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Milagro en la estación

martes 18 de julio de 2017
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A mi amada Maixel

Cuando lo vi al borde de la estación estaba a punto de lanzarse en manos de la muerte. Los faros del tren iluminaron los fierros de las vías, el túnel, las partículas de polvo que vencían la gravedad. Era la señal que ese pobre esperaba. El aviso aspirado de su fatalidad. Dio unos pasos, se persignó, asentó su gorra mientras daba el último vistazo a ese mundo que nunca logró entender. Sus ojos maltratados de lágrimas parecían cantar una súplica muda. Sé que muy dentro quería ser salvado, porque yo misma lo quise cuando intenté lanzarme horas antes. Ayer por la tarde recibí el cuerpo de mi único hijo y no paré de llorar. Alguien le dio catorce tiros sólo porque dudó unos segundos en darle su móvil. Su primer sueldo como técnico, su primer teléfono. Una decisión difícil para alguien de su edad. El robo fue ante muchos testigos que sólo eran espectadores de una historia de calle. No hubo policías. Menos héroes anónimos. Tampoco la suerte conspiró a su favor. Salí de la funeraria a las seis y no paré hasta llegar aquí. El metro estaba tan lleno que fue imposible aproximarme al borde para dar el salto de la muerte. Le di tiempo al tiempo. A las ocho fue bajando el gentío y no sé por qué mi ímpetu también. Quizás fueron los dulces recuerdos de mi hijo. La indeleble música de su voz en mis oídos. De alguna manera me dieron fuerzas para vivir. Entender que por lo menos él no seguiría sufriendo en este mundo. Tampoco mi muerte le devolvería la vida. Me planteé que si en dado caso pudiera verme desde donde está, no estaría feliz de que muriera.

Cuando el destino está escrito, no importa lo que puedas hacer por alguien.

Los pasos del joven son resbaladizos. Casi que cae solito a los fierros. Un trapecista intoxicado se balancea al borde del andén y todos deciden ser espectadores. Me abrí paso entre la gente y lo sujeté antes de que se lanzara. Sentí la rueda de mirones alrededor, grababan videos con sus teléfonos para compartirlos en redes sociales. El joven quería matarse porque unos sujetos entraron a su casa cuando no estaba, y su madre de setenta y un años se atrevió a recordarles el séptimo mandamiento. Le dieron un golpe en la cabeza con la pistola y dejó este mundo. Rogaba que lo dejara saltar. Forcejeaba. “No te irás”, le decía, pensando en lo que había pasado con mi hijo. Lo abracé tan fuerte que no podía moverse. El tren se acopló en el andén, abrió sus puertas y los mirones partieron. Todo se llenó de gente nueva. Gente que no supo el milagro que ocurrió en esa estación. El joven caminó conmigo a la superficie. Su semblante cambió aunque no su tristeza. Me conformé al menos de evitarle esa muerte que no merecía y eso produjo en mí una rara plenitud. Antes de cruzar la avenida me abrazó. Lo vi alejarse como si estuviera a punto de escribir una nueva historia. Pero nadie puede prever el futuro de una vida. Cuando el destino está escrito, no importa lo que puedas hacer por alguien. Todo el universo conspira para que se consuma. Y entonces deducimos lo frágiles que somos. Lo impotentes que resultamos ante el destino. Un motorizado lo fulminó a tiros antes de llegar a la acera contraria. Me quedé a su lado hasta que su respiración se detuvo.

Axel Blanco Castillo
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