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Muerte en el zaguán

domingo 9 de septiembre de 2018
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Así ocurría cada noche: se hallaba dentro de un tronco hueco que lo inmovilizaba. Allí sólo veía oscuridad, sólo noche. Una humedad de cloaca le empañaba los nervios. Era como estar dentro de una garganta de barro, llena de hormigas hambrientas. Desde afuera se escuchaban unos pasos de botas de acero. En su regazo siempre apretaba el mismo bolso con tal fuerza que la tinta interna se corría hasta la superficie del mismo. Como los otros cientos de veces que esas imágenes lo habían arrastrado al abismo onírico, de pronto se oía un disparo y la tinta del bolso se transformaba en sangre. Ese sueño lo visitaba en la montaña. Sabía que allí, o fuera de esa selva, éste lo perseguiría hasta su muerte. Durante esas noches de campaña y de pesadillas de orfandad, la imagen de ella, como una brisa en el zaguán, le consolaba.

Convenía que continuara su ruta de despedida, que se fuera de vuelta a otro pueblo, a otro país. A curarse. Donde no lo pudieran ubicar.

Lo que parecía un premio y lo que él confundió con cobardía, para los de arriba era una orden de retirada. ¡Cuánto había señalado a los desertores, y cómo ahora acusaba a sus propias motivaciones egoístas! Entonces quemó su uniforme y se vistió de otros colores. Lo único que le dejaron fue el fusil, su identidad falsa y ese bolso de sus sueños roído por el tiempo: su gran arrepentimiento. No había pretendido regresar al lugar que abandonó. Sólo por ella lo haría, para buscarla. Pero nunca para quedarse. Si ella lo admitía, se la llevaría con él a errar por los mismos derroteros.

Cuando despertó ya era de día y estaba a kilómetros del campamento. La noche anterior la había pasado mal porque un capataz lo había confundido con un ladrón, y entonces tuvo que huir como un perro. Desde su cama de tierra improvisada y en compañía de su herida recién adquirida, recordaba los disparos esquivados y pensó en la vez en la que casi lo aprisionan. En cómo torturaron y mataron al Rojo y lograron desaparecer a la joven de ojos miel que lo recibió en la montaña. De todas maneras ya eran muchas bajas, y aunque las autoridades se jactaban dando a los medios falsos boletines y noticias sangrientas para atemorizar a los insurrectos, el Frente no se disgregaría, pensaba. Convenía que continuara su ruta de despedida, que se fuera de vuelta a otro pueblo, a otro país. A curarse. Donde no lo pudieran ubicar. Muerto sería menos útil.

Ya tenía varios días arrastrando los pies lejos de la montaña y ya no le daba hambre. A veces se revisaba la herida que cicatrizaba junto a sus sueños de utopía. Se acordaba de los pobres para no quejarse. La caminata debía seguir y en esa zona los rebeldes eran buscados por los sabuesos del orden. Conseguía darse ánimos imaginando el rostro alunado de ella, lo ubicaba en sus visiones con la misma facilidad con la que solía apuntar con su arma al enemigo. Ella se posaba traviesa en medio de cualquier piedra o por entre los espacios que los árboles dejaban libres entre cielo y cielo.

En ese momento se acordó del último día en que la vio y de la sentencia que ella le propinó a gritos si se iba. Su rostro frágil de luna huesuda nunca menguó tanto. Y pese a sus súplicas, él se fue y más nunca pisó el zaguán. Tenía que hacerlo porque eran ellos o eran los suyos, y su lucha era la de todos. Incluso cuando disparaba lo hacía con un profundo amor por ella. Con el sol del mediodía caminaba oprimiendo el bolso en su pecho, razonando si había valido la guerra y el llanto. Y otra vez se acordaba de los pobres.

Él no le explicó nada porque le juró que le llegarían noticias. Mensualmente, por pseudónimo o por anonimato, pero jamás con su nombre. Mientras ella menos supiera era mejor. Menos dolor. Él le escribió todos los días en vano. Todas las hojas se entintaron, pero ninguna letra suya fue enviada, ninguna leída. Escribirle era poner en peligro a los suyos, delatar al campamento, y con la tramposa cotidianidad en el monte ya tenían bastante. Ella siempre fue paciente y se conformaba con su fe. A él, en cambio, nunca le fue posible conformarse con esperanzas, y prefirió tomar otra encrucijada donde no pudiera verla.

