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Un latido, dos

sábado 18 de agosto de 2018
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Él acaricia las teclas y ella cierra los ojos. La música se cuela entre los ladrillos y se esconde entre los libros de su improvisada biblioteca, le susurra mentiras en el cuello y la hace temblar como un día de invierno. Se quita los zapatos y cierra las cortinas. El departamento se oscurece. Hay sólo una lámpara prendida. Alza los brazos como si quisiera tocar el techo. Su cuerpo se mueve por la habitación como un títere. Es un trazo de tinta, una mancha de acuarela que llora sobre el papel.

Él toca el piano y maneja cada uno de sus latidos. Ella deja que la música juegue con sus tobillos como el pasto en verano y que le haga cosquillas en las muñecas como las plumas de un pájaro. Su columna se alinea con la pared y siente las vibraciones del sonido. Sus ojos cerrados ven cómo la música viaja por el espacio, golpea su puerta y entra a su departamento como cada noche.

El piano se enfría y él se levanta furioso. Sale dando un portazo que hace vibrar las paredes.

Lo nota inquieto. Lo imagina sentado frente al piano, la camisa arrugada y el ceño fruncido. Frustrado por la música. “El piano es un ingrato”, lo escuchó decir una vez en voz alta y escribió esas palabras sobre un papel que pegó en la heladera, casi como si se las hubiera dicho a ella. Está enojado. Siente cómo sus manos se aceleran. Hay una pieza que no le sale, lo tiene atrapado, como un escalón roto con el cual tropieza cada vez que quiere subir las escaleras. Quiere decirle que tiene que ir más lento. Es una pieza sobre un corazón roto. Alguien que da un portazo y alguien que llora. En ese momento se equivoca. Luego del portazo, hay un silencio. Un latido, dos. Después comienza el llanto, pero debe darle un momento al corazón para entender lo que está sucediendo. Lo acaban de abandonar, lo han clavado a la pared con una lanza desafilada.

Lo escucha equivocarse y tiembla. Furioso comienza de nuevo desde el principio. Y ella otra vez se mueve descalza. La única luz la dibuja sobre las paredes como una sombra infinita. Su cuerpo es una ráfaga de aire, el viento que entra por la ventana y mueve las cortinas y las hojas de los libros. Se acerca el momento de la ruptura y ella quiere decirle que deje pasar un momento, que se calme, que así quizás no vuelva a tropezar. Pero él no la escucha, no la ve. La pared de ladrillos los corta a la mitad. Como cada noche él toca y ella escucha.

Llega el momento y otra vez se vuelve a equivocar, se tropieza con el mismo escalón. Ella siente el último susurro de mentiras sobre su cuello y tiembla mientras las últimas notas se esfuman en el aire. El piano se enfría y él se levanta furioso. Sale dando un portazo que hace vibrar las paredes. La lámpara se cae y la luz se apaga. Ella se queda suspendida en el aire, colgada de los hilos invisibles que apenas la sostienen. Un latido, dos. Un corazón se rompe y alguien empieza a llorar.

María Catalina Jiménez
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