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Dos relojes

martes 27 de noviembre de 2018
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Bajaron cabizbajos empujando sus carromatos atestados de chécheres, aves de corral y niños que aún no caminaban. Pasaron por nuestro pueblo formando una hilera de silencios que comenzó un viernes al mediodía y terminó el domingo a las cuatro y media de la tarde cuando el último de ellos, un viudo solitario que empujaba una carretilla con tres bultos de contenido incierto y un gato, paró frente a la tienda y se atrevió a pedir agua. No parecía un hombre sino una burbuja llena de sed. El tendero, antes de socorrerlo, le preguntó cuántos faltaban por pasar y él dijo que ninguno, que era el último. Agregó que le había correspondido ese honor por ser la Autoridad y porque el Consejo Administrativo, que pagaba su salario, lo había dispuesto así. “Capitán que se respete permanece hasta el último momento en el barco que se hunde, y muere allí, si es preciso”, recordó el viudo, y repitió en la mente el discurso que le echó encima el Concejal Mayor en medio de la desbandada general.

Por no hablar con ellos, los mirones se mantuvieron lejos y no se percataron de que los viajeros usaban dos relojes, uno en cada muñeca.

Este fue el primero de los diecisiete pueblos desahuciados que bajaron de los montes aquel año de las calamidades campesinas. Dije pueblos, no personas, porque cuando uno abandona por las malas su terruño se lleva la casa en la cabeza para repetirla donde quiera el destino, al final del último viaje. Así que, mitad verdad y mitad mito, son los pueblos enteros (las casas y sus habitantes) quienes huyen. Las construcciones que se quedan, cemento y lágrimas, aunque puedan ser vistas, ¡no existen!

Los mirones, cuyo quehacer es fisgonear lo que consideran novedoso para exagerar a la hora de narrarlo a la gente trabajadora que no tiene tiempo de meterse en las vidas ajenas, no hablaron con ninguno de los emigrantes: los de nuestro Consejo Administrativo habían advertido a todos, trabajadores y mirones, que si a esos desahuciados les parecíamos caritativos o solidarios, a lo mejor se quedaban a vivir aquí y eso era un problema porque estábamos en un punto tal que una boca más inauguraba el hambre. Por eso, por no hablar con ellos (les salían turupes en los cachetes de tantas palabras que no decían), los mirones se mantuvieron lejos y no se percataron de que los viajeros usaban dos relojes, uno en cada muñeca.

Esto sólo vino a saberse cuando el viudo recibió el vaso de agua con la izquierda y lo devolvió con la derecha, a la vista de todos, que es cuando nadie se percata de nada. Ulpiano Cataraín, El avispado, advirtió la irregularidad y salió corriendo a darme aviso sobre esa injusticia (en nuestro pueblo, tan pobre, casi nadie tiene reloj). Entonces, ante tal despropósito y en uso de las atribuciones de mi cargo, me acerqué al viudo y le hice las preguntas de ley.

Meses después, al cesar la romería de los desahuciados porque ya no quedaban pueblos en la sierra, se supo (y allí comenzó nuestra pesadilla) que en las montañas habían descubierto ferroníquel y, ante la posibilidad de enriquecerse, el Comisionado, como testaferro de unas trasnacionales (palabreja que antes no existía), estaba comprando a bajo precio las tierras y forzando a los campesinos a irse a vivir a la capital, con el cuento de que allá los constructores de edificios pagaban fortunas a sus obreros y contrataban sin mucho papeleo a la gente del campo. Los que no aceptaban, porque tenían algún pariente en la capital que les había advertido sobre la falsedad de dicha historia, eran amenazados por un ejército nuevo que apareció de la noche a la mañana, y algunos resultaban muertos al día siguiente, generalmente por disparo de fusil. Entonces las viudas vendían sus parcelas y su ganado por lo que quisieran darle los testaferros del Comisionado —una bicoca—, y se iban a la capital a trabajar de costureras, las más afortunadas; en labores domésticas, las que tenían menos suerte; o de putas, las amantes de la música.

Como antes dije, nuestra pesadilla comenzó porque después de saber la causa del desahucio de los pueblos de la sierra, durante algún tiempo mantuvimos la esperanza de que en el nuestro, afincado abajo, en el piedemonte donde empezaba el llano, no hubiera ferroníquel para que no vinieran a jodernos la vida. Pero como esto aún no se ha resuelto y nadie ha venido por aquí a ofrecernos dinero por nuestras tierras, yo voy a seguir con lo de los dos relojes del viudo, un insólito evento que embellecerá la historia de nuestro pueblo, donde jamás, hasta la fecha, ha ocurrido algo digno de mención.

El viudo terminó de beber el agua y agarró su carretilla con el mismo desdén con que el pesimista se aferra a su destino aciago, pero la soltó al escuchar mi pregunta clave. Puso la cara de vinagre del que se ve obligado a revelar algo que debía mantener en secreto, y contestó que lo que pasaba era que en su pueblo todos, hombres, mujeres y niños, usaban un reloj en cada muñeca, por una ancestral costumbre. “¿Cómo así?”, le pregunté.

Nos enteramos de que la salud y los relojes de cada habitante de ese pueblo funcionaban bien, en general, y que se concluía que alguien estaba enfermo por el adelanto o atraso de alguno de sus relojes.