La geografía fue transformándose, hasta convertirse en llanura, el horizonte se acostó bajo las sábanas del cielo. Las nubes eran el techo de su hogar, ahora que él había renunciado a los privilegios de una cotidianidad tranquila. Hoy ponía su destino en las manos de los vientos huracanados. Caminó tanto que no se percató de que ya el sol estaba mermando. La herida se le olvidó, y hasta cobró independencia como compañera de viaje.

Los recuerdos lo revolcaron cuando la estampa de su origen estalló en su cara. Era el pueblo que estaba intacto y podía ver cómo éste amenazaba cada vez más a sus ojos. El olor a tierra árida se había hecho más penetrante, y por primera vez en mucho tiempo se acordó de su infancia, del árbol donde, junto a ella, arrancaba mangos, y bajo el que le quitaban las patas a los grillos para que dejaran de saltar. Creyó que ahora podía ser feliz.

Un pájaro negro chilló como un cuervo, aunque en ese pueblo esos pájaros no existían. A él le pareció escuchar, pronunciado desde aquel pico, su nombre mutilado.

A ella, que también andaba cerca de los mismos caminos, la paz de la soledad la colmaba. La vida se desdibujaba en aquel cajón fúnebre y ―pese a la muerte― no estaba triste. Un frío le consumía cada arteria. En el último instante hizo fluir su sangre como el agua de un jarrón de flores derramado. Por aquel hueco mortal disparado con su propia mano, se escapaban aún toda su infancia y todas las ausencias de un alma destinada al llanto. Se alivió de estar cerca de su propia tumba, una fosa que lo acercaba más a él. Desde su urna, imaginaba su reencuentro.

Ella, desde la urna, reconocía la llorosa respiración de su madre: bajita como ella misma. “El infierno fue tu vientre, mamá”, le había dicho antes de matarse.

Siempre le obstinó la forma en la que él no alzaba los pies al caminar, en la que las suelas de sus zapatos se comían más de un lado que de otro. Hoy habría enloquecido con aquellos pasos decaídos que se deslizaban en el polvero de su cabeza.

Los vivos que dejaba afuera tiraban desfiles de lágrimas al cielo. El único que le importaba se lo habían matado, lamentaba. Por eso, su hora también había sido llegada. Revivió el día de la noticia: el momento en que escuchó por la radio su nombre, su edad, y el lugar de combate de su guerrero asesinado. ¡Y ni una carta pudo enviarle, ninguna letra de su puño llegó!

Recordando los libros de su abuela, ahora podía oír lo mismo que desde Comala todavía retumba, pero no desde el interior de la tierra sino desde el ascenso fúnebre que unas cuantas manos le procuraban a ella dentro de su cajón. Quería dejar de escuchar la pulsión de cada cuerpo a sus espaldas, esa tarde quería escuchar el nombre de él, y que su sentencia de vida la liberara del sofocante entierro.

―El infierno ya está acá ―se repetía, tocándose la herida y pensando en su muerto.

Ella, desde la urna, reconocía la llorosa respiración de su madre: bajita como ella misma. “El infierno fue tu vientre, mamá”, le había dicho antes de matarse. Sabía que rezaba, y eso le repugnaba. Su padre estaría escupiendo aquella viscosidad negra que manchó todos los besos que diera a sus amantes. No se arrepentía de morir. Esperaba que todos entendieran sus razones. Ella quería descansar de sus albores imposibles de consumar en una tierra de duelo eterno.

Él había alcanzado entrar por la casa de la cerca verde, donde las gallinas le ganaban al hambre. Ni el viejo del lugar ni las gallinas estaban. Aquel hombre se había tenido que ir, pues lo acusaban de conocer el paradero de otro que se había ido al monte. Él, cargando su bolso y su herida, sabía que estando ahí también corría un riesgo, pero iba a ver a su luna y su vida valía aquel encuentro. Caminaba y el resto del mundo se diluía como retazos de papel en un pozo oscuro. Sentía que hasta el cielo hervía como la tinta de sus vísceras.

