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Déjà vécu

viernes 5 de abril de 2019
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I

Escuchó los gritos y, antes de que tuviera la oportunidad de subirle volumen al televisor, vio asomar (¡otra vez!) el rostro azorado del interno por el vano de la puerta del cuarto de reposo.

¿Y cuántas veces iban ya esa noche? ¿Cuatro o cinco? Ya había perdido la cuenta.

Las guardias de los miércoles suelen ser tranquilas, pero esta como que no.

—¡Qué joder con ustedes! ¿Qué coño quieres ahora?

—Mi jefe, es que llegó otro herido —farfulló el recién llegado.

Aquello ya parecía una confabulación para no dejarlo terminar de ver su película. Y justo estaban dando una de sus favoritas, Gattaca. Las guardias de los miércoles suelen ser tranquilas, pero esta como que no: no iría ni media hora desde que despachó a cajas destempladas al otro interno, el morenito flaco, por venir a preguntarle qué hacer con una señora que consultaba en pleno ataque de pánico porque se le habían extraviado los hilos del dispositivo intrauterino.

—¿Cómo que un herido? ¡Coño, que eso no es conmigo! Búscate al residente de cirugía. ¡De cirugía! ¿Está muy difícil de entender?

—Está ocupado, mi jefe: está en quirófano. Aún andan operando al abaleado feo que llegó temprano. Bustillos me mandó que lo llamara a usted.

Bustillos era el enfermero encargado esa noche del primer turno de la Sala de Suturas: un gran jodedor, pero muy competente. ¿Por qué no había mandado al interno a llamar a Marín, su residente de primer año? Así de pronto le entraba la duda sobre si Bustillos lo mandaba a buscar porque en verdad se le necesitaba, o sólo por jorobarle la paciencia. Quizás lo segundo, habida cuenta de que en los hospitales se procede por orden jerárquico de abajo arriba, y al jefe de la guardia sólo se le molesta en última instancia.

Aunque, hablando en puridad, en realidad el jefe de la guardia era el especialista, pero en todo el posgrado no recordaba haberlo visto de noche más de dos veces. Si acaso.

—¿Bustillos te mandó? Vale, pues. Entonces yo vengo y te mando que te busques ahora mismo al doctor Marín, que es quien debería estar supervisándote. Quiero suponer que está evaluando a los pacientes de observación. Y de mi parte le avisas que más le vale que resuelva. ¿Se entendió? ¿Puedo terminar de tomarme mi café en paz? —y procuró regresar su atención a la pantalla del televisor, en la que en ese momento el parapléjico Eugene Morrow trepaba a fuerza de brazos los infinitos escalones que llevaban a la segunda planta de su casa.

—Al doctor Marín no se le consigue. Avisó hace rato que se iba a cenar, y nadie sabe adónde se fue… Dejó dicho que cualquier cosa le dijéramos a usted, que ya estaba al tanto…

—¡Coño! ¡Otra vez! Marín se está buscando un problema serio conmigo. ¿Desde qué hora anda perdido?

—Como desde las once, jefe, creo…

Eso, al menos, era cierto. Más o menos como a esa hora Marín se había pasado por allí notificándole que iba a tomarse sus 20 minuticos para comer en santa paz, y tras calentar el tupperware en el microondas partió con rumbo desconocido; podría presumirse que hacia alguno de los pisos de hospitalización. Con esto, el desfile de internos consultando idioteces quedaba más que explicado.

Juró para sí que esta no se la iba a dejar pasar.

—¿Y ustedes no pueden resolver? ¿Qué clase de herida es? Esta noche están tres. ¿Ninguno sabe agarrar unos puntos?

—Amarilis está en eso y Mauricio la ayuda, pero es una herida en el brazo muy fea, mi jefe. Sangra muchísimo y además el señor está muy agresivo. Bustillos me dijo que mejor lo buscaba a usted.

—Qué joder con esta gentecita —pero no le quedaba opción aparte de rendirse. Aplastó la colilla a medio fumar en el vasito plástico colmado que hacía las veces de cenicero, metió los pies en los crocs, se levantó del butacón y se dispuso a seguir al interno por el corredor. Pero aún se demoró unos segundos para acabarse de un solo trago los restos del café, ya frío y lleno de borra. ¡Puaj!

—Espero que de verdad el carajo venga con las tripas afuera… —continuó rezongándole al interno, un cuatrojos bajito y delgado. Lo brevísimo del trayecto limitó el número de madres en las que pudo cagarse.

Oyó voces alteradas, alaridos, gritos confusos y también a todo volumen A night in Bangkok de Murray Head.

