Otro día en el subterráneo. La gente se atiborra en las compuertas y sobresale un gran pedazo de ellos. Quiero entrar pero eso implica empujarlos y comenzar una riña. Prefiero evitar las riñas y esperar el próximo o tomar el que lleva la dirección contraria hasta que regrese de nuevo. Son las seis y entro a las ocho al trabajo. Todavía hay tiempo. Pero en un giro inesperado de las cosas, una dama se mueve regalándome un resquicio a sus espaldas. Quedé inserto como una pieza de lego en su estructura. Y qué estructura. Me quedé rígido. Tenía temor de moverme y que mi alter ego se levantara de su largo reposo. No sé si les dije que me separé de Rebeca desde que supe lo de la niña. La niña, recuerdan, la bebita que resultó no ser mía, como los otros chamos, qué estupiñán fui. Así que la evocación de un cuerpo de mujer me resultaba como un distante susurro del viento.
Mi estación quedó atrás y creo que también la de ella. Pensaba que terminado el recorrido saldríamos al hotel más cercano.
Y como suponen, estaba de a toque. Por eso cuando la muñequita de lego comenzó a moverse, Rupert, voy a ponerle Rupert a mi alter ego, experimentó la transformación de míster Hyde. Se imaginan. Torcí mi tronco velozmente para evitar que ella notara a Rupert, pero fue inevitable. Yo ni siquiera moví un músculo del rostro para no parecer cómplice. Fue culpa de la poca movilidad, por supuesto, y de las oscuras debilidades de ya saben quién. Esperé unos segundos… Su respuesta debía ser algo como: “¡Quita tu mugroso miembro de mi trasero, maldito sádico!”. Pero eso no vino… Por momentos no entendía si los choques de acoplamiento se debían a impulsos involuntarios debido al tren, o al frenesí lascivo. Ella lo disfrutaba, estaba claro. Se puso inquieta, sudorosa, ladeaba el rostro y miraba mis ojos como diciendo: “Bajémonos de aquí, extraño… No te conozco… Pero bajémonos en la próxima estación…”. Perdí la noción de las estaciones, y mucho menos que debía llegar al trabajo. Tuve la idea de que la gente sospechaba algo, sobre todo la más próxima. Podían fácil notar la nula separación entre nosotros y quizás algo más. Nos movíamos como parte del otro, y Rupert, abrumado con tanto cariño inesperado, decidió dejarse llevar. Ella ladeó otra vez la cabeza y aprisioné algunas hebras de su pelo entre mis labios. Rupert engordó todo lo que debía engordar hasta encontrar el punto de la comodidad. Le correspondí como pude, lancé una ráfaga de aire por mi nariz para refrescar su nuca brillante… fuuusss… de sudor.
Las trece estaciones que siempre parecen eternas me pasaron cortas. Todo continuaba sucediendo como un extraño cuento de Woody Allen. Mi estación quedó atrás y creo que también la de ella. Pensaba que terminado el recorrido saldríamos al hotel más cercano. En ese estado de excitación poco importa saber nombres. Simplemente se quiere más, y ni modo. En la vida las cosas suelen ocurrir inesperadamente. Qué vaina iba a pensar yo esta mañana cuando cepillaba mis dientes, que me iba a conseguir una muñeca de lego.
Ya todo resultaba demasiado obvio. Nuestros movimientos eran sobreactuados y lo entendíamos. Todo nuestro mundo giraba en el contacto “involuntario”, los tropiezos “accidentales”, los chorros de aire que dirigía a su cuello… fuuusss… Tenía miedo de llegar a un punto en que no pudiera disimular lo que pasaba. La intranquilidad de consumar el deseo. Cómo pueden darse estas vainas a los cincuenta, pensé, y mi boca se carcajeó por dentro, y no sé si alguien escuchó. Pero hice una rápida inspección del entorno, será que alguien me ha visto, dije, déjame ver…, pensé que no, pero sí, una doña escrutó mi posición detrás de la muñeca de lego. Pilló el sudor que me pintaba la frente y el cuello de un brillo sospechoso y la mirada roja de perro famélico, que otros menos incautos lo verían como trasnocho. Pidió permiso para pasar y nos desacoplamos dolorosamente, pero no pasó, se quedó justo en medio, y noté un rictus en su boca. “Esa vaina no la vas a lograr conmigo, degenerado rufián”, masculló; luego soltó otro tanto: “Sádico, perverso, degenerado, es que si esta pobre niña fuera mi hija (hizo una seña transversal con el dedo en su cuello)… rasss… te mato”. Fue cuando las compuertas abrieron y la muñeca de lego salió. La recorrí a través del vidrio, esperando quizás una seña, antes que cerraran las compuertas definitivamente. Por ejemplo una mano levantada diciéndome: “Ven, tontito, corre que te espero”. Pero la doña chasqueó los dedos en mi cara y la ensoñación se convirtió en el versículo admonitorio más largo del mundo: “Te salvas porque esa no es hija mía, desgraciado, si no, te lanzaría a los rieles ahora mismo. Eres un enfermo, ¿lo sabías?… Un verdadero sádico, te recomiendo un loquero, es que hueles a escoria, a sanguijuela de la sociedad, a purulencia soporífera de las alcantarillas… A peste medieval… A sustrato sanguinolento… A rata con sarna… A bicho con rabia… A desecho nuclear… A…”.
En la próxima estación salí para tomar el tren en dirección opuesta; ahora sí llegaría al trabajo. Tarde, pero con dignidad.
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