo, en este lugar también hay gente que sabe cosas”. Aunque la amargura de la cerveza no era la misma de su época de gloria, no se arrepintió de haber entrado a ese cuchitril. El problema estaba en su agitado ser interno porque ese Edipo encarnado en una estrella de las grandes ligas no figuraba en ningún libreto conocido por él. De ser cierto lo sabría con seguridad, como buen lector de las páginas deportivas que había sido desde niño. Entonces comenzó a plantearse un diálogo consigo mismo que hizo tambalear su precaria estabilidad emocional. ¿Sería esta una antigua borrachera postergada que volvía para abrumarlo de mala conciencia por haber roto su abstinencia? No podía ser, cuando se emborrachaba siempre metía el acelerador a fondo pero la memoria conservaba lo esencial para atormentarlo al día siguiente con los muy trajinados ratones morales. De modo que plantearse que alguna vez se excedió y aunque los tragos no parecieran haberle hecho efecto, la borrachera había quedado guardada para florecer en cualquier momento, como el actual, no parecía nada lógico. El hombre no dejaba de mirarlo de reojo como esperando algunas palabras suyas y esto lo desasosegaba aún más.

Como siempre le ocurría en esos cruces de caminos que amenazaban con desbarrancarlo, pidió otra cerveza y se la bebió de un solo trago porque, como solía suceder, un instantáneo mareo y una animosidad a flor de piel le traerían una salida, buena o mala pero salida liberadora al fin y al cabo. Apenas alebrestado le dio por pensar en la fuente. Uno y otro eran enviados para allá cuando fallaban pero, ¿en qué parte de aquel antro estaba? Los señalamientos eran enfáticos pero vagos, sin destino fijo, y aunque parecían significar mucho para ellos, la imaginación no le daba para ubicar un espacio posible que remotamente se pareciera a lo que se entiende por fuente. Cloaca sería quizá un término más apropiado.

En esas estaba cuando el hombre se decidió a dirigirle la palabra:

—Disculpe, mi don, es la primera vez que lo veo por aquí. Perdone el abuso de confianza pero como usted oyó la pregunta que le hice al portubrás, le pregunto yo a usted: ¿qué opina de lo que dije? Porque eso es verdad, Ty Cobb mató a su padre y se acostó con su madre.

Extrañamente el hombre sintió, tal vez bajo los efectos de la apurada cerveza, que fuerzas remotas de su pasado volvían con renovado vigor. Sonrió para sus adentros antes de poner en juego esas artes esquivatorias que de tanta ayuda le habían servido.

—Con todo respeto, las hazañas beisbolísticas de Ty Cobb las conozco muy bien pero lo otro, lo de matar al padre y acostarse con la madre, lo ignoraba por completo, primera vez que oigo esa versión. Conozco una igual pero la leí en un libro.

Para su sorpresa, el hombre le dijo con regodeada suficiencia:

—Claro, el Edipo Rey de Sófocles. Pero eso es literatura y yo hablaba de un hecho real protagonizado nada menos que por el melocotón de Georgia, un grande entre los grandes.