En la Sala de Sutura se topó con este poco ejemplar espectáculo: sobre una camilla destartalada (la misma que usualmente se empleaba para trasladar a los cadáveres a la morgue), dos o tres enfermeritas pugnaban por contener a una entidad que sólo cabe describir como una masa convulsa y aullante de harapos que pateaba y sangraba, al tiempo que la tal Amarilis, gorda y fofa como un gusano blanco con anteojos, les chillaba sin cesar órdenes e injurias, blandiendo con insensata seguridad una jeringuilla descapuchada. Por su parte, el tercer interno hacía su aportación al caos general agachado sobre una cubeta en una esquina, vomitando hasta los hígados. Bustillos, un moreno corpulento tocado con un gorro quirúrgico de colorinches, contemplaba la fiesta desde la puerta, cruzado de brazos y con aire de perverso regocijo.

—Hasta que llegaste. ¿Cómo la ves? Te tenemos aquí esperando a tu hermano perdido…

Un ebrio indigente: ¿qué mejor para alegrar la guardia? ¿Y cómo es que ni siquiera le han tomado una vía?

—¿No se supone que tú deberías estar ayudando? Esas muchachitas no creo que tengan fuerza para tener quieta a semejante bestia. ¿Qué pasó con tu caballerosidad?

—¡Quiaaaaá..! Si está clarísimo que la doctorcita tiene la situación bajo control… Hasta me ordenó que abandonara el área, pues yo le estaba impidiendo cumplir con su trabajo… Por lo menos me consta que hasta el momento no le ha clavado esa aguja a nadie, ni siquiera al paciente.

—¡Vaya peste! ¿No pudieron al menos darle un baño?

Y en verdad el ambiente olía a un mezclote penetrante y agresivo de ropa sucia impregnada de sudores antediluvianos, alcohol, orines, pus, heces disentéricas, leche rancia, dientes podridos, chancros, amoníaco, agua de floreros, semen, sangre vieja y animal descuartizado.

—Así lo trajeron los muchachos de Protección Civil. Por cierto que casi que nos lo tiraron en la entrada desde la ambulancia. ¿Y de cuándo acá aquí tenemos dónde o con qué bañar a nadie?

—¿Quién lo recibió?

—El becerro ese de los lentecitos con que te mandé a buscar.

—¿Y dónde carajo está metido Marín?

—¿Marincito? Vaya usted a saber. Imagino que donde Lucila o donde Armida. Las dos tienen turno esta noche, así que andará muy complicado. Ya van para dos horas que los internos están solos.

—Un ebrio indigente: ¿qué mejor para alegrar la guardia? ¿Y cómo es que ni siquiera le han tomado una vía?

—Para mí que, aparte de caña, también habrá estado fumando piedra, que los pone así de locos.

—Supongo que eso es de tu experiencia personal. ¡Coño, pero déjenlo ya! —les gritó a los beligerantes, mientras se ponía los guantes de látex y una bata desechable. Tomó nota mentalmente del orden en que echaría las broncas en cuanto acabara el circo de la noche y juró que no se le iba a escapar nadie.

El efecto de sus palabras fue mágico. Las enfermeritas de caras asustadas y sudorosas se apartaron, la interna con aspecto de gusano blanco depuso la inyectadora y se achicó hasta casi esfumarse, y el borracho, sintiéndose libre, dejo de tirar coces y se encogió en posición fetal, con las rodillas contra el pecho, y la cara barbuda escondida entre los brazos. De los dedos de la mano izquierda chorreaba un reguero de sangre.

Se acercó a examinarlo. De cerca su olor era casi insoportable, pero como fuera, lo aguantó. Algo en ese desconocido le resultaba incómodamente familiar, y por un instante brevísimo lo desconcertó la extraña sensación de haber vivido ya ese momento.

Déjà vécu. Así es como se le decía en las clases de psiquiatría. Apenas podía recordarlo.

—Venga, compañero, déjeme revisarle el brazo. Compórtese, que aquí sólo queremos ayudarlo… Si no, vamos a tener que sedarlo.

Logró separarle el brazo lastimado. El tajo, o más bien, los tajos, resultaban en verdad espeluznantes: tres cortes anchos e irregulares que recorrían escalonándose desde el codo hasta la palma de la mano, desnudando huesos y tendones. Varios de éstos se veían retraídos y amputados, y en el medio de las heridas centelleaban pedazos de vidrio; una fuentecilla pulsante de sangre muy roja delataba la lesión de una arteria.

Previó un trabajo largo y fastidioso, pero lo primero era parar la hemorragia.

—Bustillos, búscame ya mismo una…

El indigente levantó la cara y lo miró.

