XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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La bravura del toro de lidia

martes 11 de junio de 2019

Hermes Padilla tenía quince años de edad cuando conoció por primera vez lo que le dio la fama en toda España y en el mundo entero. Se percató de su destino, e incluso viajó a través del tiempo y pudo visualizar con una clarividencia única el día de su muerte: había conocido a los toros de lidia. Por aquel día, Hermes Padilla caminaba junto a Miguel Padilla, su padre, por las colinas de Campos de Montiel. Pasaban a un paso de las cercas de la hacienda La Milena, cuando de manera intempestiva quedaron sorprendidos por la bullaranga que había de parte de los peones de la hacienda La Milena, pues uno de sus toros de lidia se había escapado.

El recuerdo de aquel suceso quedó impregnado en el alma de Hermes Padilla y dejaría una cicatriz en su abdomen.

Abrumado por el escándalo y percatándose de que su corazón galopaba rápidamente, Hermes Padilla emprendió su escape porque siempre había escuchado de su madre que a las bestias de lidia había que tenerles miedo. Sin embargo, en el trayecto de su huida se topó con un animal monumental: grande, con los cachos perfectamente puntiagudos y letales, con la cabeza negra y el cuerpo bicolor, de manchas negras y blancas. La mirada noble, proyectando lo agobiado y estresado que debía encontrarse, y la respiración que resollaba hasta adherirse a los terrores de Hermes Padilla. Tal encuentro de cara a cara con el animal no lo pudo soportar, y en un abrir y cerrar de ojos su conciencia se encontró muda y su cuerpo tendido sobre el pastizal. La gente gritaba, Miguel Padilla pedía socorro y con su camiseta intentaba torear a aquella bestia histórica y de descomunal belleza, que se encontraba dando cornadas al joven tendido en el piso.

Tal escena duró pocos minutos, pero el recuerdo de aquel suceso quedó impregnado en el alma de Hermes Padilla y dejaría una cicatriz en su abdomen que lo transportaría cada día de su vida al pasado, a la recordación de ese trágico incidente, pero que habría de ser el paraíso y el mismo infierno a la vez por la decisión que tomaría meses después: convertirse en torero.

La determinación del joven contrariado ocasionó molestias en su familia. Tulia Santamaría, su madre, dio un grito que llegó hasta el cielo y con el mismo impulso abofeteó a Hermes Padilla por tomar tal decisión, pues ella sabía que su hijo era la estampa viva de su esposo, quien siempre se caracterizó porque, una vez decidido algo, no había poder humano que lo convenciera de dar vuelta atrás. Miguel Padilla quedó perplejo por el porvenir al que se enfrentaría su hijo, pero la preocupación la solucionó con una oración a la Divina Providencia. En cambio sus dos hermanas mayores celebraron con firmeza la iniciativa de su hermano y le pidieron que cuando fuera un gran torero no se olvidara de ellas.

Así que el gran día llegó. Posterior a realizar un viaje hacia Madrid e inscribirse en la escuela de los hermanos Sogamoso, las clases para dominar el arte de la tauromaquia se iniciaron con gran energía. Hermes Padilla era altivo, tenía contundencia en cada aula y su pujanza siempre sobresalió en comparación con sus otros compañeros. Tenía un capote de color rojo, de 130 centímetros de ancho y seis kilogramos de peso. Pese a que Hermes Padilla siempre fue lánguido y escuálido, dominaba el capote con una habilidad envidiable por sus pares, y su maestría con el instrumento era de admirar por parte de sus maestros. Sus pases eran únicos, e incluso dominaba a los caballos con gran pericia. Tanto así que, luego de tres meses de aprendizaje, su maestro y famoso torero Pedro Puche lo lanzó a su primera faena en la histórica plaza de toros Las Ventas, en Madrid.

Todo sucedió un 29 de agosto. Hermes Padilla lucía un espléndido traje de luces que sus padres habían comprado con esfuerzo. La plaza estaba a reventar y su público desconcertado por la escena que no podían creer, dado que era poco usual ver a un torero tan joven en una faena en la plaza de toros más importante del mundo. Para ese día, el animal asignado se llamaba Balayo. Era un toro majo, de trote elegante, cuerpo robusto y lleno de músculos. Decorado con un color negro, los cachos gruesos y asesinos, y una mirada satánica que llegaba a aterrorizar al torero más experimentado. No obstante, Hermes Padilla era ajeno al miedo y su altivez lo llevaba con coraje a enfrentarse a la bestia. Fue una corrida inmejorable, cada tercio se manejó con una audaz habilidad, y en el último tercio ya el público estaba rendido a los pies del joven torero. La estocada fue aguantando, perfilada para un diestro habilidoso como Hermes Padilla, y en un santiamén el animal yacía tendido en el suelo. La ovación fue prolongada, la corrida perfecta, y por lo tanto hubo unanimidad en dar el galardón máximo al joven torero: las dos orejas y el rabo del animal.

Esta vez, el toro se llamaba el Pendejero. Era inusual por su color blanco, incluso su mirada era más noble que la de un canino.

De ahí en adelante la vida se hizo más fácil de vivir, la fama llegó como un diluvio y el éxito se convirtió en el tema más frecuente en las conversaciones de Hermes Padilla. Los amantes de la tauromaquia estaban atónitos por la genialidad con la que el joven torero actuaba en cada faena, e incluso llegó a tener el récord en cinco años de ser el torero con más corridas perfectas en toda la historia.

Sin embargo, Hermes Padilla habría de recordar un 29 de agosto, cinco años después de su primera gran faena en Madrid, la célebre frase que solía decirle su madre de manera desprevenida: “A las bestias de lidia hay que tenerles miedo”. Tal día, y como ya era de costumbre en las faenas del joven torero, la plaza estaba a reventar y el público se hallaba ansioso y desesperado por ver una vez más la genialidad de Hermes Padilla. Esta vez, el toro se llamaba el Pendejero. Era inusual por su color blanco, incluso su mirada era más noble que la de un canino. Tenía un cuerpo musculoso y sus cachos eran más grandes de lo normal. La algarabía de los espectadores se vio enmudecida cuando se percataron de la bravura del noble animal. No hubo necesidad del actuar de los banderilleros, tampoco del mozo de espadas ni del picador, porque el Pendejero ya cargaba sobre él una bravura y un carácter tan diabólico que Hermes Padilla tomó como personal la faena y supo que quizás ese era el tan esperado día que había visualizado la vez que se topó con la bestia que se escapó de la hacienda La Milena mientras caminaba junto a su padre. La lidia se hizo horrorosa por el silencio del público; después de cuatro verónicas, tres chicuelinas y dos gaoneras, el Pendejero persistía cada vez más altivo y ofensivo. No obstante, en ese preciso momento, Hermes Padilla viajó al pasado y se vio en frente de la bestia monumental que le resollaba en la cara cuando tenía apenas quince años de edad. El terror volvió a su corazón, paralizó cada centímetro de su ser y, en un abrir y cerrar de ojos, el torero se había convertido en animal, el animal en torero, y el estoque era el cacho derecho que se introducía con rapidez en el precordio de Hermes Padilla.

No hubo aplausos, ni siquiera gritos. Tan sólo se vio a lo lejos un pañuelo de color naranja indicando el indulto del animal por su admirable bravura.

Camilo Andrés Pérez Montiel
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