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De zoologías y años que terminan

martes 13 de febrero de 2018
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Antier al mediodía, viernes, llegaron con el chivo y lo amarraron en el patio vecino de mi casa mientras iban por el cuchillo de carnicero con que pensaban dar el primer paso en el proceso de convertirlo en carne asada para gloria de sus estómagos, o bien para matar a punta de colesterol el año viejo y hacerle carantoñas al nuevo. Como si comiendo enloquecidamente, emborrachándose y diciéndose feliz año los políticos, industriales, militares, curas y abogados (cinco de mis siete jinetes del apocalipsis, usted ponga otros dos tomados de los cientos de bellacos que existen) fueran a deponer sus odios, a cesar su corrupción y dejarnos vivir en paz y con justicia.

Era veintinueve de diciembre y todos, menos el chivo que no entiende de años que terminan, estaban exultantes y hambrientos. A lo mejor cada uno tenía ya entre pecho y espalda media botella de aguardiente y en su mente se cocinaban ideas filosas respecto al año nuevo de la víctima que traían consigo. Con seguridad el animalito tenía hambre y ni se le había pasado por la mente igualarse con los humanos e ir por un cuchillo para asar a uno de ellos. Yo, recién llegado y muy poco al tanto de las costumbres navideñas del lugar, los miré como una parte móvil del paisaje, y al chivo como se mira la lámina de un álbum de zoología, con cierta vegetariana indiferencia. Aclaro que soy uno de los carnívoros que compramos la carne empacada al vacío, limpia y exenta de signos de violencia, cuando cocinamos, o vamos al restaurante y pedimos el churrasco bien asado y sin vestigios de sangre ni grasa adherida. ¡Hay familias así!

Sobra decir que el chivo era mudo porque yo, a cinco metros escasos de su lugar de cautiverio, pasé una noche sin sobresaltos.

Mientras iban adonde el carnicero mayor a que les prestara el acero preciso para el ejercicio de su momentáneo objeto social, el chivo me observó y entre la luz marrón de su mirada cautiva vi la primera gota gorda del aguacero que se venía. Y que cayó. Por allí, durante el resto del día no volvió a aparecer ninguno de los matarifes. Ojalá el chivo haya levantado la cara al cielo y con la boca abierta recogido algo de agua lluvia, porque ninguno de sus captores recordó venir a calmarle la sed. Mea culpa: a mí tampoco se me ocurrió pues desde que dejé de asistir al circo, hace unos sesenta años, no tengo contacto alguno con la fauna, como no sea cuando me limpio el excremento de perro que piso en la calle gracias a la indiferencia delictiva de quienes sacan sus mascotas a cagar en la vía pública o los dejan medrar al libre albedrío de sus esfínteres. Debería existir una ley que obligue a los dueños de mascotas a dedicar un poco del área de su casa como inodoro animal porque, como dice el Trío Matamoros, “el que siembre su maíz que se coma su frijol”. Pero bueno, cada cual duerme con su conciencia y está en su derecho a utilizar cualquier recurso para vencer la soledad, obviamente, hasta donde comienzan los derechos de quienes sufren de asco y anhelan dar un paseo por las calles sin riesgo de untarse de popó canino.

Sobra decir que el chivo era mudo porque yo, a cinco metros escasos de su lugar de cautiverio, pasé una noche sin sobresaltos, y también gracias a que ya había terminado el tiempo de la novena de aguinaldos cuando, por orden del cura párroco, una fanfarria de carros pasaba a las cuatro de la mañana pitando demencialmente para anunciar que esa noche en el barrio tal o cual se rezaría la novena y todos, trasnochados o con el amor sin terminar de hacer, por el susto, estábamos cordialmente invitados. Ora pro nobis.