Por un instante creyó reconocer aquel rostro y se le vino a la cabeza el sarcasmo de Bustillos sobre su “hermano perdido”, en el que no había caído en el momento, pero de improviso pasaron demasiadas cosas a la vez. Quizás el reconocimiento fue mutuo, pues la mirada de aquellos ojos inyectados de sangre pasó de golpe de la apatía al pánico, la cara hirsuta se crispó en una mueca de pavor salvaje, la boca saturada de dientes podridos le gritó algo incomprensible y aquella patada lanzada con precisión de animal acorralado le dio en el medio del pecho, arrojándolo aturdido de dolor y con la respiración cortada contra una estantería llena de cajas y orinales.

Desde el suelo oyó carreras y alaridos y pudo ver que Marín finalmente se había dignado a aparecer. Pedía a gritos que alguien montara un Haldol. “Buena idea. Y mejor si se me hubiera ocurrido a mí” —pensó, mientras se dejaba auxiliar por uno de los internos, quizás aquel que lo había ido a buscar en primer lugar. Al cabo de un cuarto de hora el tranquilizante había hecho efecto, ayudado por la pérdida de sangre (que ya embarraba algo así como la mitad del piso de la sala). Decidió que Marín terminara de remendar al indigente y que luego lo ingresara para observación. Tenía tan adolorido el cuerpo como el amor propio, y le hacía falta echarse unas horas para sanarse.

—Me voy a dormir, así que te quedas a cargo. Y agradezco que, por esta noche, ya no me llamen más.

—¿No hacemos turnos?

Sus labios se movían despacio, como murmurando algo, y los párpados semiabiertos descubrían las escleras de color gris sucio.

—¿A esta hora? ¡Tan bello que eres! Qué te crees tú… no fui yo el que te mandé a echarte una perdida y dejar solos a los internos. Ahora te jodes.

—Como usted diga, jefe.

—Le pides sangre al viejo borrachín de mierda ese. Y le indicas antibióticos. Y el toxoide. Y a ver si logran averiguar cómo se llama o si tiene algún familiar que responda por él. Pon a eso a los internos, a ver si es que sirven para algo. Que resuelvan.

—Vale. Ya mismito.

Mientras Marín se afanaba en dar puntadas bajo la luz de la lámpara de cuello de cisne, y los tres internos pugnaban por retirarle los harapos mugrientos con unas tijeras sin filo, el indigente dormía, respirando ruidosamente. En un paral goteaba con rapidez una bolsa de solución. Sus labios se movían despacio, como murmurando algo, y los párpados semiabiertos descubrían las escleras de color gris sucio, al tiempo que no cesaban de destilar un icor ambarino hacia las mejillas hundidas. ¿Viejo? No lo era. De la cuarentena seguro no pasaba, aunque la calle lo hubiera desgastado. Pero algo en sus facciones volvió a incomodarlo e involuntariamente apartó la mirada.

—¿Por qué está tan tumbado? ¿Es sólo por el Haldol?

—Qué va. Le mandé poner trescientos de ketamina. Si no, no me deja terminar esto.

—Suena a mucho. Anda con cuidado, que estos carajos suelen tener el hígado deshecho.

—Tomo nota.

—Y déjate de perseguir a las enfermeras, que te vas a meter en reverendo peo.

 

II

Se despertó a las seis en punto y se dio una ducha de agua helada. ¡Hijo de puta! El pecho le seguía doliendo, y al mirar se descubrió un cardenal que le ocupaba casi todo el esternón. Lo detalló en el espejo herrumbrado con disgusto y minuciosidad: una mancha rojonegruzca chapuceramente ovalada, borroneada y ancha como la palma de su mano cerca de la clavícula izquierda, y de unos cuatro dedos y trazando con precisión grotesca el semicírculo del tacón del zapato por debajo del pezón derecho. Nunca se hubiera imaginado que ese carcamal mierdoso pudiera retener en su esqueleto vigor suficiente como para provocarle semejante daño. La verdad es que, siendo honesto, era él el que había actuado de manera estúpida, y podía considerarse hasta cierto punto bien librado: es muy preferible recibir una patada a una puñalada. Por experiencia propia y ajena (mala) sabía que la mayoría de los vagabundos llevan encima una navaja, o, al menos, algún objeto cortante.

Se preguntó si valdría la pena hacerse una radiografía o si todo podía solucionarse con unos ibuprofenos y un poco de hielo, y decidió que mejor lo segundo. Mientras se vestía, notó que la otra cama seguía sin deshacer. Por lo visto, Marín se había tomado muy en serio el regaño.