Ahora sí que el hombre estuvo a punto de salir en estampida. La angustia amenazaba con volverse pánico y eso hubiera sido una verdadera calamidad en esta etapa de su vida. Movido por el instinto de supervivencia respiró hondo, se bajó de la silla giratoria y fue al baño a vomitar. No tuvo que esforzarse mucho: la pestilencia era ya de por sí una invitación a hacerlo. Ya desahogado volvió a respirar hondo y retornó a su lugar en medio de una feroz lucha interna que lo empujaba a marcharse, por un lado, y a quedarse para vivir el desenlace, por el otro. Para su alivio, el hombre había vuelto a su rincón penumbroso y entonces el hombre volvió a sus antiguas fantasías sobre aquellos hombres menospreciados por su afición al alcohol. Sostuvo siempre y lo volvía a sostener ahora que detrás de cada uno de esos seres había una historia personal digna de tomarse en cuenta a la hora de emitir un juicio. En algún lugar del camino se habían extraviado, dejaron de encontrarle un sentido a la vida y trataban de sobrellevarla de una manera lo menos dolorosa posible. Y no sólo porque el alcohol adormecía sino que además, quizá lo más importante, favorecía el olvido y hacía de esa estrecha rutina el único espacio posible para esperar el fin. Volvió sobre sus pasos y dio inicio a un riguroso autoanálisis de su propia historia. Entre parecidos y disimilitudes concluyó que la única diferencia con sus compañeros de ruta era que él todavía luchaba, le quedaba fe en la vida y una inagotable esperanza de que algo decisivo y definitivo lo conduciría a un puerto seguro, libre de angustias y gozoso y agradecido de haber vivido. A lo mejor era otra rutina, diferente en sus manifestaciones pero rutina al fin y al cabo. En todo caso le gustaba más, la había aceptado plenamente y sin reservas y ahora lo celebraría con una nueva cerveza, tomada pausadamente, sorbo a sorbo y con un deleite que lo volvería a colocar en la senda de un corazón latiendo a tambor batiente.

Apenas si pudo ser tamborileo porque cuando el golpeteo pectoral apenas comenzaba, una de las coloreteadas se le acercó y con voz neutral y sonrisa negada por la precariedad dental le soltó la frase de ley:

—Bríndame un trago, mi amor.

El hombre, ya en excitante sazón, apeló a la eficacia del futuro condicional.

—Con mucho gusto te lo brindaría pero no tengo suficiente dinero.

La coloreteada arrugó la frente antes de decirle:

—Así serás de pichirre, con la cara de platudo que tienes y no eres capaz de brindarme una de esas porquerías que despachan aquí para ganarme un porcentaje. Seguro te metiste aquí porque gozas un puyero despreciándonos y burlándote de nosotros.

El hombre sintió que su táctica se desmoronaba, que quizá la violencia podía hacer acto de presencia, y adoptó el mejor tono persuasivo del que era capaz en aquel momento:

—De verdad no tengo dinero, ni siquiera pensaba entrar, lo que pasa es que yo venía a este lugar hace mucho tiempo y quise recordar viejos tiempos. Es más, no debería beber, me lo prohibieron y ahora estoy sintiendo miedo de cómo me voy a sentir mañana, depresión llaman los médicos a esa vaina, a ese sentirse paralizado y sin ganas de levantarte porque todo lo ves en negro y la vida no vale un carajo de lo puro angustiosa que se vuelve.

—Pues entonces vete y listo, se acabó el problema.

—Es lo que voy a hacer pero antes quiero que me digas algo: ¿quién es el tipo que le hizo la pregunta al viejito que atiende vestido de futbolista? Dijo unas cosas que no parecen de un hombre sin estudios.

—Ah, ese es el doctor Bustillos. Era un médico famoso con mucha clientela. Ganaba plata como arroz y se daba la gran vida pero, como las vainas nunca son completas, un buen día su único hijo varón se enfermó y se murió de leucemia. Hasta ahí llegó el tipo. Abandonó el trabajo, le dio por beber todo el día y cuando los bolsillos se le estaban vaciando comenzó a meterse aquí. Al principio estuvieron a punto de echarlo porque era muy antipático y se las daba de sabelotodo, pero un día vino cambiado, hasta parecía alegre, y como los jodedores estaban en una de chistes el doctor se lanzó unos cuantos muy buenos y se los metió en el bolsillo. El hombre no es pendejo, desde ese día cambió su actitud y se hizo aceptar por todos. Lo de la preguntadera, siempre sobre deportes, es con portubrás, quien cree que se las sabe todas más una.

—¿Y por qué la fuente? Aquí lo que huele es a meado rancio.

