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Los acuarelistas del mar

viernes 10 de agosto de 2018
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Fuimos dos pintores bohemios cuya obsesión era dibujar el mar. Mi compañero de farras y labores, Miguel Ángel, pintaba mejor cuando estaba ebrio. El cuadro más importante que hizo fue “La bahía iluminada”, que no alcanzó a terminar porque lo empeñó en la taberna del francés Jean Pierre —de quien decían había llegado prófugo de la prisión de Cayena—, antes de morir en su última borrachera. Me había comprometido con él a que, si fallecía, yo le daría las últimas pinceladas como muestra de mi admiración por su obra. Fue entonces cuando decidí retirar “La bahía iluminada” de la taberna, en donde se había convertido en un espectáculo para los ojos de todos los clientes; sin embargo, la cuenta era tan alta que sólo quedó la opción de retar al francés a ver quién aguantaba más la ingesta de aguardiente. Si yo perdía le entregaría todas mis acuarelas marinas, y si él, yo dispondría del cuadro “La bahía iluminada”.

La obra quedó perfecta, pero al regresar a la cabaña me cogió la tormenta.

La apuesta duró cinco días seguidos, con esporádicos descansos para desayunar y comer. El único testigo fue el hijo del tabernero, autorizado para traer comida y más aguardiente cuando se acabaran. Al quinto día, a las tres de la tarde, el tabernero se desmayó de la borrachera. Descolgué el cuadro y regresé tambaleante al taller con la intención de que a los tres días, después de descansar y reponerme, iría al sitio desde donde mi amigo Miguel Ángel pintó “La bahía iluminada”.

El día del compromiso estaba nublado el firmamento. Manejé la canoa hasta el sitio desde donde se divisaba la bahía. Tenía en mente y espíritu dicho paisaje, y terminé el cuadro de unas cuantas pinceladas. En realidad, la obra quedó perfecta, pero al regresar a la cabaña me cogió la tormenta, el cuadro se mojó, desapareció el boceto, y sólo quedó una mescolanza de colores como una pintura abstracta. Acongojado, lo colgué en el taller con la esperanza de que volvería a pintar “La bahía iluminada”.

Con el correr de los días me arropó una nostalgia terrible; la pereza y la desazón se apoderaron de mí, hasta que la quietud se vio alterada por la llegada a la isla de un barco con turistas franceses. Tamaña sorpresa me llevé por parte de esos personajes, quienes arrimaron a mi cabaña y observaron lo que quedaba del cuadro de mi amigo. Después de contemplarlo por buen rato, el guía de la excursión me manifestó que ellos estaban decididos a comprarlo. Asombrado por esa locura —puesto que yo sólo veía en él una mescolanza de colores— decidí venderlo; al final, allí no estaba reflejada “La bahía iluminada”.

Tuve la pésima idea de presentarles al tabernero Jean Pierre, quien estuvo preso en Cayena por falsificar cuadros de pintores famosos.

El cuadro abstracto se exhibió en el Salon des Independants de París, con el título de “Acuarela 301” de un tal Kandinsky. Debido a la cotización del cuadro, me enteré de que lo estaban subastando por millones de francos; esto me pasó por ser tan idiota y desprendido del dinero, y desde ese momento algo en mí se murió por la injusticia cometida, que me trajo consecuencias muy funestas.

Me estresé, mi vida cambió, y tomé una determinación ante el acoso al que me vi sometido por parte del Museo de París y del fantasma de Miguel Ángel, que se puso furioso, y apareció todas las noches con el reclamo de no haberle cumplido: no volvería a pintar acuarelas. Tiré al mar todas mis obras, la paleta de colores, los pinceles y demás elementos de pintura. En cuanto a los franceses —que me presionaron para que pintara más acuarelas marinas y les pusiera el sabor del trópico con el fin de impresionar a los críticos de arte—, tuve la pésima idea de presentarles al tabernero Jean Pierre, quien estuvo preso en Cayena por falsificar cuadros de pintores famosos. Todavía negocian con arte abstracto.

Ahora soy pintor de brocha gorda en el Ministerio de Obras Públicas. Trazo la línea amarilla divisoria de la nueva carretera que une esta isla con el continente. Ya veré hasta dónde llego. Si el ánima de mi amigo vuelve a aparecer “le pinto la cara” con mi indiferencia.

Oscar Seidel
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