Lo consiguió fumando y tomando café delante de la reja de la Emergencia, acompañado de Bustillos y de otro enfermero al que sólo conocía de vista. Por las ojeras se notaba que no había dormido nada en la noche, y a pesar de esto no parecía particularmente cansado ni de mal humor.

—¿Qué hiciste con el indigente? No lo vi en ninguno de los cubículos. Espero que no se te haya ocurrido egresarlo.

—Es que ya no tiene nada que observarle. La verdad es que lo puedes encontrar en la morgue.

—Es broma, ¿verdad?

—Nanai, nanai. Está muerto, muertísimo.

—Tan muerto como Julio César —apostilló Bustillos, burlón—. El doctorcito Marín, aquí presente, resolvió temprano.

—¿Qué carajo pasó? ¿Estas no son las cosas que se supone tienes que avisarme?

Supongo que intentaría pararse de la camilla, se resbaló, cayó y se golpeó el cuello con el respaldo de la silla que tenía al lado.

—Si mal no recuerdo, pediste que no te molestara, y no te molesté. Además, igual estaba muerto, así que ¿ya para qué? ¿Lo ibas a revivir?

—Termina de una vez. ¿Qué pasó?

—Tranquilo, que pareciera que fueras tú el que está sin dormir. Terminé de suturar a tu borracho favorito casi a las cuatro, pues fue una guerra sacarle el poco de cristales que tenía en la herida, las muchachas lo asearon lo mejor que pudieron, lo pasaron a un cubículo y se le puso la sangre. Me quedé tomando café y charlando en el estar de enfermería, y como a eso de las cinco oímos un golpe y corrimos a ver. Me encuentro a tu mendigo en el suelo, sin signos, con la cara morada y un hematoma en el cuello. Intentamos reanimarlo, y nada. Lo doy por fallecido, pasa a la morgue y ahora está en la cava. Supongo que intentaría pararse de la camilla, se resbaló, cayó y se golpeó el cuello con el respaldo de la silla que tenía al lado.

—¿Eso es todo? De verdad que es un alivio saberlo. ¿Cómo es que nadie lo vigilaba? ¿A nadie se le ocurrió que un paciente violento tenía que estar refrenado?

—¡Coño! ¡Sí eres exagerado! Segurísimo que aquí a todos los pacientes les tenemos una enfermera encima toda la madrugada. El carajo estaba tumbadísimo entre el Haldol y la borrachera que traía. En mi tierra a esto se le dice “accidente”, y por algo será.

—Igualito voy a tener que pasar un reporte.

—Haga lo que tenga que hacer, mi jefe, que para eso es el que manda en la guardia.

Ya se retiraba cuando recordó lo otro que quería preguntar.

—¿Pudieron identificarlo al fin?

—Que va. En los bolsillos sólo traía dos cigarrillos, una papeleta de bazuco, una carterita de anís y una navajita. Más nada. Ni siquiera fósforos.

Al final optó por dejar las cosas de ese tamaño y no presentó ningún reporte, pues no vio claro a quién podría beneficiar. Ciertamente, no a un cadáver sin identificar, destinado a pasar, seguramente, muchos meses en la cava. Sintió una punzada de remordimiento al considerar lo desechables que resultan algunas personas, pero se justificó con la suposición de que a los cadáveres no les importan tales detalles. Por eso prefirió agarrar su bolso de guardia (un desgastado Nike azul) y largarse en cuanto dieron las ocho. Hacía sol y el día libre había que aprovecharlo. Pero antes de salir no olvidó cumplir con el que consideraba su ritual obligado: sacó un calendario que llevaba en la cartera y tachó la fecha del día anterior: una guardia menos para terminar la puta residencia. Ya sólo le quedaban cinco.

El dolor en el pecho se le pasó cuatro días más tarde, la equimosis se volvió azul a los cinco, amarilla a los doce y desapareció por completo más o menos a las tres semanas.

 

III

Cumplió con las cinco guardias que le quedaban y al fin pudo decirle adiós al hospital, con todo lo que eso implicaba: no más trasnochos, comidas frías, turnos intempestivos y cafés aguados llenos de posos. Tampoco echaría de menos el tener que lidiar con los internos, con colegas desaprensivos como Marín o con pacientes con escasa afición a la higiene personal.