—No sé, es algo entre ellos. Y te habrás dado cuenta de que siempre señalan hacia el primer sitio que se les ocurre. ¿Y qué importa que esa fuente sea de meado rancio? Al fin y al cabo es una fuente y es mucho lo que puede correr por ella. Además pareciera que se turnaran para visitarla.

Luego dijo con una voz a medio camino entre fastidio y frustración:

—Bueno, mi amor, espero que la próxima vez tengas suficiente plata para brindarme un trago. Y si quieres algo más también puede ser.

Se da la vuelta para marcharse pero antes se dice a sí misma: qué trago ni qué ocho cuartos, estoy hablando pendejadas, tú jamás volverás por aquí. Fue tal el énfasis con que lo dijo que más que mesonera pareció pitonisa.

Aquí el cruce de caminos empuja las opciones del hombre hacia uno de sus más imprevisibles senderos. Por un lado la coloreteada se aleja y por el otro el doctor se coloca a su lado y lo mira fijamente antes de gritarle a portubrás, quien se encuentra detrás de la barra afanado en limpiar unos vasos con un trapo mugroso:

—Hay un pelotero, está en el Salón de la Fama por supuesto, que posee para mí el récord más difícil de batir en las Grandes Ligas, 56 juegos consecutivos bateando de hit. Fue famoso dentro y fuera del terreno, ¿cómo se llama?

Portubrás detiene por un momento el movimiento circular del trapo mugroso dentro de uno de los vasos pero no se da por aludido. Aun más, cesa en su afán lavatorio y se introduce en la cocina. La inquietud del hombre se va transmutando en alerta nerviosa. No ha visto ningún indicio de connivencia entre el doctor y portubrás, pero ambos actúan como si estuvieran de acuerdo en un secreto que sólo ellos comparten. Demasiado claro parece que los tiros van por otro lado, que el destinatario de la pregunta no es otro sino él. No hay ninguna confianza, es un recién llegado, de modo que el objetivo no es mandarlo “pa la fuente”. Inevitable entonces que uno de los peores rasgos de su personalidad salga a la luz con la pertinacia confusiva de siempre. Preguntas, respuestas, conjeturas y análisis y desenlaces pesimistas de la situación lo abarcan por completo. Lo curioso es que la figura del hombre se borra por un rato de su mente; sin saber la causa su pensamiento está obsesivamente centrado en sus prolongados insomnios de tiempo atrás y las estratagemas que empleaba para combatirlo. Pareciera complacerse en el horror, única palabra posible para definir aquellas vivencias de imágenes barullosas y ojos abiertos por y para el miedo. Recuerda particularmente una noche donde la escena la copaba la película El silencio de los inocentes. Nada difícil le resultó recordar a Hannibal Lecter y la impecable actuación de Anthony Hopkins, pero el nombre de la protagonista se le escabulló con una contumacia tal que se vio obligado a salir al patio a caminar y fumar cigarrillo tras cigarrillo, antes de adoptar una medida extrema que lo aplacaba por breves instantes: meterse bajo la ducha de agua helada. Sin siquiera secarse se metió en la cama y en ese momento el nombre se dignó aparecer en su mente: Jodie Foster. No sintió alegría ni nada, el deseo de dormir y el pánico de hacerlo eran tan grandes que allí, en ese ámbito torbellinoso, no cabía la más mínima sensación placentera. No entendía por qué en lugar de imaginar hechos y situaciones que lo distrajeran se empeñaba en buscar enigmas, recuerdos e imágenes que lo perturbaran y exacerbaran el insomnio. De tanto empeñarse en buscar personajes reales o ficticios acurrucados en su memoria, encontró una forma de hacer más llevadero el largo tiempo nocturno. Cuando un nombre se le perdía recorría lentamente el abecedario desde la A hasta la Z, confiando en que cuando pronunciara la letra inicial del nombre buscado, éste aparecería casi naturalmente. Y aunque le dio resultado en la mayoría de los casos, el remedio no fue suficiente para curar sus males, pues como sabría más adelante, el reacomodo y la convivencia con sus contradicciones llegarían luego de un prolongado y exigente proceso que puso a prueba y llevó hasta el límite la paciencia de sus curadores.

