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Relatos de metro 3

jueves 1 de agosto de 2019
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Sentado, miro hacia los lados y me estiro en un bostezo. Los ojos se me pegan solos mientras olvido el sabor del último trago. En seguida una embestida de cientos o miles que forcejean, encajan sus uñas, empujan, golpean, hasta llenar los asientos con el desparpajo de una carcajada loca. Los menos afortunados son sorprendidos en la zona de las puertas, y ya no tienen forma de salir o acomodarse. Comprimidos, lidian contra una eventual sensación claustrofóbica. Volteo hacia la ventana y noto el paso de una estación tras otra, como la cinta de un carrete de cine o un carrusel de alguna parte.

Somos conducidos por una ruta desconocida. La ventana comienza a transmitir imágenes de un pretérito perdido.

Las compuertas vuelven a abrirse y entran otros cientos o miles que empujan de nuevo, golpean y encajan sus uñas, hasta colmar los resquicios que quedan por llenar. Y de la misma forma que la anterior, se privan de la risa frente a la perplejidad de los que ya estaban. Algunas víctimas de la embestida se aferran a los sujetadores de metal para no desaparecer.

Somos conducidos por una ruta desconocida. La ventana comienza a transmitir imágenes de un pretérito perdido: los atajaperros entre Julio y Marco por el amor de Cleopatra. Nerón interpretando la carbonización de Roma en un teatro de Hollywood, una Antonieta celópata amarra a Bonaparte por las pelotas, Hitler le vende su bomba desparasitante a Mussolini, Churchill abre la primera tienda de hamburguesas en Cuba, Gandhi pesca seguidores en río revuelto, la Thatcher publica poemas bélicos en el Times, Fidel gana casting para la película El buen demócrata, y en la última, veo a Plácido y Pavarotti batirse a duelo por el amor de una partitura… Sí, es una locura, pero por fin se abren las compuertas, y la gente sale del vagón vestida con esmoquin y vestidos caros, no me pregunten cómo me puse el mío.

Bailan una canción de un tal Granda. Sobre los aretes que le faltaban a una luna medio enguayabada, que los había guardado en el fondo del mar, porque más adelante se haría un collar con ellos, y que una mañana aprovechó un descuido para esconderlos en la bruma, mientras surfeaba sobre el mar… una vaina así, un tanto misteriosa en realidad. Tanto, que le pregunté un día a mi vieja cómo había hecho ese tal Granda para encontrar los aretes.

Veo a Rebeca bailando sola en un cuadrito imaginario. Me reconoce y extiende sus brazos. Sí, me dejó por mi compadre, pero nunca perdí las esperanzas. Así que esperé con tanta ilusión ese abrazo que cuando siguió de largo, y se aferró en los brazos de un Julio Iglesias rejuvenecido, quise como llorar. Empezaron a bailar y yo pedí un martini en la barra donde apareció Trino Mora; hacía unos coctelitos de otro mundo. El efecto se desvanecía apenas terminabas el trago. Así que pedías otro de inmediato y seguías. El humo era denso, pero no tanto como para no distinguir a Rebeca y el reluciente diente de oro de Iglesias. Cómo sonreía el condenado. Ponía su mentón madrileño sobre el hombro de ella y, desde la cúspide de su espalda, miraba hacia abajo. Su globo ocular bailoteaba dentro de las órbitas al notar las ternuras del escote: una espalda nívea y cremosa, torso torneado en toda su longitud hasta llegar a las firmes nalgas forradas de satén rojo. Las que yo mismo adoré por muchos años y extraño tanto. Pero ese es un cuento muy triste, y mejor sigo… Así que los nudillos de mis manos se activaron con un movimiento mecánico, cerrándose, abriéndose, otra vez cerrándose. Pensé movilizarme hasta la pista ejecutando mi mejor danza de pugilista y cuadre intimidatorio, pero cuando la veo con esa sonrisa de barragana, me sentí asqueado. Y luego miro al compadre, mariquísimo, intercambiando copas con un integrante de Daiquirí, la verdad, me decepcioné de todo el asunto.

Me preguntaba de dónde venía todo ese humo, y Trino Mora, como si hubiera leído mi pensamiento, dijo que era Rómulo Betancourt que andaba por ahí arrecho fumándose un puro, porque su país se le había torcido otra vez. “Tú si hablas paja, Trino”, le solté, “y sírveme otro de estos, vale”, le dije señalando mi vaso. Peló los dientes y me sirvió otro por la casa, pero mientras lo hacía, reveló que él sabía quién había torcido el país. Que era culpa de un tal barinés muy chistoso y de un gigante bigotón, que no sabían por dónde iban los pasos, pero se la pasaban inventándolos.

No supe qué decir y lo único que hice fue sonreír. Y bueno, me dieron muchas ganas de cantar como a veces hago en el trabajo.

Pero no sólo eran los hombres, también las mujeres estaban raras. Sus rostros tenían tanto panqueque que a veces uno notaba la nariz real y otra de mastique al lado. Eso sucedía también con las orejas y la boca. Aunque a una de ellas se le formó un tercer ojo que tenía nerviosa a la gente. Eso sí, todas caminaban tronando los tacones para que los hombres presintieran su aproximación. Por supuesto que eso causaba mayor impresión en los timoratos. Los trastornados por las manos de alguna matrona medio atravesada, que había hecho despojo con ellos. La que me gustó tenía melena rubia y el destello de una mirada luminosa. Llegó a la barra y saludó a Trino con confianza. “Señores, llegó la más grande de todos los tiempos: DORIS WELLS”, vociferó él, haciendo gestos como los presentadores. Ella comenzó a reírse apenada viendo a todos lados. Me miró y dijo: “Ay, no le hagas caso, chico, sólo dime Doris”. Ese nombre me retumbó, aunque no terminaba de ubicarla. Le solté el piropo que me vino, uno de ángeles, bueno en momentos de angustia. “Eres muy dulce, sabes, pero creo que esos ya están rayados, podrías haberme dicho algo como eso…”. En el fondo, un Lino Borges taciturno comenzó a decir: “Hay música en tu voz, hay música en tus manos, son tus labios de miel dos corales hermanos… terciopelo son tus ojos soñadores, luz de luna, tu sonrisa angelical…”.

No supe qué decir y lo único que hice fue sonreír. Y bueno, me dieron muchas ganas de cantar como a veces hago en el trabajo. Un reflector apuntó al fondo, y Amador Bendayán me hizo una presentación desproporcionada. “Ilustre”, me llamó “el primer caballero de la canción” y yo sólo llego a escudero. Él no dijo nada, sólo picó el ojo y me dejó allí frente a toda esa gente de todos los tiempos. Damirón afanado hacía señas en medio de la bruma para que le indicara el paso.

Mi voz comenzó a soltarse dentro de la acústica y busqué los ojos de Rebeca. Sus pupilas producían ese destello de culpabilidad. Fue por eso que le solté una de Tito, poderosa para corazones infieles:

…Hubo un adiós que no derrotó al corazón, igual que una raíz mi presencia quedó. Sé que en tu vida un día mandó la razón… pero no se escapó del ayer… tu corazón. Y por eso tiemblas… cada vez que me ves, yo sé que tiemblas, no hay misterio de ti que yo no entienda. Por qué tratas de ocultar… que yo soy parte de ti…

En seguida unos tipos me sacaron de escena. Creo que eran lacayos del tal Iglesias, porque me trasladaron fuera del vagón dando tumbos, estaba tan borracho que hasta ese momento me fijé en que había sufrido una alucinación producto de un pésimo aguardiente.

Axel Blanco Castillo
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