Al principio le fue bien y sin exigirle la suerte lo favorecía. Recibió su título flamante y gracias a sus conexiones no demoró en encontrar un buen empleo. Empezó a trabajar en un sanatorio privado, y en unos meses se convirtió en mano derecha y factótum del dueño y principal accionista, un vetusto y artrósico caballero, antiguo catedrático de su facultad. Este era una vieja gloría carcomida por la senilidad rampante, pero que se empeñaba en seguir atendiendo pacientes en su consultorio de paredes empavesadas en maderas nobles, tachonadas de diplomas en marcos dorados, y presidido por un descomunal escritorio de caoba. Supo hacerse indispensable en la medida en que con tacto y discreción lograba ir evitando que los dislates de su jefe incidieran negativamente en la salud de los enfermos. Razonó que, si jugaba bien sus cartas, tenía una buena oportunidad de heredar la consulta de la vieja gloria en cuanto éste no diera para más, lo que por fuerza no demoraría mucho. Con esta sensata perspectiva en mente, no vio problema en contraer matrimonio y engendrar dos hijos en menos de un lustro.

Por supuesto, también adquirió deudas, una que otra amante y cierta inmoderada afición al whisky 18 años: la muy difundida creencia de que los médicos son abstemios por convicción no pasa de ser una falacia fácilmente rebatible.

Los acontecimientos fueron dando pie a que fuera perdiendo el gusto por el gravoso 18 años, y se pasara al 12, y luego a mezclas aún más sospechosas.

Trascurrieron unos pocos años. En una que otra oportunidad su esposa llegó a sorprenderlo en un lapsus extraconyugal, lo que una vez desembocó en trifulca pública con bofetadas incluidas. A todas estas, la vieja gloria persistía incólume, aferrada a su escritorio y sin ausentarse jamás de 8 a 11 y de 2 a 6 de lunes a viernes, mientras sus pacientes raleaban vertiginosamente (algunos de ellos por muerte natural), esfumándose a la vez que los ingresos y sus expectativas. La verdad cruel es que, para desesperación de sus herederos potenciales, el viejo carcamal permanecería al pie del cañón hasta su fallecimiento años más tarde y ya casi centenario, tras ese mismo escritorio y mientras elaboraba trabajosamente un récipe incongruente para su último enfermo, el único al que había atendido en meses. Nuestro protagonista jamás llegaría a enterarse de este hecho.

Los acontecimientos fueron dando pie a que fuera perdiendo el gusto por el gravoso 18 años, y se pasara al 12, y luego a mezclas aún más sospechosas, las cuales trasegaba sin la debida mesura. Comenzó a pasar cada vez más tiempo en bares de categoría menguante y menos en la consulta del ancestro o en su hogar. Tras esas jornadas apelaba en vano al consumo compulsivo de pastillas mentoladas para disimular el aliento antes de regresar por el camino más largo. Finalmente, en una misma semana memorable fue despedido de su puesto a consecuencia de una maquinación capitaneada por un nieto de la vieja gloria, un mocito recién graduado, pero con grandes ambiciones, y a los dos o tres días su fiel consorte lo echó de la casa, amén de plantarle una denuncia por abusos y maltrato que lo mantuvo durmiendo por dos noches en un calabozo policíaco. El colofón de esa septimana horribilis fue una magna borrachera oficiada en un infecto antro de arrabal, en la que acabó implicado en lo que los periodistas de sucesos describen como riña colectiva. No llegó a enterarse de las razones de la pugna, ni de cuál de los bandos en conflicto lo había asimilado, pero esto no impidió que terminara golpeado y robado con imparcialidad.

Amaneció tirado en un umbral, con la cabeza revolcada en un vómito. Al despertar notó borrosamente que lo habían despojado de la billetera con todos sus documentos, así como de las tarjetas de crédito (éstas le daban casi igual, pues todas estaban sobregiradas), además de desgarrarle la manga derecha de la chaqueta y de privarle del cinturón y de un zapato. Por suerte, los daños físicos parecían limitarse a un ojo amoratado, unas pocas contusiones, la pérdida de dos dientes, los nudillos despellejados y un corte irregular en la coronilla. Quizás por el apuro los saqueadores no habían logrado dar con el bolsillo secreto del pantalón, donde guardaba su último y desesperado capital, en la forma de cinco o seis billetes bien doblados.

Se puso trabajosamente de pie y sin mayor estupor se dio cuenta de que ya no existía ningún lugar al que tuviera que regresar.

 

IV

Desembocó así en una noche gigantesca, inextinguible, sin principio ni fin. Fechas y horas dejaron de tener sentido, y lo fue ganando la certeza de habitar en un presente desnudo. Su existencia anterior terminó por parecerle un sueño incongruente.

