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Secuela

sábado 23 de junio de 2018
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En la televisión anunciaron la llegada de un frente frío con vientos de moderados a fuertes. Tomó la escoba y antes que los cantos de los gallos se fueran a dormir por el inevitable amanecer, estaba lanzando de acá para allá las hojas que el árbol de mango, fijo en el centro del patio, soltaba abundantemente.

Vio la pequeña bola de béisbol en un lado del árbol y un calosfrío la recorrió como una anaconda que le apretó hasta los gritos cuando se percató de que la misma esfera ahora la miraba en otro punto de la yarda que limpiaba.

—Esto no es de Dios —pensó. La bola se había movido. Y ella no creía que fuera el viento.

Abandonó todo y salió en busca de ayuda espiritual en la parroquia del pueblo.

El padre Tilo no terminaba de convencerse sobre la pena que la mujer, Altagracia, reconocida beata y comisaria de la Cofradía de las Santísimas Lágrimas de la Virgen de Fátima, le refería entrecruzando las manos.

—Una cosa es lo que creas, Altagracia, pero otra, es lo que realmente sucedió —dijo para entrarla en razón del error que podría estar cometiendo.

—¡Ay, padre Tilo, su falta de fe en lo que le digo me está costando más que el mismo susto que me sorprendió en ayunas!

Altagracia rodeó con la mirada la oficina curial, poblada de imágenes religiosas, crucifijos de oro y plata y diversos cuadros con escenas del Evangelio.

El hombre de sotana se contuvo de insistir para no incomodar a una generosa cristiana que nunca ponía reparos en ayudar en cualquier necesidad de la iglesia, pero no le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.

—¿Qué quieres probarme, Altagracia?

La mujer adoptó la franqueza que le conocía cuando lideraba a las servidoras de las Urnas del Santo Entierro de la Semana Santa.

—Estoy segura de que es un presentimiento, padre Tilo.

El oyente no era alguien que se dejaba sorprender con revelaciones extrasensoriales, como los que asumían a prueba de vida los que juraban que miraban la imagen de un ángel en un huevo estrellado o de los que gritaban que los serafines y querubines les confiaban datos más importantes que los rollos del mar Muerto, sin embargo…

—¡Presentimiento!, ¿de qué hablas?              

Altagracia rodeó con la mirada la oficina curial, poblada de imágenes religiosas, crucifijos de oro y plata y diversos cuadros con escenas del Evangelio, y se felicitó por el trabajo de higiene que realizaba en días alternados, y volvió su vista a él.

—Algo terrible está por ocurrir en el pueblo, padre.

El hombre ejercitó sus ojos en la misma dirección que ella los había soltado, por si notaba algo fuera de lugar en las estampas espirituales que le permitiera comprender sus palabras.

—¿Hablas de un terremoto o una inundación? Porque ninguna de las dos cosas es extraña en el pueblo, y algunas veces, han venido hasta juntas.

—Ojalá eso fuera, pero estoy segura de que es algo más grave, tenga cuidado.

Después de la advertencia o del consejo, lo que no pudo distinguir con facilidad y que lo dispuso a una actitud pensativa y para no alargar más la estadía, solicitando explicaciones, la mujer se levantó pidiendo la bendición del religioso, la que no le negó y la despidió con un enorme silencio que después le resultó cansado.

Y tan cansado quedó que dejó que el sacristán veinteañero de ojos de sol, que recién se había casado y regresaba de su licencia matrimonial (porque él no creía en eso de la “luna de miel”, “ni astro rey, ni cometa o algún otro elemento del cosmos que se vinculara con la vida de los casados”), oficiara las misas matutinas y vespertinas y hasta que negociara con un equipo de filmación que llegó para hacer tomas de la casa de Dios y del resto del lugar.

De lo cual no se enteró de los detalles, sino por medio de Altagracia, hoy en su oficina a la misma hora de ayer.

—Se lo dije, padre Tilo, pero no me escuchó.

Pero ahora el pastor no mostraba la paciencia que le dispensó un día atrás.

—¡Hablas como insensata! ¡Escuché todo lo que dijiste sobre tu temor!

—No sólo era por mí, era por todos. Tener sesenta años la hace menos egoísta a una con la vida, por eso vine con usted, porque es el responsable de guiarnos en medio de este valle de pasiones, de maldad, de vicios y muerte…

—¡Eso es lo que hago, Altagracia! —la interrumpió el presbítero molesto—, ¡si hablas de edad te esperan diez años que cargo más y treinta de estar ante el altar del templo de la Virgen de Fátima, y siempre he querido bien a mis ovejas!

