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Bluebird

martes 13 de marzo de 2018
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El camión, de un azul aplomado, se había estacionado frente a la agencia de motocicletas que se encuentra a unos cincuenta metros de mi departamento, sobre la misma acera. Lo vi de reojo cuando regresaba del trabajo a la hora del almuerzo. Ostentaba las huellas de un viaje largo por quién sabe qué caminos poco civilizados: sobre las defensas, cubiertas de barro seco y espeso, se distinguían apenas las placas de circulación; los asientos del interior habían sido desprendidos para ganar espacio y las ventanas sustituidas por jirones de colores. Sobre el frente delantero, podía leerse claramente el nombre con el que había sido bautizado: Bluebird.

La resaca de los tiempos de la paz y del amor colonizó las playas de mi presente tan pronto reconocí a los dueños del vehículo.

Me sonó a canción sesentera, desentrañó el recuerdo de las decenas de videos, vistos una y otra vez, del legendario concierto en Woodstock, pero jamás logré asociarlo a una letra. En cambio, imaginé a Jimi Hendrix o a Carlos Santana repitiendo: “Bluebird, bluebird” aunque no hubieran conjurado tal imagen.

La resaca de los tiempos de la paz y del amor colonizó las playas de mi presente tan pronto reconocí a los dueños del vehículo. Tres sujetos se preparaban para mantener en vilo una motocicleta prendida a la defensa trasera. Dos mujeres, vestidas con blusas de tirantes y jeans acampanados, completaban el cuadro. Cuando deshicieron la atadura, el peso del armatoste los venció y cayó al suelo. El corte a uno de los hombres alarmó al pleno; mientras uno de los compañeros enderezaba la motocicleta y la introducía a las entrañas del taller, el resto transportó al herido a la delegación de la Cruz Roja que se encuentra a unos doscientos metros, sobre la acera opuesta. Más tarde averigüé que requirió sutura.

Yo dormitaba, recostado en el sillón de la sala; repentinamente, golpearon la puerta y me rehusé en primera instancia a abandonar mi comodidad. La insistencia me alteró a tal grado que de un salto estuve a la distancia óptima para mentarle la madre a quien se atrevía a inquietarme. Después de girar la perilla y preguntar con brusquedad “¿Qué se le ofrece?”, me quedé absorto en los ojos color avellana que me observaban perplejos. La primera impresión de la muchacha no duró demasiado tiempo; transcurridos unos segundos, su mirada se volvió desafiante y dijo: “Relájate, hermano. Nomás vengo a pedirte una marmaja para ayudar a pagar la costura de un colega malherido”. Le ofrecí una disculpa y le pedí que esperara un momento. Instintivamente cerré la puerta y me asomé a la calle unos segundos después, cartera en mano. Se había ido.

Cuarto para las seis abandoné mi departamento para cumplir el turno vespertino que exigían mis obligaciones de funcionario público. El camión había sido trasladado frente a la fachada de una casa deshabitada. Regresé en la noche y continuaba en el mismo sitio. Por la ventanilla postrera de Bluebird distinguí luces y sombras agitándose en su interior. También una cresta de humo que se erguía desde uno de los costados. Dibujaba formas espectrales en la espesura de postes del alumbrado público y cables de alta tensión. Parecía tener voluntad propia, pero atribuí el efecto al viento que soplaba con fuerza a esas horas de la noche y al cansancio de haber estado toda la tarde atento a las tareas de la oficina. Una figura de rasgos felinos se desprendió de la cresta y se aproximó a mí, envolviéndome en arrumacos. Frotaba su lomo y su cola ingrávidos en mi espalda y mi pecho. Daba giros, desvaneciéndose un poco más a cada movimiento. Finalmente, sus efluvios se dispersaron en la noche, una pequeña parte se introdujo en mis fosas nasales.