Dio con otros seres extraños de su misma condición, que lo recibieron con lacónica cortesía y sin preguntas innecesarias. Aprendió muchísimo de ellos. Lo primero: que el cuerpo no es más que un sumiso animal doméstico al que le basta, de vez en cuando, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne corrompida o de un puñado de arroz mohoso. Aprendió que el hambre nunca es fatigosa si se dispone de un buen trago de aguardiente. También cuáles son los mejores lugares donde guarecerse para dormir si estaba lloviendo o hacía frio, además de cómo defenderse si intentaban pegarle. Le enseñaron a agenciarse y a fumar marihuana, piedra y bazuco o, en su defecto, a aturdirse inhalando pega de zapatero, y que no existe tal cosa como un alcohol tan malo que resulte imbebible (nunca lo hubiera sospechado en la época en que paladeaba el 18 años, del que ya ni se acordaba). Por ellos supo cómo conseguir algún dinero mendigando, impetrando a los peatones con voz lastimera, o lavando parabrisas en los semáforos, o cuidando carros, o con pequeños robos y trapicheos. Constató que, a pesar de la frugalidad de la vida de estos ascetas urbanos, el vil metal les seguía siendo indispensable, pues los traficantes, bodegueros y encargados de bares insistían en exigírselo.

No faltaban las peleas, sobre todo a raíz de disputas por territorios, o por el aguardiente o las drogas, casi las únicas posesiones que ponderaban como preciosas e indispensables en el mundo.

En su mutable comunidad no había nombres legales ni miembros fijos. Casi todos tenían algún apodo relativo a algún rasgo o defecto físico, o a alguna característica accesoria. Por ejemplo, a él solían llamarlo Catire, por su piel blanca (al principio, luego ya no lo era tanto) o, con más frecuencia, el Dóctor (con acentuación llana). Uno de los más respetados y con el que pronto hizo profunda amistad era una especie de gurú, médico brujo o anciano sabio, un vejestorio famoso por tener visiones beatíficas y tartamudear moralidades y profecías cuando estaba demasiado drogado, o incluso si no lo estaba; a éste lo conocían como Gargajo Negro. También eran habituales de la cofradía Perro Muerto, el Tiñoso, el Chino, Garrapata, Cebollita, el Gocho, el Pelón, Pablito y Musiquita. Cada uno tenía su propia zona donde buscarse la vida y procuraba no entremeterse en la de los otros. El llamado Garrapata, bajito, moreno y desgastado casi hasta el hueso, tenía la particular costumbre de llevar consigo siempre una lata de pintura, con la que trazaba cruces en lo que se terciara: aceras, muros, postes, vallas, bancos y, en especial, automóviles. Esto último lo convertía en sujeto preferente de insultos, palizas y amenazas. Cebollita era el más siniestro de todos: un cojo que con su muleta y la pierna envuelta en trapajos pringosos tenía el mal hábito de intentar violar niñas. En un par de ocasiones se había salvado por los pelos de ser linchado y casi todos lo rehuían como a la peste. Las mujeres, aunque muy solicitadas, siempre escasearon, y no solían durar mucho tiempo en un solo lugar: en todo su tiempo en la calle apenas si llegó a tener algún trato con Chatarrita y con la Chupichupi. Muchos apreciaban la compañía de uno o muchos gozques esqueléticos, con los que compartían sus cartones de dormir y las escasas viandas.

Tampoco es cierto que vivieran siempre en un ambiente de paz idílica. No faltaban las peleas, sobre todo a raíz de disputas por territorios, o por el aguardiente o las drogas, casi las únicas posesiones que ponderaban como preciosas e indispensables en el mundo. Las discusiones casi invariablemente eran suscitadas por una suerte de convicción universal de que siempre la parte que le tocaba a cada cual era la más pequeña, sintiéndose todos y cada uno perjudicados, aunque otras veces se originaban por robos u otros abusos. Bastaba cualquier mala racha para que corriera la noticia de que este y aquel habían llegado a las manos tras tener un altercado, terminando en ocasiones uno o ambos de los púgiles en el puesto de socorro. Ese era un lugar al que en principio nadie quería ir, pues el personal los vejaba y trataba con despotismo y asco. Las fricciones con el servicio sanitario venían de siempre, pero se habían agravado aún más desde hacía seis o siete meses, debido a la ocurrencia de Pablito, que sólo pretendía que le inyectaran un Akineton, de fracturarle el brazo a una doctorcita que le había hablado con mal tono, para luego intentar cortar con una hojilla de bisturí que habían dejado descuidada a los enfermeros que intentaban reducirlo. En represalia, el personal de seguridad le había propinado una paliza, y el director había dado la orden de que no se le prestara más atención en ninguna circunstancia ni se le permitiera acceder a las instalaciones. Y la verdad es que nadie tenía muchas ganas de pasar por una experiencia así.

