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Amarelo

sábado 21 de octubre de 2017
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Crecí creyendo que las mujeres somos una especie de princesas que deben esperar a que un valeroso príncipe las conquiste y les proponga matrimonio para ser eternamente felices. La historia se suspendía con la escena de los recién casados saliendo de la iglesia, rodeados de sus seres queridos, entre las miradas alegres y el llanto de los padres. Aunque ese día, sólo me quedé viendo su rastro sobre la arena.

Parecía ser una chica demasiado curiosa para mi gusto, así que respondí con monosílabos, aparte de todo apenas y la estaba conociendo.

Él era el chico de la voz seductora, al otro lado del teléfono. Así empezamos, hablando de muchas cosas de trabajo; después supe que estudiaba teología, pero para pagar sus estudios trabajaba. Su color favorito, el amarillo. ¿El amarillo?, el mío es el azul —le dije. Vivía solo y usualmente llegaba tarde al trabajo. Todo el día transcurría en el teléfono; a las siete de la mañana estaba el “hola, buenos días”, que se nos hizo un hábito y era el preámbulo de las muchas veces que hablaríamos hasta el anochecer. De ser esa simple voz que me entretenía al otro lado del teléfono, empecé a imaginar cómo era él, sus manos, su cabello, debía ser alto, por lo menos más alto que yo, de ojos claros, delgado, y tenía que ser un buen bailarín, porque a mí me encanta bailar y un día me prometí que mi chico tendría que bailar, de lo contrario reconsideraría sí salir con él o no, y también tendría que ser un poco intelectual para que no nos aburriéramos cuando saliéramos a tomar unas copas de vino. Al llegar a casa lo primero era encender la computadora para dejarle un mensaje en el Messenger. Algunas veces contestaba, otras no, pero así saciaba mi necesidad de él.

A ella la conocí una mañana que tocó a mi ventana. En la ventana tocan los vecinos del 402 y el 404 para saludar o pedir favores. Los apartamentos del edificio de doce pisos en el que vivimos tienen balcones con vista al mar, a los que se llega tras los grandes ventanales del living. Eran las seis de la mañana cuando llamaron a la ventana, salí y allí estaba ella, de camiseta amarilla, jeans y tenis.

—Hola —dijo—, soy Sussy, tu nueva vecina. ¿No paras mucho por aquí?, no me había podido presentar, vaya que es difícil encontrarte.

La invité a entrar y tomar una taza de café. Dijo que había olvidado comprar azúcar para endulzar su primer tinto de la mañana, que le era infaltable para iniciar un nuevo día. Miró cada espacio del apartamento, las fotografías junto a la biblioteca, los libros sobre el escritorio e intentó relatar por qué decidió vivir frente al mar, aunque no entendí nada de su balbuceo.

—¿Hace cuánto vivís acá? Yo renté hace poco el 402…

Parecía ser una chica demasiado curiosa para mi gusto, así que respondí con monosílabos, aparte de todo apenas y la estaba conociendo.

—Tu rostro se me hace conocido, ¿será que te he visto en otro lugar? —le dije.

—Es poco probable —respondió. Dio gracias por el café y la taza de azúcar y se marchó.

No sabía que habían rentado el 402, esa mañana lo supe. El apartamento estuvo desocupado desde que el señor Fernández decidió irse a vivir con una de sus hermanas a Valencia, España. Un sábado en la tarde, hace poco más de cuatro meses, pasé a saludarlo y me invitó a merendar, me dijo que ya no soportaba vivir allí, todo huele a ella, todo huele a jazmín —dijo. El jazmín era la flor favorita de la señora Fernández. Supe que él, al marcharse, sólo se llevó su ropa. Donó todo a un hogar geriátrico al que frecuentaba en las tardes para jugar ajedrez con algunos viejos conocidos y se fue la madrugada de un día cualquiera sin siquiera despedirse. Los señores Fernández eran de origen español, llegaron a esta ciudad por azares del destino y huyendo del franquismo que en ese momento azotaba su país. No tuvieron hijos por decisión propia. Vivieron juntos más de cuarenta años y muy felices, según lo decían. Sara, esa mujer de tierna mirada y fuerte carácter, fue diagnosticada con cáncer de estómago un abril, y en julio del mismo año yo vestiría de negro para asistir a su funeral. Su color favorito, el fucsia.