—Entonces, por lo que ha hecho, debo pensar que ya se cansó de pastorearnos —sentenció.

El padre Tilo se puso en pie amenazadoramente.

—¡Explícate y por las once mil vírgenes que forman los coros celestiales que si no me compruebas lo que estás señalándome, en este mismo instante envío una nota de excomunión a Roma por tu atrevimiento!

Altagracia no se inmutó por la amenaza.

¡Padre Tilo, usted es un heraldo de Satanás!

—Usted ya se justificó en su edad y por eso lo comprendo todo, es un anciano desesperado por que se cumplan las profecías y, como tardan en llegar, ha decidido pasarse al bando enemigo.

—¡Te estás volviendo una hereje y no pienso retrasar el cumplimiento de mis palabras! —abrió una de las gavetas del escritorio y extrajo una página membretada que llenó a manuscrito.

Impasible siguió mirando a aquel ser inclinado sobre la página que garabateaba, y le espetó:

—¡Padre Tilo, usted es un heraldo de Satanás!

Ya no había paciencia y la poca que pudo quedarse rezagada en su vestimenta se terminó al gritarle al sacristán que llegara a sacar a esa mujer.

Cuando Altagracia lo miró entrar también lo señaló como uno de las huestes que abren las puertas del averno a las almas pecadoras que se forman para enfrentar los tormentos demoniacos, y retribuir con eso algo de la maldad que sembraron con sus faltas en los demás.

—¿Qué ocurre? —preguntó el recién llegado, mirando a ambos.

—¡Altagracia se ha vuelto loca!

—¡No, señores, y ambos responderán por sus actos serviles en los hornos más ardientes que el diablo dispone para sus férreos colaboradores!

El sacristán, sorprendido ante semejante juicio, volvió sobre ella:

—¿De qué me acusa?

Altagracia lo señaló con su dedo índice diestro imperativamente:

—¡Te acuso del pacto que hiciste con los hombres de las cámaras!

—¿Las cámaras? —inquirió el padre Tilo—. ¿Qué cámaras? —mirando a su colaborador.

El interrogado sonrió.

—¡No te burles de la voluntad de Dios, lobo rapaz disfrazado de oveja! —dijo Altagracia.

—No me burlo, Altagracia, lo que ocurre es que está confundida —respondió.

—¿De qué se trata? —intervino el superior religioso.

El sacristán tomó aire y más relajado comenzó.

—Usted —señalando a su jefe— me asignó que asumiera sus responsabilidades, por lo que oficié las misas y luego se presentaron por la tarde unos productores de cine para que les permitiera filmar en el altar, y a cambio de eso nos harán un fuerte donativo que podría servirnos para remodelar la fachada o reparar el campanario y con suerte nos sale para una nueva campana.

Altagracia miró sorprendida al padre Tilo.

—Entonces, ¿no lo sabía?

—Creí que se trataba de National Geographic —respondió el anciano.

—Pues no —agregó el sacristán—, se trata de una compañía de Hollywood, padre Tilo, se imagina, nosotros en la televisión, será una sensación, porque eso sí, pedí que nos dieran protagónico a usted y a mí.

El padre Tilo rompió la página que tenía en sus manos y lanzó sus partes al cesto junto al escritorio.

Por favor, Altagracia, no seas tan dura con él, ten a cuenta su juventud. Habla, muchacho, de qué trata la película.

Altagracia, apenada, retiró sus expresiones sobre el hombre de Dios.

—No te preocupes, hija, esto no es más que una confusión, pero a ver, tú dijiste que esto tenía que ver con un servicio a Satanás, ¿y cómo es eso posible?

—Padre Tilo —dijo—, lamento lo que dije sobre usted, ya que fue sorprendido por este gemelo de Judas y sobrino de Caín…

—Óigame —pidió el sacristán—, ya fue suficiente, ya expliqué de qué se trata la filmación…

—No lo ha explicado —interrumpió ella—, por qué mejor no se lo cuenta al padre Tilo para que comprenda la aberración que usted ha cometido en su enorme ignorancia.

—Por favor, Altagracia, no seas tan dura con él, ten a cuenta su juventud. Habla, muchacho, de qué trata la película.

El interpelado ya empezaba a mostrar su enfado contra la mujer que lo acusaba sin piedad.

—Se trata de una película familiar —dijo entre dientes.

El padre se volvió a la mujer.           

