Papá debía regresar temprano y con el aceite. Así se lo advirtió mamá al despedirlo por la mañana.
Pero iban a dar las siete de la noche y ya se había retrasado dos horas. Manuel, Lupe y yo estábamos cansados de observar por la ventana todas las personas que pasaban por la acera, gritando de emoción cuando alguna coincidía con su figura ligeramente encorvada, con su bolsón revistero y de una mano colgando bolsas con chucherías.
Mamá, desesperada de nuestros gritos, nos ordenó volver a la sala donde nos esperaba un televisor arruinado desde hacía varios meses y sin permiso para ir a casa de los vecinos a mirar las caricaturas. Teniendo, como únicos entretenimientos, las adivinanzas repetidas y triviales hechas por Lupe o la insistente petición nunca llevada a cabo por mi hermano de jugar a las escondidas.
Mamá no era de muchas palabrotas, pero cuando se enfadaba, no existía confesión a sacerdote que la purificara completamente.
Más nada me interesaba en ese momento que cenar.
Mamá había prometido hacernos en la cena unas papitas fritas, igual como las que sirven en las ventas de hamburguesas, o caso contrario, nos tocaría comérnoslas en una sopa hecha de sustancias en sobre con sus fideítos y caracolitos, ¡guácala!
Nadie quería sopa.
Decidí por mi cuenta, con el propósito de olvidarme del hambre que hacía de mi existencia un calvario, preparar mis cuadernos que utilizaría en la escuela el día siguiente. Situación que imitaron mis hermanos forzados por la misma condición de desesperados.
En quince minutos habíamos hasta lustrado el calzado y papá seguía sin aparecer.
Mamá no era de muchas palabrotas, pero cuando se enfadaba, no existía confesión a sacerdote que la purificara completamente. Personalmente, cuando la escuché vaciar de su boca todas esas expresiones, creí que nos estaba hablando en lenguas, pero al distinguir el nombre de papá en su palabrerío, descubrí con asombro que era su colección reservada de insultos para cuando nosotros estamos dormidos. ¡Eran palabrotas de lujo! Estaba seguro de que cuando las repitiera mañana a mis compañeros de clase no se las creerían que ya existían esas antes de que naciéramos.
Pero mi logro de Einstein pasó a la aniquilación ya que, entre su rabia y nuestro apetito, vimos cómo las papas, cuyo destino estaba anunciado, terminaron en una olla puesta al fuego junto con el sobre de fideítos y caracolitos.
Nadie protestaba a mamá. Sabíamos que hacerlo era como recorrer descalzos entre espinas y carbones al rojo vivo el Gólgota.
Cuando papá llego, aún se notaba el rastro de polvo que las lágrimas habían limpiado en las mejillas de Lupe y los fondos de los platos consumían de a poco las migajas que negligentemente abandonamos.
Apareció sin el aceite.
En su lugar, un libro y estaba ebrio.
No soy muy religioso y cuando vamos a la iglesia me ocupo de todo menos del sermón, pero en ese momento casi juré que empezaba Armagedón y rogué que las puertas del cielo nos recibieran con mis hermanos para no presenciar a mamá en todo el esplendor de su furia.
Mamá lo miró como la cosa más detestable, como lo peor y horrendo de sus pecados.
—Lo siento —dijo él—, perdóname, vieja.
—¡Que te perdone tu madre! —respondió mamá.
“Pobre abuelita”, dije para mis adentros, “esto ya se puso de apocalipsis”.
—Vieja, es que se murió Cortázar.
—¡Qué!
—…y nos reunimos con los poetas a una conmemoración… mira, te compré el libro en el que aparece el cuento que a ti tanto te gusta…
Yo aquí sí me perdí, mamá cuenta que conoció a papá en un recital de poesía en la universidad y que formaba parte de un taller literario, pero que luego anduvieron de novios, se casaron y después de eso el grupo se acabó, pero ahora venía el viejo con que quería recobrar su fama negada de escritor, seguro que mamá se lo iba a comer vivo, no sin antes someterlo a las peores torturas solamente comparadas con las del Tribunal de la Santa Inquisición, pero en eso ella nos indicó que nos fuéramos a dormir, como si eso evitaría que oyéramos lo que faltaba.
Mamá le pidió el libro. Se oía cómo pasaba lentamente las paginas, murmuraba algo incomprensible, hasta que se detuvo de pasar las hojas y comenzó a llorar desconsoladamente.
Pensé lo peor. Todos nos acercamos. No recordaba haberle visto llorar, y si esa era su forma de llorar, que bueno que no lo hacía seguido, daba lástima presenciarla tan debilitada.
Papá la abrazó y le decía cosas cariñosas, luego nosotros.
—¿Qué le pasa? —pregunté.
De repente mamá cambió totalmente y se puso a preguntarle por los amigos de papá, que cómo se había enterado de lo de Cortázar y hasta le sirvió sopa.
Entonces dijo que Cortázar era Julio Cortázar, un escritor argentino de cuentos y novelas que vino a Nicaragua y conoció a mamá; dice que, en un recorrido por la universidad, él le dedicó un cuento a manuscrito que dice conservar plastificado en el ropero.
—¿Cómo se llama el cuento? —interrogué.
Mamá dejó de llorar y me lo señaló en el libro, “Carta a una señorita en París”.
—¡Y todo por un cuento! —exclamé.
De repente mamá cambió totalmente y se puso a preguntarle por los amigos de papá, que cómo se había enterado de lo de Cortázar y hasta le sirvió sopa, tratándolo con mucho cariño, sin recordar siquiera todos los anatemas que juró le clavaría en la espalda y olvidando que estaba tragueado, y que había hecho que sus hijos tragaran sopa hasta por las orejas y todo el coraje que mi madre había abandonado, creo que con la ayuda de Lucifer, se me pasó inmediatamente a mí, ¡vaya con las mujeres!
Me volví a la cama muy molesto.
¡Mis papitas fritas por un escritor que ni siquiera es nicaragüense!
Después de eso, cuando en la escuela alguien menciona a Cortázar, que, ¡claro!, es demasiado popular en los libros de textos, créanme, aún me da cólera.
(de Relatos de lego y arcilla).
- La distancia al sur - lunes 23 de mayo de 2022
- Relatos entre mujeres - sábado 30 de abril de 2022
- Los personajes también leen - sábado 22 de mayo de 2021