XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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El Quemado

martes 4 de junio de 2019

Ya habían pasado las siete cuando el camión de bomberos llegó y apagó las llamas. Tardaron exactamente noventa minutos en apagar la pira. Las astillas flameantes del pórtico salieron despedidas a una gran presión que a menudo rozaban la manguera, le causaban fisuras por donde escapaba el agua y retrasaban la labor.

A las dos de la tarde, bajo los escombros, encontraron lo que parecía ser un cuerpo, pero estaba en tan mal estado que parecía un pedazo de colchón chamuscado.

Cuando al frente sólo quedaron pequeñas ascuas, un bombero se puso detrás de la puerta y, en un movimiento sigiloso, la abrió. Los que estuvieron presentes empezaron a describir el escenario como la entrada al infierno. No pasó un segundo cuando la combustión encontró salida y se propagó al jardín, quemando los cembros y arbustos que ardieron sin premura. El hombre que estaba detrás de la puerta no logró salvarse del reparto, y ante el calor consumiéndole la piel empezó a rodar en el suelo; en la casa, se apreciaba el margen de madera cayendo en pedazos, y más al fondo, entre los tonos de amarillo rutilantes, apareció: era una persona, lógicamente ya muerta, pero inexplicablemente erguida. No se le veía el rostro con claridad, pero una vecina, de edad entrada, reiteró una y otra vez, en la fiscalía, que aquella cosa la observaba. No eran ojos, eran dos pequeñas llamas, pero se movían de aquí para allá. Esa casa estaba endemoniada, y el dueño también, por eso la quemó, y se quemó, alcanzó a decir. Cuando cesó el fuego de toda la casa, los rescatistas hicieron un rastreo rápido y, al no encontrar nada con vida, salieron como entraron, por temor a que la estructura se fuese a derrumbar, que es lo que todos estaban esperando, pero no ocurrió.

Fue hasta el día siguiente, muy temprano, cuando hicieron una segunda búsqueda. Muebles achicharrados, ratones calcinados y barandas de hierro fundidas. A las dos de la tarde, bajo los escombros, encontraron lo que parecía ser un cuerpo, pero estaba en tan mal estado que parecía un pedazo de colchón chamuscado, hasta que encontraron, más abajo, un cráneo deformado, despedazándose, con algunos dientes todavía colgándole. Esa fue la noticia de la semana, pero llegó por abonos. Lunes: encuentran cuerpo en casa que entró en llamas. Martes: aún no se sabe si el incendio fue causado. Miércoles: el cuerpo podría pertenecer a su propietario, las pruebas de ADN rescatadas lo confirmarían. Jueves: es oficial, el cuerpo pertenece al dueño de la casa. Viernes: la policía investiga si el incendio fue causado o no. Sábado: recopilación de los diversos testimonios de los vecinos afirman que aquel hombre se inmoló por cargar con la culpa de haber cometido un acto nefando, otros sostienen la versión policial de que un enemigo debió haberle causado tal tragedia. Domingo: todo señala que el incendio fue causado. Se levanta alerta para encontrar al criminal. Tome medidas preventivas y no deje a sus hijos menores solos en casa.

Nadie logró encontrar al malhechor, y los incendios se apaciguaron en las residencias, pero continuaron en los parques y en las zonas boscosas y descampadas a las afueras, donde se reportaban alrededor de cuatro a cinco casos a diario. Ante el descontento social, la policía empezó a culpar a los grupos vandálicos del sur de la ciudad, a los pelotones díscolos de estudiantes revolucionarios o a posibles jóvenes que abusaban de las anfetaminas y tripis; por su parte, el inspector al cargo, después de trece años de servicio, empezó a creer que tal vez la historia de El Quemado podría ser cierta, pero a última hora se rehusó a creer en ello.

Su aversión innata hacia el mal, que había adquirido en su oficio con el paso de los años, hizo que tomara una resolución.

Las leyendas urbanas nunca resultan ser ciertas, ¿verdad?, se preguntó a sí mismo para reforzar su confianza, aunque en vez de ser una interrogante resultaba más una especie de afirmación para él.

Al día siguiente, en su ronda vespertina, antes de que cayera la noche, el inspector encontró en la misma casa quemada a un hombre intentado encender una cerilla para arrojarla en una pila de maderas semiconsumidas, aparentemente bañadas de thinner y petróleo. Intentó detenerle, pero sólo logró que se apresurase más, y en uno de los intentos, que lograra encender el cerillo y lo arrojara.

Aquel hombre desconocido corrió y se resguardó en el edificio, no sin antes mirarle fijamente, con odio, sin pestañear, mientras todo empezaba a arder a su alrededor. El inspector llamó a través de su transmisor a la central y luego a los bomberos. Estudió la amplitud de la quema y creyó que aún quedaban minutos suficientes como para ir tras el sujeto y apresarle; sin embargo, cuando quiso entrar, éste se le plantó en la entrada de la casa. El inspector empezaba a acercarse cada vez más a él, con las esposas prestas, pero había algo que terminó por infundirle desconfianza, y esto provocó que retrocediera, además del aparente techado a medio colapsar por la creciente ignición. No tenía el conocimiento exacto de qué era, pero su aversión innata hacia el mal, que había adquirido en su oficio con el paso de los años, hizo que tomara una resolución. Giró el cuello y el cuerpo para percatarse de que afuera no hubiese todavía ningún vecino curioso, porque era apremiante que no hubiera ojos que lo estuviesen monitoreando. Una vez confiado, y de forma tajante e inevitable, le aporreó la puerta a aquel hombre en la cara, y después la trancó. Salió corriendo y, aunque escuchó cómo toda la construcción se venía abajo, no volteó a ver, ni se arrepintió de su decisión: nadie en este mundo debía entrar en esa casa, o lo que en ese entonces fue la casa de El Quemado.

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