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Los pequeños caníbales

domingo 3 de junio de 2018
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Aquella mujer que se aparecía en la ventana a fregar los platos, había desaparecido, pero nadie se había preocupado. Sin embargo, dos personas estaban al tanto.

Ambos se encontraban observando la tosca bolsa oscura donde escondían el crimen. Se miraban el uno al otro, nerviosos, con el corazón retumbándoles en sus pechos, con la piel alba.

En ese instante, no les importó que los fueran a castigar.

Uno de ellos sintió remordimiento al punto de casi confesarlo todo, pero el otro le convenció de no hacerlo. Habían planeado la fechoría desde hace mucho tiempo, añorando consumarla lo antes posible. De hecho, se aseguraron de no dejar huellas y dejarse las palmas pulcras. Se visualizaban hincándose al suelo, buscando desesperados con las manos los restos del cuerpo del delito, deslizando sus dedos hasta el último recoveco y cerrando sus puños tomando una generosa porción. Despojarían cualquier envoltura que les impidiera percibir ese auténtico sabor prohibido y deleitarse con él. Pero ahora se sentían incapaces de hacerlo. Miraban a sus flancos, temerosos de que alguien los descubriera. Uno de ellos bajó las escaleras para confirmar que no había nadie en casa. Cerró con pestillo y corrió las cortinas de todas las ventanas. Dio orden al otro de que bajara con la bolsa. Fue directamente a colaborar con el traslado y para retirar los muebles que estorbaran. Con mucho esfuerzo giró el pomo de la puerta que llevaba a la pequeña bodega, a la que ya nadie concurría, y una vez dentro la asentaron en un rincón desolado, perforaron y rompieron el saco con sus uñas hasta poder arremeter contra el banquete. Se degustaron primero con los dedos.

En un orificio en la pared, los ratones esperaban ansiosos los remanentes.

Uno recolectaba las palanquetas, los pirulís y las obleas. El otro las frituras y los tamarindos. Habían saqueado los dulces de la piñata de su hermana, que su madre se había esmerado en esconder en el armario, esperando encontrarlos íntegros cuando regresara del mercado.

En ese instante, no les importó que los fueran a castigar. Miraron sus caras repletas de azúcares, se rieron y continuaron llevándose las golosinas a la boca, masticando sin compasión de sus muelas picadas.

Rubén Santos Herrera
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