La música comenzó a retumbar en mis oídos; entusiasmado, decidí acercarme al origen. Venciendo cierta timidez congénita, toqué con los nudillos la portezuela de Bluebird. Me abrió uno de sus ocupantes; robusto, profusamente horadado de la nariz; brazos, pecho y cuello tatuados de cabo a rabo; un paliacate sobre la melena desaliñada, larga como las crines de un caballo, dijo: “Paz, maestro. ¿Qué te trae a nuestra humilde morada?”. Abofeteado por la humareda que había salido del interior con la fuerza de un escopetazo, y la figura imponente que se recortaba bajo el marco, respondí como pude: “La música, hermano, la música…”. Sus dedos, ágiles y gruesos, sostenían un churro al que dio una intensa bocanada. Antes de sonreírme, expulsó el humo con el ímpetu de un vendaval. Después me dio un empellón con la mano izquierda y cerró tras de sí la portezuela del vehículo. El golpe, justo contra el sardinel, me produjo un dolor intenso que me mantuvo en el suelo durante varios minutos. La cresta de humo y la música continuaban escapándose por los intersticios del camión. Las volutas comenzaron a cobrar la apariencia de notas musicales; bailaban entre los cables de la corriente eléctrica como si se tratase de un pentagrama. Poco a poco, observando su lento discurrir, mi cuerpo se fue relajando. Me enderecé tan pronto el dolor cedió. En lugar de enfilar hacia mi domicilio, busqué dónde sentarme y dediqué tiempo a estudiar la inusual partitura. Descubrí que las formas correspondían a la canción que se tocaba desde el interior. Durante mi juventud, había cursado tres semestres en una escuela de música, por lo que no me resultaba ajeno aquella escritura. Stairway to Heaven, Since I’ve Been Loving You, Heartbreaker, de Led Zeppelin; Wish You Were Here, Shine on You Crazy Diamond, Another Brick in the Wall, de Pink Floyd, y Satisfaction, Gimme Shelter, Can’t You Hear Me Knocking, de The Rolling Stones, fueron algunas de las canciones que leí y escuché con deleite. El concierto rondaba ya las dos horas.

Bajé la mirada y descubrí que varios de mis vecinos se habían congregado en las aceras, pórticos y balcones para escuchar.

Sentada junto a la evidencia del delito, sobre la cama, relajó el cuerpo y arremangó por encima de las rodillas la falda gitana con la que vestía ahora.

Las multitudes siempre me han abrumado; aquella no fue la excepción. Sentí que la atmósfera se había vuelto opresiva. Resuelto a escapar de ella, quebrantada la privacidad de un evento que, a mi pesar, tenía todas las características de estar dirigido al gran público, me encaminé al departamento. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, al disponerme a introducir la llave en la cerradura, descubrí que habían forzado la puerta. Empujé con los nudillos el batiente, procurando no hacer ruido. Me sumergí en la penumbra de la estancia. Por las persianas entreabiertas se introducían serpentinas de luz; recortaban de manera imprecisa el contorno de los objetos. Esto propició que tropezara con la esquina de un sillón y me hiciera trizas el dedo meñique del pie izquierdo. Tuve que contener el grito para no alertar al invasor de mi presencia, en caso de que aún estuviera registrando mis pertenencias. No tardó en delatar su ubicación. Había dejado caer algo pesado y estridente en mi cuarto. Seguramente la lata de galletas que tenía por caja fuerte. Me inquieté un poco, puesto que guardaba en ella dos de mis tres relojes, adquiridos con muchas privaciones. El tercero lo cargaba en la muñeca. Me consoló un pensamiento: estaba a tiempo de impedir que se saliera con la suya. Del armario de limpieza, dispuesto junto al medio baño de las visitas, extraje un palo de escoba. Siempre y cuando no tuviera un arma de fuego con la cual amenazar, podría detenerle. Me armé de valor, mientras quien quiera que fuera seguía revisando el closet. Asomándome a través de la puerta abierta del cuarto, y protegido por la penumbra, reconocí la sombra invasora; acuclillada sobre mis cajas de zapatos, las registraba una a una, levantando las tapas y zarandeando el calzado. Era una figura menuda, de espaldas estrechas y manos gráciles, que se movían eficientemente. Volvía a dejar todo alineado, para que el hurto no pareciera algo más que un extravío. Alcé el palo de escoba y me disponía a asestar el golpe, cuando mis zapatos rechinaron sobre las baldosas. La sombra intentó ganar la puerta, dándome un empellón. Di de espaldas contra la pared; por segunda vez en la noche, me hallé en el suelo. Logré sujetarle un empeine tan pronto quiso atravesar el umbral. Conseguí derrumbarla, forcejeamos un rato. Pujaba por soltarse; finalmente, la sometí. Sus greñas impedían verle el rostro. No pude reprimir el asombro al encender la luz.