—Ves, ¿qué hay de malo con las películas familiares? El mismo Vaticano nos ha girado instrucciones de no oponernos a ese tipo de solicitudes porque nos permitirá traer en el futuro a ovejas descarriadas o reafirmar la espiritualidad de los creyentes que se mostraran satisfechos por ver en la pantalla los edificios que albergan y recitan la palabra del Creador.

—¡Ay, padre Tilo!, ahora pregúntele cómo se llama la película.

El hombre obedeció.

—Me contaron —dijo más animado por las palabras de su ordenante— que se trataba de una secuela de una que hicieron por 1968.

—¿En serio? —intervino su jefe y, mirándola, le dijo:—, seguro se trata de alguna película clásica que quieren rescatar del olvido y que sería muy bueno que todos los productores de Hollywood los imitaran para que no inundaran de tantas malas películas el cine.

Altagracia sonrió sarcásticamente.

El padre Tilo no comprendió y sonrió complacido.

—Me hubiera gustado que me nombraran obispo —confió— o por lo menos que me titularan como monseñor, pero el tiempo se fue y nadie se fijó en mí. Soñar con formar parte del Colegio de Cardenales casi es imposible, a mi edad, ya no sirve de mucho y la realidad es que dentro de poco tampoco seré de mucha utilidad, así que aparecer en una cinta predicando a mi comunidad, hacerles comulgar con Cristo, no deja de ser un buen premio de consolación… ¡estaría siempre allí!

—Eso —apuntó el sacristán— no aparecerá.

—¿Por qué razón? —cuestionó extrañado.

—Me dijeron que ellos nos dirán las cosas que quieren que hagamos.

—Tienes razón —respondió sonriendo—, ellos son los productores, y bien ¿cuál es su nombre?

—¿De qué?

—¡Muchacho, de la película!

Pensando.

—Tiene que ver con un bebé, es lo único que recuerdo.

Altagracia carraspeó.

El padre se volvió a ella.

—Supongo que sabes el nombre.

Asintió.

El bebé de Rosemary crece —respondió.

El padre Tilo se llevó las manos a la cara llena de piel amontonada y pudo pronunciar con la misma claridad de un día de verano: “Diablos”.

—¿Es la película que creo? —preguntó encolerizado.

Nuevamente Altagracia asintió y le mandó un “sí” y agregó:

—Aquella era El bebé de Rosemary, pero hoy se trata de la continuación, porque hicieron otra que se llamó ¿Qué pasó con el bebé de Rosemary?, pero a los adoradores de Lucifer no les agradó el desarrollo de la historia y han vuelto a la carga con una más pecaminosa que manifieste la grandeza del devorador de almas.

Sacó su rostro del hueco de sus manos y furioso le gritó al joven sacristán:

Ahora el sacristán sonreía maliciosamente; ellos le miraron inquietos un rostro de ojos amarillos profundos y pervertidos.

—¡Eres el atalaya del diablo! ¿Qué pretendes hacer en este templo de la divinidad, engendro del mal?

—Usted lo autorizó, padre —respondió el subalterno.

—¿No entiendes? ¡Estás haciendo que mi entrega a Dios se desmorone por tu impertinencia, que incline mi vejez al enemigo número uno de nuestro Padre!

Altagracia casi sintió lástima por el hombre que minutos antes estaba dispuesto a expulsarla de la congregación en la que había nacido y sus padres le habían instruido en la doctrina, sacramentos y ritos propios de la fe que profesaba, pero no estaba dispuesta a ceder para complacerse a sí misma, sino que debía evitar que esa raíz del mal que intentaban sembrar, arrancarla o destruirla para que no volviera como la ponzoñosa maleza que acaba con los buenos cultivos y se apropia violentamente de los terrenos.

Altagracia dirigió su atención al muchacho.

—¿Tú no sabes de qué tratará la película?

Él negó. Ella no le creyó.

—¡Vaya, qué buen religioso resultaste para el cargo que el padre Tilo te encomendó!

El padre Tilo estaba a punto de creerle, pero un calosfrío le succionó la voluntad.

—¿Qué es este frío demoniaco? —se interrogó a sí mismo, mientras se agitaba su respiración y Altagracia miraba con terror el temor del sacerdote reflejado en movimientos involuntarios en el cuerpo como un poseso de Parkinson.

Ahora el sacristán sonreía maliciosamente; ellos le miraron inquietos un rostro de ojos amarillos profundos y pervertidos que les resultaba extraño, mientras las luces de la mañana desaparecían y una pequeña bola de béisbol en el patio de la mujer se movía en completa libertad en todas las direcciones posibles del lugar.

Luis Alfredo Castellanos
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