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La Virgencita de los Remedios

sábado 4 de agosto de 2018
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Tal vez no lo sepas pero un día Encarnita, m’ija, se paró delante de nosotros con el rostro transfigurado. Mi mujer y yo la miramos sorprendidos. No comprendíamos la extraña luz que salía de sus ojos, y de toda ella; tan chiquita, tan delgadita, tan poquita cosa. Pero eso no fue todo. De su boca salieron palabras más dulces que el canto de un cenzontle o de un gorrioncillo; más dulce que el más cantarín de los pájaros.

—He visto a Dios y me dijo que ya no soy Encarnita.

Un silencio pesado, pesado, se apoderó de nuestras lenguas. Mi vieja le preguntó:

Dios me dijo que soy la Virgencita de los Remedios para ayudar a la gente, para darles alivio a los enfermos y aliento a los acongojados.

—¿Quién eres, m’ija?

—Soy la Virgencita de los Remedios, y así han de llamarme desde hoy.

—Pero m’ija —mi vieja insistió—, siempre te hemos dicho Encarnita, ¿por qué nos pides que te llamemos de otro modo?

—Dios así lo ordena, y Él es nuestro Padre, nuestro único Padre.

Cuando la escuché no pude menos que indignarme. Mi niña era mía desde que la puse en la barriga de su madre, una noche que la quise más que ninguna otra, y no pude evitar lanzarle, como si fueran dardos, estas palabras:

—Ha de querer que la pongamos en un nicho, que le prendamos veladoras e incienso; y en un descuido ha de querer hasta una vitrinita de puro cristal pa’ que no le caiga ni una briznita de polvo. Usted ya no va a querer hacer nada ni ayudar a su madre a tortear las gordas ni a moler el nixtamal ni a traer leña pa’ calentar la casa; y hasta se me afigura que el agua que toque va a quedar bendita. Vale más, vieja, que vayamos arreglando una rinconera pa’ que su hija se esté allí de adorno; muy sentadita para que luego vengan los vecinos a rezarle el rosario, y muchas salves, y a pedirle milagritos, porque no vaya siendo que ahora su hija nos resulte milagrosa. Ándale, vieja, hay que empezar a servir a la Virgencita.

—No, padre, usted no ha entendido nada. No tiene que ponerme un altarcito. Dios me dijo que soy la Virgencita de los Remedios para ayudar a la gente, para darles alivio a los enfermos y aliento a los acongojados, y para que aquí mero enfrente construyamos un templo en su honor. Dios quiere un santuario para dar abrigo a todos los que lo necesitan. Padre —agregó—, tengo que trabajar mucho y no haré nada si ustedes no me ayudan. Les recuerdo que al Padre le debemos obediencia y humildad.

—Pero m’ija, qué es lo que quiere que hagamos.

—Usted, madre, cósame un vestido blanco con un manto celeste, igualito como el que tiene la imagen de la Virgencita de Santa María de las Gracias. Hágamelo exactito, madre, y que me llegue hasta los pies.

No pude entender cómo se me bajó la corajina y tampoco comprendí la razón por la que obedecí. Había algo imperioso en aquella voz como de ángeles, como de piedrecillas arrastradas por el agua, como de leña ardiendo. Había algo tan imperioso en su voz que luego, luego, me fui a traer peñascos del arroyo pa’ irlos juntando pa’ levantar el templo que la Virgencita de los Remedios quería.

Ahora que estamos aquí. Tú y yo. Los dos solos bajo el amparo de este cielo sin luna y sin estrellas. En esta noche en la que por fin estás a mi merced, y no puedes salir juyendo de aquí, estás amordazado y preso por estas manos mías, correosas y fuertes, que sólo te han dejado libres los oídos para que puedas escucharme. Nadie impedirá que te cuente la historia de m’ijita, ni el mismito Dios, porque Él me dio las juerzas pa’ agarrarte cuando más desprevenido estabas y que de esta no te escapes.