Se siente desconocidamente fuerte, seguro de sí mismo, de su lucha, y aguijoneado por unas ganas de gritar que es y seguirá siendo un hombre de pelea.  

Sin saber por qué ni por cuánto tiempo, de pronto se encuentra de nuevo en el tiempo real. El doctor sigue allí a su lado y, al parecer, no ha dejado de mirarlo durante su viaje al centro de la Tierra. Como su ánimo no está para escaramuzas mayéuticas y mucho menos para comparaciones vitales, trata de evitar el diálogo y la confrontación. La pregunta que le hizo el doctor a portubrás es lo de menos, conoce a la perfección la respuesta y puede añadirle montones de detalles pero ello puede dar lugar a un intercambio que su intuición desaconseja. Además, una pregunta se asoma y lo ronda con mayor insistencia cada vez. ¿Qué pretende el doctor? ¿Acaso su profesión y una cierta cultura lo han convertido a él en objeto de análisis y estudio? ¿Y ese análisis y ese estudio qué objeto tendrían? ¿Incorporarlo a su equipo o tratar de ayudarlo? Esto último no le parece factible porque un hombre en las condiciones del doctor tratará más bien de hacerlo partícipe de sus penas y no de contribuir a aliviar las de alguien a quien no conoce y quien, seguramente, le ha enviado sin querer señales claras de que también tiene cuentas pendientes con la vida. Esta última consideración lo pone en estado de alerta máxima. No está seguro de cuáles van a ser las consecuencias de haber transgredido su abstinencia, vuelve a tener miedo del miedo y se sumerge en un debate interno que, para su sorpresa, lo encuentra con el espíritu fortalecido. Dispuesto a no ceder ante situaciones proclives al desastre, se siente invadido de un nuevo ánimo positivo y decide tomarse una cerveza más antes de marcharse.

El doctor sigue mirándolo y al hombre le parece que su actitud se está tornando agresiva, su mirada insistente y con visos de arrogancia parecen exigirle, como mínimo, una respuesta a la pregunta que aparentemente le hiciera a portubrás. Entonces el hombre toma su cerveza, ingiere un buen trago que le renueva el vigor y se pone a ver la televisión con un interés que está muy lejos de sentir. La pantalla pone ante sus ojos una película de corte policial y, por sorpresa o coincidencia, allí está una Jodie Foster más madura, pistola en mano y cayéndole a plomo con desenfrenado odio al asesino de su novio. La escena le produce al hombre un revolcón en las entrañas, pero no de miedo sino de energía en movimiento. Se siente desconocidamente fuerte, seguro de sí mismo, de su lucha, y aguijoneado por unas ganas de gritar que es y seguirá siendo un hombre de pelea. En lugar de arrepentirse por haber visitado esa infecta taguara, considera que su visita fue necesaria, que todo estaba planeado y escrito para que enfrentara a sus fantasmas y que, pese a los altibajos emocionales que vivió durante algunos momentos, saliera del trance con algunas dudas y temores pero también con más ímpetu y mayor decisión. Bebió su cerveza hasta el último sorbo, pagó la cuenta, se descabalgó de la silla giratoria como si fuera un muchacho y con paso seguro se dirigió a la puerta de salida. Una vez llegado al umbral se volteó y, con una articulación impecable, le gritó al doctor Bustillos y al resto de los presentes que lo habían estado siguiendo con la mirada:

—¡Joe DiMaggio, cabrón! ¡El yankee clipper! ¡El marido de Marilyn Monroe! ¡El mismo que estuvo durante años llevándole flores a su tumba en cada aniversario de su muerte!

Y como filoso cuchillo se hundió en una noche que no parecía augurarle nada nuevo.

Alberto Amengual
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