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Un recuerdo

martes 26 de febrero de 2019
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Sentado en la silla de su comedor, habría de recordar una vez más aquel suceso tan propio a pesar de la inmadurez de su memoria.

Aturdido, habría de encontrarse Adrián sentado en la silla de su comedor, mientras miraba impávido la pared blanca de en frente, y a través de su mirada nadaban sin rumbo en un mar de aguas cristalinas aquellas miodisopsias que se habían convertido en su fiel compañía durante los últimos diez años. Sintió una vez más, y en el fondo de su alma, la adhesión fidedigna y la sociedad infinita que tenía con la soledad, la cual estaba soldada en su vida desde que nació. De pronto, mientras seguía observando aquella pared blanca, recordó que la muerte era un regalo de la divina providencia, y que sus 25 años de existencia en este pedazo del universo eran tan sólo una muestra de la bondad de la muerte, quien se había resistido a llevárselo desde el día en que nació. Adrián De Alba Villadiego, hijo de Carmen De Alba Villadiego, siempre fue un joven taciturno, ensimismado, tímido y solitario. Su aspecto físico, verídica herencia de su madre mulata, correspondía a un cuerpo de estatura mediana, con el cabello crespo, abundante y de color negro, la piel morena y los ojos grandes como los de un miope, siempre cubiertos desde los cuatro años de edad por unos lentes que dejaban ver el insólito color ámbar de sus ojos. Nació un 16 de julio de 1993. Ese día, Carmen, su madre, tenía 39 semanas de edad gestacional; se encontraba reposando en una mecedora momposina en horas de la tarde mientras trataba de soportar, con el estoicismo típico que caracteriza a la mujer cordobesa, aquel clima infernal y sol canicular que la azotaba en el corredor de su casa. Casi como una premonición, Carmen pensó que el día de la Virgen del Carmen sería una buena fecha para que su primogénito naciera, y en ese preciso instante un desasosiego se creó de manera paroxística en su vientre mientras sentía un intenso dolor que la penetraba hasta lo más profundo de su alma. Los dolores se empezaron a hacer más frecuentes y, en el momento menos pensado, su pollera de vivos colores y flores estampadas se empañó de un líquido rojo intenso que salía a borbotones de su sexo, a la vez que sentía en su ser el dulce arrullo y la paz eterna que sólo produce la muerte.

Beatriz De Alba Villadiego, quien habría de convertirse por siempre en la segunda madre de Adrián, caminaba distraída por el corredor cuando escuchó los sollozos de su hermana, quien estaba bañada hasta las piernas de sangre. Ella, estupefacta por la escena, levanta a su hermana y se la lleva en el primer taxi que halla al hospital más cercano de aquella ciudad en donde el calor era el demonio más constante e implacable.

Llegaron al hospital. Beatriz sintió cómo sobre ella se proyectaban las energías de aquel hospital abandonado, oscuro y sombrío. De paredes que alguna vez fueron blancas, pero que ya se encontraban decoradas con el paciente rocío de los años, y su arquitectura colonial que emanaba la historia del convento que alguna vez fue, para ser convertido en un hospital de caridad. Un médico joven, escuálido y lánguido, con un caminar lento, arrastrando los pies sobre el suelo, sin el mínimo aire de altivez, se acerca a Carmen y procede a atenderle. Beatriz percibe la soledad abrumadora, la sensación de la impaciente espera y de la incertidumbre infinita que la atormentaba mientras esperaba al médico y a su hermana encinta. Tan sólo acompañada de una taza de café caliente a media taza en la mano derecha, y un pan de sal viejo en la mano izquierda, observa cómo la muerte, tan grande, tan omnipotente, tan veraz, tan noble por permitir la paz eterna, ingresa acompañada de la vida, tan pequeña ella, proyectando sus rayos de resplandor, de incertidumbre por el futuro. Beatriz se da cuenta de lo minúscula que es la vida comparada con la muerte. Entiende con una lucidez genuina, con una capacidad de discernimiento diáfana como el agua de un manantial, que la vida es un pequeño suspiro al lado de la infinita eternidad de la muerte, y sin premeditarlo, de sus ojos brotan lágrimas que se deslizan por sus mejillas morenas y caen al suelo de aquel hospital, impregnándolo de la melancolía más certera y de la resignación más humilde, al entender cuál era el destino de su hermana.

Adrián, sentado en la silla de su comedor, habría de recordar una vez más aquel suceso tan propio a pesar de la inmadurez de su memoria, aquella remembranza suya, tallada con delicadeza en su alma y en su ser, que lo visitaría hasta el final de sus días, hasta cuando la muerte, acompañada de la vida misma, decidiera por fin volverlo a visitar.

Camilo Andrés Pérez Montiel
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