Cuento invisible
Un autor imaginó un cuento de fantasmas tan perfecto que, cuando intentaba escribirlo, los fantasmas del relato tornaban invisible la tinta. Nunca logró publicarlo.
El cuento no contado
Muchos siglos antes de Gutenberg, un cuentista quiso editar un cuento jamás contado. Como pronto lo olvidó, propuso a los copistas dejar dos páginas libres hasta que el recuerdo volviera a su mente.
Fue mi abuela quien me contó el cuento no contado por el cuentista cuando yo cumplía cinco años. Lo recordó al ver, en aquel vetusto libro de cuentos, esas dos extrañas páginas en blanco.
La solución
—Acaba de comer del fruto.
—Lo sé, Adán. A mí nada se me escapa.
—Yo no comí.
—Lo sé, Adán. A mí nada se me escapa.
—¿Y entonces?
—¿Entonces qué?
—Que, ahora, el hijo que nazca será inmortal y perfecto de mi parte, pero imperfecto y mortal por la suya.
—No podrá ser así, Adán. Tu descendencia será inmortal y perfecta o imperfecta y mortal. Nunca una mezcla de ambas cosas. Así es Mi Ley.
—Entonces, no veo solución porque tampoco puedo divorciarme de ella, según Tu Ley.
—Lo sé, Adán. A mí nada se me escapa.
—Mas según Tu Ley, también debo llenar la tierra.
—Lo sé, Adán. A mí nada se me escapa.
—Sólo podré llenarla si me das otra mujer perfecta y que, además, no coma del fruto.
—No podrá ser, Adán. A partir de hoy descansaré de toda creación, como ya dije. Esto también es Mi Ley. La solución debes encontrarla tú mismo, como cabeza de familia.
Yaveh ya estaba de nuevo en el Cielo cuando vio al hombre llevarse el resto del fruto a la boca. Sólo entonces suspiró hondo: el inteligente Adán había hallado la solución.
Los malditos
Entró en su confortable casa, mascando el temor en su rostro, demacrado, en silencio. Hoy por hoy, la presencia del peligro en el barrio era vox populi, el comentario obligado y trasnochado de cualquier mesa de café. El terror danzaba en el ambiente, se adueñaba de todos, viejos y jóvenes, sin necesidad del incentivo de películas que adaptaran, mal o bien, la obra de Bram Stoker. Ya los vampiros eran reales; ya sus víctimas, evidentes.
Su mujer, sus vástagos, dormían plácidos, ajenos, pletóricamente felices. Pensó despertarlos, reunirlos y decidir entre todos si valdría la pena esa espada de Dionisio el Viejo sobre sus cabezas y arriesgar la vida ante aquellos malditos, por más que la casa naciera dieciocho lustros atrás y de bisabuelos dedicados, como rezaba la altiva tradición de familia. Padre amoroso, debía velar, cubrir con sus tiernas alas el nido propio. Acaso, mejor mudarse, sin atarse culposo a herencias ancestrales.
Pero, ¿para qué ponerlos ya sobre aviso? No, no serían horas decentes. Impiadoso, sobresaltar escándalos. Mejor que siguieran durmiendo. Resolvería todo solo. Elucubró y elucubró en su frágil corazón forma tras forma de encarar el neblinoso asunto. Amén que meditaba, que mataba tensiones, que se prodigaba alerta, por si ellos, los malditos, aparecían. Sin embargo, poco a poco, Morfeo lo fue convenciendo. No quería dormir, no debía dormir, pero a su pesar finalmente sucumbió al sueño profundo.
Al caer el sol lo tenía decidido: abandonarían la casa con presteza. Mas justo en ese instante, sintió el ruido sordo. Y la cruel estaca de madera invadiendo su corazón. Los malditos se les habían adelantado.
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