Él atravesó la vereda, unas señoras lo vieron al pasar y creyeron reconocerlo. Otro viejo lo vio y quedó petrificado como si hubiese visto a un mismísimo muerto. Él era inmune a las miradas, pues no podía malgastar tiempo entre tanto pasado. Miró las casas y notó que unas habían cambiado de color. La iglesia seguía incólume, condenando todo a su alrededor.

Notó que una mancha humana rasgaba el camino pintándolo de negro. El gentío cargaba a cuestas una urna, y todos bajaban camino al cementerio. Entendió entonces la desolación del pueblo. El bolso se le resbaló. Las manos le sudaban. Trató de aproximarse, y aunque los cuerpos se perdieron de vista, los llantos no callaban.

Él siguió camino a casa de ella. Cruzó las calles empedradas y volvió a arrastrar sus pies como en aquellos tiempos. Llegó hasta la puerta, pero estaba cerrada. Bordeó la casa que aún lucía con vida. Una vecina que barría hojas caídas lo miró con saña y le habló:

―Si los está buscando, vaya al cementerio ―dijo solemne.

―¿Quién se murió? ―preguntó él.

―La única hija… se mató ayer ―dijo, asestándole el único disparo que hasta ahora le había herido mortalmente.

Él sintió las hormigas de sus sueños mordisquear todo su interior. Las minúsculas partículas del polvo esparcidas por la escoba de la mujer dibujaron la imagen fatal de un paredón de fusilamiento, donde él era su propio verdugo. Corrió hacia la casa del zaguán, que se ubicaba en una colina con vistas al cementerio. Maldecía las precauciones tomadas, las señales que no dio desde el monte, y cargaba su bolso como una cruz epistolar. Ahora se quedaría tan inválido como los grillos de su infancia.

Divisó la procesión que se acercaba y subió por la colina de la casa abandonada del zaguán, que después de tantos años se erigía desconchado, roído como su propia alma. Sintió en su pecho la misma humedad que había arrugado las paredes azules de ese fantasma de ladrillos. Para no derrumbarse, se clavó a él de un martillazo. Hoy que volvía a estar en ese pasillo desolado, recordaba que ahí los habían visto besarse una tarde de chicharras.

Ella, desde la urna, reconoció el arrastrar de sus pies. En su cuerpo muerto se avivó el alma. Su vientre y su herida ardieron.

Cuando los gemidos del cortejo estuvieron cerca, se dirigió hasta el borde de la colina, cerca del árbol que hacía frente a la callejuela del cementerio, y reconoció desde arriba las caras familiares y desamparadas. No encontró el rostro de ella y toda la condenación en fuga le cayó como una avalancha helada, que le hizo sangrar la herida, no aquella superficial y nimia de su pierna, sino una que tenía que ver con la raíz sombría de sí mismo.

La muerte de ella era un hecho que venía a partir las certidumbres de su ética, que no liberaba a los pobres como él había deseado y que lo enfrentaba con la propia devastación de su humanidad. Por primera vez quiso ser egoísta y reclamar al mundo la orfandad en la que vagaría su espíritu a partir de aquella ausencia.

Buscó colocarse en lo alto de la masa. Saltó como sus grillos sin piernas hasta encaramarse en el tronco de mangos y besos, cuyas ramas aún hacían sombra. Ella, desde la urna, reconoció el arrastrar de sus pies. En su cuerpo muerto se avivó el alma. Su vientre y su herida ardieron. “¡Qué lástima, Juan!”, dijo tocándose la herida.

Desde el ramaje, Juan miró el horizonte rojo; esperó que, como un purgatorio en súplica, aquellas manos que alzaban a su amante estuvieran bajo sus pies. Lanzó un respiro final y cuando la cama póstuma estuvo bajo el árbol, su bolso parió decenas de cartas y recuerdos sin destino que, al leerse, habrían impedido aquella muerte, pero que en ese instante abaleaban la urna de su amante con proyectiles hechos de letras, nunca antes leídas. Ambos habían escrito aquel amor sobre el vacío de un túnel destinado a derrumbarse.

Isis Silva
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