Una noche en que le había ido bien limpiando parabrisas de autos y tenía algo de dinero en el bolsillo, el Dóctor se encontró con Perro Muerto y Gargajo Negro y les preguntó si tenían algo de fumar. No, no tenían, pero Perro Muerto sabía dónde conseguir, ya que conocía a un jibaro nuevo en la zona (a los otros los había corrido la policía hacía poco, y por eso andaban escasos). Le dieron el dinero y se sentaron a esperar, matando el tiempo con unos espaciados tragos de anís de la botella de Gargajo. Al cabo de un rato les pareció que tardaba más de lo debido.

—Ese mielda de Perro Muerto se hagrá perdido, mi Dóctor. Segurito que sí —gangoseó Gargajo Negro.

—¡Coño! De verdad está tardando el hijo de puta. ¿No dijo que era cerca?

—Celca su mamacita. Si ese pendejo ententa robarme que se va a jodel.

Decidieron buscarlo. Tras dar algunas vueltas por los lugares habituales lo encontraron instalado plácidamente y en pleno éxtasis bajo el puente, echado de espaldas y con los ojos en blanco; aún le humeaba entre los dedos la pipa fabricada con una antena de radio. Era ostensible que se había fumado toda su parte, y también toda, o casi, la de los otros. Mientras Gargajo Negro, fuera de sí, se distraía emprendiéndola a patadas e insultos con el yacente, él distinguió en el suelo una papeleta solitaria y se apoderó de ella sin pérdida de tiempo (al fin y al cabo, bien era suya pues era el que había puesto el dinero).

—¡Hijo e’puta, Perro de mielda! ¿Así agladeces? —seguía gritando el otro, cada vez más rabioso. La indignación y la justa ira parecían haberlo transfigurado, devolviéndole las fuerzas de cuando era joven.

Perro Muerto se paró tambaleante e intentó huir, pero el anciano, ya en pleno furor homicida, lo frenó rompiéndole la botella de anís en la cabeza. Llovieron cristales y salpicaduras de sangre y de licor. Tras dar apenas dos pasos, Perro Muerto se fue de bruces en el agua cenagosa y se quedó inmóvil.

Pero aquello aún no terminaba. Tras ajustar cuentas con el ladrón, Gargajo Negro se volvió hacía él con el rostro cárdeno, respirando trabajosamente y aún con el cuello de la botella en la mano, sólo que ahora lo coronaban un inquietante rosario de filos y aristas.

Con la mano medio sana logró atraparlo por la muñeca y se la retorció sin piedad hasta que la oyó crujir y los dedos soltaron el cuello de botella.

—¿Y tú, comemielda, también me vas a robá? ¿Clees que a mí se me engaña ansí de fácil? ¡Coño, hijo e’ mil leches, que no sabes con quien te has metío! —y le lanzó una estocada a la cara con su arma improvisada.

Logró evitarla echándose hacia atrás en el último momento. El vejete siguió viniéndosele encima, gritando y escupiendo espumarajos, mientras lanzaba alternativamente tajos y puntazos con toda la fuerza que podía exprimirle a sus músculos resecos. Siguió retrocediendo, resbaló, cayó de espaldas y sintió que en las palmas y en los antebrazos se le incrustaba un millón de vidrios rotos, y en el último segundo logró ponerse de pie cuando ya Gargajo Negro se lanzaba con una estocada a fondo hacia su cara, y entonces se encontró de espaldas contra un muro y comprendió que se había dejado encerrar estúpidamente y también que en el estado de frenesí en que se encontraba su amigo éste no pararía hasta dejarlo frito. Levantó el brazo izquierdo para protegerse la cara y sintió que los filos de vidrio le sajaban la piel y se le hundían en la carne. El dolor intensísimo y el calor de la sangre que le chorreaba a borbotones lo despabilaron por fin: no era cuestión tampoco de dejarse morir, así como así. Nunca había sido muy ducho en peleas, pero su oponente era un vejestorio decrépito y con la mano medio sana logró atraparlo por la muñeca y se la retorció sin piedad hasta que la oyó crujir y los dedos soltaron el cuello de botella. De un puntapié lo mandó a la quebrada, y luego hizo lo mismo con su oponente.

—¡Coño e’madre! ¡Marico de mielda! —continuaba sin pausa el viejo mientras chapoteaba en el agua sucia, ahora más lastimero que belicoso.

Salió finalmente a la avenida, ya mareado por la hemorragia.