El sábado salí temprano hacia la panadería en pos de mi desayuno y la futura víctima me saludó. Meeee. Había dejado de ser mudo. Era un chivo de pelamen café con manchas blancas y, ahora que lo pienso, se notaba acostumbrado al cruento destino que se le avecinaba, aunque él y yo aún no teníamos certeza total. Probablemente ya éramos amigos, con esa clase de amistad que se forja entre los vecinos que acaban de conocerse y, gracias a la inseguridad citadina, ignoran cuánto tiempo estarán juntos. Creo que no tenía cachos, o sea que, de cierta manera, era un calvo en vías de extinción.

De vuelta de mi desayuno el tendero del barrio, copropietario del lote que se ve desde mi ventana y sirve de hospedaje de víctimas, me dijo que su hermano y un amigo habían traído un chivo para matarlo en la fiesta de año nuevo y no habían podido degollarlo ayer por lo del aguacero. Prefirieron meterse entre un aguacero de aguardiente y pospusieron la barbarie. Que se lo iban a llevar, dijo para dorarme la píldora, a matar por ahí en otro sitio y que le pagarían al cocinero del hotel para que lo asara.

Pero qué va: después de despedirme del tendero marché a mi casa pensando sobre qué me iba a poner a escribir, y nomás entrar escuché el ruido de una conversación sin balidos de chivo (si yo fuera un chivo y balara, convertiría mi balido en bala para defenderme de mis victimarios). Levanté la vista y los vi: eran siete, a saber, cuatro tipos, una señora, un adolescente y una masa de carne cruda que colgaba de un marco que habían enterrado en el césped, patas arriba y sin pellejo. Se notaban contentos, menos el chivo, que ya no era de este mundo. Había una pasión sangrienta en la danza macabra que ejecutaban. Yo bajé la vista horrorizado, salí corriendo hacia mi casa, cerré puertas y ventanas y puse el equipo de sonido a todo volumen (creo que me salió una melodía nazi de Richard Wagner, apologista del holocausto de la segunda guerra mundial, que no me disgustó porque en todo caso me libraba de escuchar las conversaciones aguardentosas y sádicas de afuera. En ese momento imaginé que Wagner nunca pensó que muchos años después los judíos iban a matar palestinos a lo loco y su música no iba a celebrar nada).

Esta tarde de domingo, con seguridad, en los alrededores de la tienda habrá una asonada de parientes del tendero comiendo chivo asado, bebiendo cerveza y escuchando “chucuchuco ventiado”.

Media hora después todo quedó en silencio y me atreví a mirar por la ventana. Nada. Ya no había huellas de humanos o animales. Habían dejado todo limpio y marchado con su cadáver a otra parte.

Y ahora el colofón que imagino: esta tarde de domingo, con seguridad, en los alrededores de la tienda habrá una asonada de parientes del tendero comiendo chivo asado, bebiendo cerveza y escuchando “chucuchuco ventiado” (léase música vallenata orquestada con bombos y platillos) y rancheras de vena cortada. Y cuando regrese de almorzar, me invitarán a comer un pedazo de cadáver acompañado de yuca sudada, papa salada, ají y cerveza nacional. Entonces, a pesar de mi carnívora condición, me veré en la obligación de rechazar su invitación con el argumento de que acabo de almorzar, que muchísimas gracias, que no me lo llevo a mi casa pues no tengo nevera, que su dios les pague —el mío, los libros, no agradece con palabras audibles sino de tinta—, y algunas otras formas de la hipocresía, cuando en realidad lo que siento es que no puedo devorar a un amigo, a alguien a quien vi, de bulto, esperar la muerte a mi lado, un ser de carne y hueso que durmió velando mi habitual insomnio y por la mañana, en pago, fue sacrificado para celebrar el final de un año feliz y el comienzo de uno incierto, o para exorcizar la sarna de trescientos sesentaicinco días de esclavitud neoliberal y alentar la esperanza de que lo que viene sea menos injusto, peligroso, carnívoro y ebrio.

Amílcar Bernal
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