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Crónica de un ropero

martes 18 de diciembre de 2018
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El mameluco amarillo canario de lana tejido por la abuela en la primera foto con papá y mamá. El vestidito de algodón rosa confeccionado por la tía Isaura al enterarse de su llegada al mundo. La camisilla rojo rubí de bayetilla, debajo del suéter fucsia de lana merino el día en que la llevaron a casa. El cobertor magenta de vicuña traído de Cuzco por la abuelita para la visita donde los primos. El overol de mezclilla con apliques de tela cuadrillé malva para salir en el triciclo. La jardinera gris ratón tableada con el suéter de lana azul oscuro todos chorreados de yogurt de mora durante el primer recreo. El vestido de rayas amarillas y blancas en dril, casi echado a perder por la tijera punta roma. El pantalón verde limón de dril, roto y manchado de sangre a la altura de la rodilla. El vestido blanco de otomán con cinturón de perlitas quemado por el cirio. La falda marfil de lino pintada de sangre, esta vez, en la parte trasera. El acostumbrador rosa de algodón todavía en la bolsa de la compra en el último rincón del closet. El sostén 32b de acetato blanco en el primer cajón. La piyama de franela manchada de Coca-Cola y pegoteada con chicle y caramelo. El vestido lila de tul confeccionado por la amiga gorda de mamá. La camiseta negra de algodón con la lengua de los Rolling Stones apestosa a marihuana y a perfume de melón. El bikini azul celeste de Lycra empapado y perdido en el baúl del coupé de Mariana. La colección de jeans rotos y casi fosilizados sobre la bicicleta estática. La chamarra negra de cuero con taches metálicos sobre las mesas de los bares aledaños a la universidad. La blusa violeta de rayón sin botones bajo la cama de Juan Felipe. El blazer azul cobalto en poliéster-spandex para las entregas finales. La chaqueta naranja impermeable con los bolsillos llenos de hongos, colgada junto a la fogata. Los calzones grises en el bolsillo de Jorge Mario. La bata verde de poliéster y algodón en la camilla de la clínica clandestina. La toga y el birrete negros de seda salvaje. El abrigo de paño gris para el invierno neoyorquino. El liguero negro de guipur y las medias de malla para la primera noche con Pablo. El vestido de novia marfil de organza. La piyama negra de satén en el closet de un hotel romano. La chaqueta índigo de tweed para la entrevista en la compañía multinacional. La blusa fucsia de maternidad en georgette. La bata blanca de poliéster y algodón con figuritas de estrellas en la clínica de la mujer. El suéter blanco punto espiga mojado accidentalmente con leche materna. El brasier vinotinto de encaje para la noche de la reconquista con Pablo. El sombrero Panamá para el asado de ex alumnas. El sastre negro de cachemir para el velorio de su padre. La bufanda de alpaca para la interminable amigdalitis. El saco de paño marrón de espina de pescado para la cita con el abogado durante los trámites del divorcio. Los guantes de cuero empapados en lágrimas al despedir a Nina en el aeropuerto. Las piyamas blancas de seda impregnadas de cigarrillo y manchadas de cabernet sauvignon. El sastre gris de alpaca para las exequias de su madre. El vestido rojo de shifon para la primera cita con Ignacio. El traje crema en damasco y el bouquet de rosas en la Notaría Veinte. La blusa de tela hindú para el recorrido por Hanói durante el primer día de la luna de miel. La faja adelgazante en powernet color piel. El delantal verde esmeralda de lona especial para jardinería. El vestido turquí de gasa para la boda de Nina. La chaqueta coral de muselina para conocer al pequeño Thomas. La falda negra de gamuza para las exequias de Ignacio. Las batas en blanco nieve, de algodón, durante las seis semanas de hospitalización. El vestido de jacquard estampado con florecitas grises y blancas elegido por la empleada doméstica. El saco funerario negro, opaco, resistente y biodegradable. Ese mismo jacquard de pequeñas flores a novecientos grados centígrados en el horno crematorio.

Sonia Ramón Velásquez
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