 

V

La pareja entraba o salía del edificio, y se indignaron de que aquel indigente no hubiera tenido mejor idea sino elegir su vestíbulo para echarse a dormir la borrachera, aunque el problema real empezó cuando la mujer se dio cuenta de que se había embarrado de sangre sus zapatos Jimmy Choo. La policía vino y se fue, tras determinar que el pordiosero se encontraba, efectivamente, con vida, pues no estaban dispuestos a ensuciar el asiento trasero de la radiopatrulla, ya que ésta sólo debía emplearse con delincuentes en impecables condiciones de salud y limpieza. Además, ellos no eran ambulancia. Llegaron los de Protección Civil, y éstos sí accedieron a desembarazar el umbral de aquel estorbo, aunque con objeciones y serias dudas. Si no lograban que algún hospital se lo aceptara, quizás tendrían que regresar y dejarlo en ese mismo lugar.

Por lo visto, esa noche estaban de suerte. Aunque el ayudante tendía al optimismo, el conductor previó con amargura una larga y tediosa jornada de hospital en hospital antes de deshacerse de la mercadería (nunca nadie parecía estar particularmente ansioso de hacerse cargo de un indigente enfermo o herido). En primer lugar, fueron al Periférico, por quedarles más a mano, y en la Emergencia no había ningún médico residente a la vista. Antes de que alguien pudiera objetar o preguntar le encajaron el paciente a un interno desconcertado y cuatrojos, le hicieron firmar la planilla que legitimaba que lo había recibido, y que por ende pasaba a ser su responsabilidad, y enseguida salieron a escape, pues tenían pendiente otra llamada urgentísima.

Unas manos enguantadas lo pasaron de una camilla a otra. Mantuvo los ojos cerrados, sintiéndose morir, mientras muchas voces y pasos iban y venían a su alrededor. El brazo le dolía terriblemente, y sentía que la sangre le seguía chorreando por los dedos. Por lo visto, no se ponían de acuerdo sobre qué hacer con él. Una voz impositiva y chillona de mujer apuraba e insultaba a los demás, emitiendo sin parar órdenes ineptas y contradictorias. Una voz de hombre (que le sonó remotamente conocida) inquirió sensatamente si no sería preferible hacer una cura compresiva, tomar una vía para colocar una bolsa de solución y darle algún analgésico. La mujer de la voz chillona se tomó francamente a mal estas sugerencias.

—¿Qué se ha creído? ¡Usted es sólo un enfermero! ¡Abandone el área y déjeme hacer mi trabajo!

Entreabrió los ojos y vio un rostro blancuzco y fofo, con unos gruesos anteojos de pasta, cuyos labios se abrían y cerraban sin parar, contorsionándose. Vio también que en una mano blandía con insensata seguridad una inyectadora descapuchada.

Aquello pintaba muy mal.

Varias manos cayeron a la vez sobre su brazo herido, intentando inmovilizarlo y haciéndole un daño horrible. Pero lo peor estaba aún por llegar: un jovenzuelo de bata blanca, atezado, delgado y con expresión de estar reprimiendo las náuseas, empezó a verter directamente un líquido transparente en la herida desde un frasco blanco con letras azules. Por lo visto alguno de aquellos matasanos tenía la pintoresca idea de que un buen método para limpiar una herida era verter directamente alcohol en ella. Sintió en el brazo el fuego del infierno.

Sintiéndose libre, dejó de tirar coces y se encogió en posición fetal, con las rodillas contra el pecho y la cara barbuda escondida entre los brazos.

—¡Hijos de puta! —les gritó, intentando desesperadamente zafarse.

Una radio portátil emitía a todo volumen A night in Bangkok de Murray Head.

Siguió una lucha confusa, con muchas manos intentando retenerlo sobre la camilla y una sucesión de caras asustadas o enardecidas. Vio que el jovenzuelo atezado se apartaba y se ponía a vomitar en una cubeta. En la puerta de la sala de curas vislumbró a un moreno corpulento, tocado con un gorro quirúrgico de colorinches, que con los brazos cruzados contemplaba la escena con evidente regocijo. Parecía hablar con algún recién llegado ubicado fuera de su campo visual. Luego escuchó aquella voz, y todas las manos lo soltaron.

—¡Coño, pero déjenlo ya!

Las enfermeritas de caras asustadas y sudorosas se apartaron, la interna con aspecto de gusano blanco depuso la inyectadora y se achicó hasta casi esfumarse, y sintiéndose libre, dejó de tirar coces y se encogió en posición fetal, con las rodillas contra el pecho y la cara barbuda escondida entre los brazos. De los dedos de la mano izquierda le chorreaba un reguero de sangre.

Y oyó que le decían:

—Venga, compañero, déjeme revisarle el brazo. Compórtese, que aquí sólo queremos ayudarlo… Si no, vamos a tener que sedarlo.

Con pavor sintió que le separaban el brazo herido con delicadeza y se lo examinaban con cuidado.

—Bustillos, búscame ya mismo una…

Levantó la cara y lo miró

Javier Garrido Boquete
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