Desde el día que m’ijita dejó de llamarse Encarnita por órdenes del mismito Padre Eterno, se levantaba al alba y con un canasto salía a juntar yerbas del monte. Las traía húmedas de rocío, frescas y olorosas. Las molía en un metate. Allí bajo la enramada estaba la Virgencita, tan pequeña que sus manitas apenas podían con la piedra. Nunca he sabido cómo la gente se enteró de la gracia de mi hija. Primero llegó un hombre con una pierna tumefacta, apenas podía andar por la hinchazón, parecía que iba a reventarle en cualquier momento; el hombre estaba en un grito de dolor.

Cuando la Virgencita lo vio, lo acostó enseguida en un camastro, en un rincón de la casa. Sus manitas se perdían en aquella pierna cárdena e inflamada, y con habilidad sorprendente le aplicó emplastos de yerbas y lo vendó; le dio a beber infusiones de plantas que sólo ella conocía. El hombre amaneció como si nunca hubiera tenido nada.

Ese fue el principio. La fila de enfermos se volvió interminable. La pobre Virgencita apenas tenía tiempo para comer, y se alimentaba como si fuera un pajarillo: una vez al día. El resto de la jornada era para atender a los sufrientes y hacer sus abluciones al alba, porque la Virgencita andaba siempre pulcra como una gota de rocío.

Para apuración de su madre, la Virgencita fue quedando peor que antes, puro pellejo y huesitos. Se le transparentaban las venas que parecían no cargar sangre sino aquella extraña luz de luna que salía de toda ella. Nomás le resaltaban los ojotes negros como norias profundas que reflejaban un cielo estrellado, en su carita de virgen de porcelana. Así de linda y milagrosa era m’ijita; mi niña a quien no le creí que era la mismita Virgen de los Remedios, pero era verdad, la purita verdad… y tú, ¡¿qué sabías de esto?!, ¡si sólo eres un perro mal nacido!

Allí quedó desquebrajada, cubierta de sangre, como un cántaro roto en pedazos, como si fuera nada, con los ojos vacíos y el cuerpecito helado.

El tiempo pasó, la Virgencita continuó curando a la gente, aliviando sus dolores del alma y cuerpo; y yo seguí juntando piedras para construir el templo que Dios ordenaba. Cada peregrino tenía el mandato de traer una piedra para la iglesia, peñascos que iba apilando en el sitio elegido por Dios. Así mi niña cumplió los doce y era más bonita que la misma Virgen del templo de Santa María de las Gracias, y hasta ese día, lo único que aprendí de ella fue tener una querencia muy honda y muy grande por todos los animales, árboles, yerbas y flores. Pero en aquel día no pude imaginarme que iba a llenarme otra vez de odio, de odio puro, tan frío y filoso como la hoja de una daga, de un verduguillo, de un puñal.

Yo no sabía que iba a llenarme hasta el cogote con este aborrecimiento, del mismo que me empachó el alma, cuando tu padre, Donaciano Mancera, mató al mío por la espalda. Los Mancera siempre han creído ser dueños de tierras y vidas, siempre han creído tener derecho a todo, a ser los primeros. Nomás le piden a Dios que los ponga donde hay, nomás eso. Lo mismo hacen con las mujeres, sobre todo con las virgencitas, como la mía, la que dejaste tirada al fondo del barranco de Las Ánimas.

Allí quedó desquebrajada, cubierta de sangre, como un cántaro roto en pedazos, como si fuera nada, con los ojos vacíos y el cuerpecito helado. ¡Pobrecita, mi niña, cuánto sufriría! Debe haber pasado frío y ¡cuánto extrañaría a su mamita! Tal vez nos hablaba o pediría auxilio, y nadie pudo escucharla. ¡Pobre de mi niñita, tan buena, tan linda!

Pero vas a pagarlo, Lamberto Mancera, hijo de Donaciano. El odio que te tengo no será suficiente para cobrar venganza. Voy a arrancarte la vida a cachitos. Te haré sufrir hasta que canten los gallos en la madrugada. Después, antes del alba, te enterraré agonizante, y cubriré tus despojos con las primeras piedras del cimiento del templo de Nuestra Virgencita de los Remedios, para que ella pueda al fin descansar en paz.

Marta Aragón R.
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