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El brujito que hizo bulka bulka

sábado 22 de septiembre de 2018
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El dieda Goioio era empleado de la Dirección de Vialidad del Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Cerca del arroyo Bellaco, subiendo por la ruta 24, estaba lo que él llamaba “el campamento” y donde trabajaba de lunes a viernes. Cuando conocí el lugar, años después de la desaparición del Brujito, vi que de campamento no tenía nada. Construcciones de ladrillo, revoque prolijo, techos de chapa, pisos de portland, cocina, dormitorios, baños, talleres y galpones. Nada de eso estaba de paso. Era un pueblo en miniatura y los habitantes, todos hombres, vivían ahí de lunes a viernes, salvo los serenos, que se rotaban para aminorar el clavo de los fines de semana.

En esos años mi abuelo era mi abuelo (con esa carga de vejez que tiene la palabra) pero estaba en buenas condiciones. Los lunes de mañana sacaba la bicicleta (una Phillips inglesa, puro fierro duro, frenos con varillas, sólida, un tanque) y arrancaba para el campamento. Pedaleando con ganas, en tres horas estaba ahí. El viernes de noche lo teníamos en casa.

—Te voy a traer un alemancito para jugar —me prometió una vez.

Mi abuelo tenía sus rutinas. Dilatar el encuentro con el alemancito era una. Otra era medirme.

Yo no sabía qué era eso. “Un nene que vive en la Colonia Alemana”, me explicó mientras abría el bolso y sacaba regalos, carne de la estancia San Ramón, huevos de ñandú que había encontrado en sus recorridas por los campos. Para mí, gurí chico que nunca salía del pueblo, escuchar “Colonia Alemana” fue como si me hubiese hablado de la Luna.

—Es un pueblo como el de nosotros pero la gente habla un idioma que se llama alemán. Esa colonia está cerca del campamento y tiene muchos alemancitos —me dijo.

La idea de tener un compañero de juegos me picó el interés. Cada sábado le hacía la misma pregunta:

—¿Y, dieda, cuándo me vas a traer al alemancito?

—La semana que viene —contestaba, y sonreía.

Mi abuelo tenía sus rutinas. Dilatar el encuentro con el alemancito era una. Otra era medirme. En la enramada, pegada a la pared del fondo de la casa, había un poste cilíndrico del lado de la cocina y otro prismático frente a la ventana del cuarto de la siesta. Apenas vaciaba el bolso me hacía parar contra el prisma, sacaba una cuchilla grandota del cajón del aparador, me la ponía de canto sobre la cabeza y hacía una marca en el poste. Cada vez que volvía del campamento festejaba mi progreso.

Las marcas iban subiendo, yo iba leyendo los treinta volúmenes de Lo sé todo. Enciclopedia documental en colores de la editorial Larousse que mi padre me había comprado en la Librería y Papelería Bogrishev. Anexo: revistas y juguetes, ataba unos cables a un balde viejo y se lo enzoquetaba en la cabeza al dieda para buscar perlas en el fondo del río o viajar a las estrellas, trituraba campanillas azules para hacer pintura, quemaba azufre para matar las mosquitas que infestaban el baño entre los eucaliptos, pero del alemancito ni rastro.

Al dieda Goioio le encantaba contar historias. Lo hacía con mucha gracia. Inventaba mundos que me envolvían y me hacía vivir todo tipo de aventuras con diferentes personajes. El más activo era el Brujito. En los cuentos de mi abuelo, el Brujito hizo esto, el Brujito hizo lo otro, el Brujito pronunció unas palabras mágicas, el Brujito se fue volando, siempre el Brujito, siempre presente, siempre invisible, como el alemancito que iba a venir a jugar conmigo.

Mi abuelo buscó con la mirada la horqueta donde guardaba la lata, me clavó los ojos de nuevo y, sin decir nada, se fue a seguir con sus cosas.

Un fin de semana mi abuelo sacó la bicicleta del galpón. Hizo girar las ruedas, inspeccionó el juego de los ejes, ajustó el plato y el manubrio. Después caminó hasta la morera blanca. Era un árbol enorme entre cuyas ramas y tocones se guardaban fierros viejos, pedazos de objetos que alguna vez sirvieron para algo, botellas, herramientas. Vi con terror que iba derecho a una lata que había tenido aceite de máquina. Me dio frío. Se la había vaciado unos días antes para hacer un experimento.

Ese hombre alto, grande, flaco, con una camisa azul, abrió la lata. La revisó por dentro y por fuera, se quedó pensando unos segundos, dio vuelta la cabeza, me clavó los ojos y me preguntó:

—Iulka, ¿sabés qué pasó con el aceite que estaba acá?

Reaccioné como correspondía, enérgico y convincente:

—¡Sí, dieda! ¡Vino el Brujito, hizo “bulka bulka” y lo volcó!

Mi abuelo buscó con la mirada la horqueta donde guardaba la lata, me clavó los ojos de nuevo y, sin decir nada, se fue a seguir con sus cosas.

La semana siguiente, cuando volvió del campamento, sin que yo le preguntara nada me dijo que el Brujito se había hecho amigo del alemancito y ya no iba a volver a visitarnos.

Omar Karamán
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