El viudo contestó que tan pronto uno aprendía en la escuela a manejar el reloj, por ahí a los ocho años de edad, los padres le regalaban sus dos relojes, cada uno con una pila eterna (eso dijo, lo juro), y los sincronizaban para que trabajaran juntos el resto de la vida. Los niños cuyos padres no tienen con qué comprar los dos relojes, mueren en la infancia y son enterrados en un ataúd blanco con forma de reloj despertador, del que jamás pueden desprenderse. Mirando ese reloj —las siete y cuarto, martes, año 3123—, estos infelices saben qué terreno pisan y no tienen que andar, allá en la otra vida, como almas en pena preguntando cuántos años llevan muertos y cuándo llegará el momento de su resurrección, lo cual, según creo, es la única esperanza con que un muerto vive.

El viudo no había terminado de decir la última palabra cuando se presentó la primera revolución en la historia de nuestro pueblo: fue tal el asombro que algunos parroquianos se rebelaron contra la autoridad, o sea yo, y se pusieron a hacerle preguntas, lo cual fue francamente revolucionario porque lo mandado hasta ese día era que en un caso como aquel las preguntas me las hicieran a mí para que yo se las formulara al tercero, por respeto a la jerarquía.

Así, con todo y mi enojo, los asombrados parroquianos nos enteramos de que la salud y los relojes de cada habitante de ese pueblo funcionaban bien, en general, y que se concluía que alguien estaba enfermo por el adelanto o atraso de alguno de sus relojes.

“Cuando, por ejemplo, el de la muñeca derecha adelanta”, dijo el viudo, “ese lado del cuerpo envejece más rápidamente que el izquierdo, a saber: media mata de pelo, media frente, media nariz, media boca, medio esternón, medio estómago con la mitad de su ombligo, un testículo y una pierna con su fémur, su rodilla, su canilla, su tobillo y su pie”.

Silencio general. No podíamos creer lo que estábamos oyendo.

“Es bastante posible”, agregó mirando hacia el cielo como se mira cuando uno quiere que llueva, “que tener ese superávit de relojes sea la causa de que a nosotros no nos interese el paso del tiempo (casi nunca miramos los relojes), de tal suerte que generalmente es el médico, en cualquier examen de rutina, quien se percata de que algo anda mal, y el relojero quien resuelve el caso”.

“Ahora bien”, continuó, “si por ejemplo, el reloj de la muñeca izquierda atrasa, esa mitad del cuerpo (media mata de pelo, media frente, media nariz, media boca, medio esternón, medio estómago con la mitad de su ombligo, un testículo y una pierna con su fémur, su rodilla, su canilla su tobillo y su pie) permanece joven mientras la derecha envejece al ritmo normal. Cuando los dos relojes adelantan simultáneamente”, sentenció desdeñosamente, como si diera una lección en voz alta ante un profesor poco querido, “no importa si uno marcha más rápido que el otro, las personas se estresan demasiado y mueren por Infarto Temporal, nombre que decidimos ponerle a este mal”.

Se detuvo, tomó un segundo aire y siguió.

Rudecindo Paredes, el de la casa amarilla que linda con la iglesia, dijo en voz alta que de ahora en adelante no se iba a sentir muy pobre cuando no tuviera forma de saber qué hora era.

 “No se ha dado el caso, hasta hoy, que dos relojes atrasen simultáneamente, por lo que no sabemos cómo llamar este tipo de muerte, si acaso el hecho es mortal, y sólo lo bautizaremos cuando algún caso de este tipo se dé. Ah, fíjense”, mostró las dos muñecas para que miráramos: “nuestros relojes no tienen segundero, son a prueba de prisa; y puesto que no prestamos atención a los relojes, es el médico quien, como ya dije, en el examen obligatorio de algún órgano doble, un brazo, una oreja, se da cuenta de la anomalía y nos manda a la relojería para que le revisen la pila o el mecanismo al reloj del lado correspondiente”.

“Ya en funciones”, continuó el viudo mientras nosotros lo mirábamos como si fuera un marciano, “el relojero le quita la pila al reloj que va más deprisa, adelanta el que se ha atrasado y espera un rato hasta que ese lado del cuerpo envejezca lo necesario. Ya iguales los dos lados (mismas arrugas, igual cansancio), le pone la pila al que carecía temporalmente de ella y los adelanta hasta que ambos caen en la hora oficial. Acto seguido, el relojero cobra por sus servicios y lo envía a uno donde el médico, quien vuelve a cobrarle por certificar que ya las cosas andan bien. Entonces marchamos a casa tranquilos, sin temor a la muerte.

“¡Ah!”, gritó como si no estuviéramos poniéndole atención, como si no se diera cuenta de que cada uno de nosotros parecía una gran oreja de porcelana, quieta y atenta, “el relojero nunca atrasa el reloj que va adelante, sino que adelanta el que va atrasado, por respeto a la marcha del tiempo y porque, hasta donde sabemos, ningún cuerpo rejuvenece. Parece ser que los del Big Bang, o sea los del origen del mundo, nos dejaron mal hechos en ese sentido, y eso es algo tan serio que nosotros, tan poca cosa, no podemos cambiar”.

“¡Mierda!”, exclamó el tuerto Peñaloza, “¿eso es verdad?”.

“¡Sí, lo es!”, contestó el viudo, “y ahora me voy”, dijo sin mirar ninguno de sus relojes, “porque esta conversación me ha retrasado y debo llegar a tiempo a la capital, no sea que los puestos de albañil se acaben y me quede desempleado y sin forma de sostenerme”. Dio las gracias, empujó su carretilla y se fue.

Nosotros permanecimos en silencio, como si el viudo se hubiera llevado nuestra lengua, hasta que Rudecindo Paredes, el de la casa amarilla que linda con la iglesia, dijo en voz alta que de ahora en adelante no se iba a sentir muy pobre cuando no tuviera forma de saber qué hora era, porque eso de tener reloj podía llegar a ser tan peligroso como el más terrible de nuestros males.

Amílcar Bernal
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