**

Ese día, al llegar a la oficina, él no estuvo al teléfono sino hasta el mediodía. Tuvo una cita médica que lo retrasó o eso dijo. No recuerdo que hubiera mencionado aquella cita médica. Con los días fue habitual que él no estuviera en las mañanas en el trabajo y que saliera muy tarde. Al parecer siempre tenía algo que hacer, aunque no me atrevía a preguntar qué.

Quizá no he dicho que entre amarillos y azules nos frecuentamos más a menudo, descubrirnos era cada vez más divertido aun con los matices que nos trae la diferencia de colores. Para nuestras familias era parte de un proceso de adaptación en el que terminas reconociéndote en el otro. Él era lo pasivo, lo silente, el mar en calma, el canto mañanero de los pájaros y el arrullo de los árboles. La paciencia, la esperanza, lo cierto, lo real, lo estable. Yo era lo opuesto a eso pero trataba de acoplarme a él.

Tampoco he dicho que los colores empezaron a ser fundamentales en mi vida desde que Nohora, mi profesora de estilo en la universidad, explicara cómo la teoría del color había cambiado su vida; debo aclarar que se trata de “su” teoría del color. Y que cambió la mía también porque después de algunos subjetivos estudios mi color favorito era el azul, desde ese momento siempre llevo conmigo algo de color azul porque así me uno al universo para confabular a mi favor.

Un día al volver a casa él me esperaba, me pereció que estaba acompañado pero cuando me acerqué a la puerta del edificio lo vi solo. Lo había llamado a su trabajo pero por alguna razón ya llevaba varios días sin saber de él, fue una grata sorpresa verlo esa noche. ¿Hablabas con alguien? —le pregunté. Quizá crucé un saludo con un desconocido, te estaba esperando. Contestó. Casualmente, Sussy, la chica del 402, bajó deprisa y perfectamente vestida de amarillo, como buscando a alguien que debía estarla esperando, pero que al parecer no llegó; pasaron algunos minutos y decidimos invitarla a cenar para que no perdiera su vestido.

***

Sussy era demasiado curiosa y de ser mi desconocida vecina resultó siendo la mejor amiga de mis vecinos del edificio. Ya no me dejaban notas bajo la puerta preguntando si participaría en las actividades para recoger fondos en favor de los más necesitados y tampoco me postularon para presidenta del comité de convivencia como hacían cada año; ni siquiera me notificaban sus reuniones, algo a lo que tenía derecho por vivir allí; ahora era ella, Sussy, quien organizaba todo.

A lo lejos vi cómo un sacerdote daba las últimas palabras para sellar una unión marital católica. Todo era perfectamente amarillo.

—No te preocupes​, nena, sabemos lo ocupada que vives —me dijo un día que llegué a casa y por casualidad los vi reunidos en el salón social del primer piso.

Recuerdo haber pensado: “Dos meses y es el centro de atracción. Falta que me quite mi empleo y hasta sin novio me deje. ¡Esta y sus amarillos!”.

***

Era un bonito día como aquellos en los que crees que ni la lluvia arruinaría tu peinado, me decidí a salir de casa después de estar meses encerrada tratando de reorganizar mi vida y después de haber renunciado a la esclavitud de mi trabajo. Tiré a la basura las pastillas de fluoxetina que guardaba en mi mesa de noche y dije adiós a la irrealidad en la que me tuvieron todo ese tiempo. Encontré aquel lindo vestido azul que había comprado en uno de los locales del centro histórico y del que me enamoré apenas lo vi, me lo puse y creí en aquello del color confabulando a mi favor.

Caminé largo rato cerca de la bahía pensando en que quizá la teoría del color no iba con la del príncipe azul. A lo lejos vi cómo un sacerdote daba las últimas palabras para sellar una unión marital católica. Todo era perfectamente amarillo, las flores, los vestidos de las damas de compañía. Los novios. Él y ella desprovistos de culpas y llenos de amor. Quise acercarme pero una multitud de personas me cerró el paso… Sólo quedaron sus huellas sobre la arena. Y pensé, sin lugar a dudas, azul y amarillo no son compatibles.

Ivonne Plaza Rojas
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