Los ojos color avellana me miraban, nuevamente, con expresión desafiante. “Déjame ir, maestro”, dijo: “Esto es secuestro”. Arrebatándole una suerte de morral, y extrayendo de su interior mis dos relojes, ocho mil pesos en billetes de quinientos que no eran míos, y algunos otros objetos de valor, dije: “Y lo que tú haces se llama robar”. Agregué que llamaría a la policía y ella se tranquilizó. Sentada junto a la evidencia del delito, sobre la cama, relajó el cuerpo y arremangó por encima de las rodillas la falda gitana con la que vestía ahora. Recordaba haberla visto por la tarde con blusa de tirantes y jeans acampanados. No tardé en comprender a qué se debía este cambio de indumentaria y le seguí el juego. Dos años en una Agencia del Ministerio Público me habían hecho perspicaz en materia de delitos. No hacía otra cosa que levantar actas y turnarlas a los funcionarios competentes, pero redactarlas y transcribirlas me resultaba instructivo en lo relacionado a entramar conjeturas.

Su mirada se había vuelto sugerente y yo pensé que, de todos modos, valía más pasar la noche con una bella chica que esperar a la policía y exponerle mi versión del asunto. ¡Adelante! Vi cómo me mirabas en la tarde, y veo cómo me miras ahora, parecía decirme con aquellos ojos que me oprimían el pecho. Acepté la invitación. Después de hacer el amor, mientras dormitaba junto a mí y su cuerpo se estremecía suavemente al ritmo de una respiración pausada, repasé uno a uno los acontecimientos de la jornada: el accidente con la motocicleta no había sido más que la justificación para permanecer en el vecindario y visitar las casas, y para determinar algunas señas generales como si había en éstas algo de valor, cuántas personas vivían en cada domicilio, cuál era su sexo y edad promedio, con la única intención de preparar las incursiones nocturnas mientras en el exterior se montaba una distracción infalible. Por supuesto, una ejecución con tantos riesgos requería una maniobra de escape; el destello de lujuria que se manifiesta en mis ojos cuando miro a una mujer hermosa les había indicado en mi caso la mejor manera de salir bien librados.

Supe que a Bluebird le habían abierto las alas y le hacían emprender el vuelo.

La dejé irse con mis relojes y el resto de su botín. La música tenía rato de haberse detenido, los vecinos ya se habían retirado de los balcones y entrado a sus casas. Bluebird siguió estacionado varios días más frente a la casa abandonada. Durante aquel tiempo, los vecinos estuvieron confesándose las desapariciones de objetos de valor y de dinero. Padres culpaban a los hijos y viceversa, por tocarse las cosas y no volver a dejarlas en su lugar. Pude escuchar, por los gritos que daban, varios de aquellos pleitos. Alguno incluso se atrevió a echarle la culpa a las travesuras de un duende y, por supuesto, a los ocupantes del camión estacionado frente a la casa abandonada (no directamente sino por una suerte de habilidad sobrenatural, algo por lo que no podía acusárseles legalmente y por lo que, con toda seguridad, un secretario de Agencia del Ministerio Público como yo podría reírse abiertamente, en caso de que alguna persona tuviera la ocurrencia de presentarse a levantar la queja con testimonios tan volátiles).

Se marcharon tan pronto les entregaron la motocicleta y liquidaron sin dificultades el costo de las reparaciones. Con el armatoste bien atado a la retaguardia de Bluebird, emprendieron la marcha una mañana de pocos vehículos circulando sobre la avenida y un tenue relente empañando el perfil de las casas y automóviles estacionados. Yo estaba sentado en mi reclinable, bebiendo café. Advertí el sonido ronco del motor; aunque hasta entonces no había tenido la oportunidad de escucharlo, supe que a Bluebird le habían abierto las alas y le hacían emprender el vuelo.

Los habitantes del vecindario no terminaban de aceptar aún sus respectivas pérdidas.

José Raúl Lamoyi
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