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Enajenación

martes 10 de septiembre de 2019
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Un libro debe ser el hacha
que rompa el mar helado
que hay dentro de nosotros
Franz Kafka

Todo ámbito de lectura es un sitio sagrado, inamovible por la estabilidad espacial que debe procurar, y nómada en cuanto a los lugares y épocas que se visitan con la imaginación, según los títulos que llegan y se van. Por ello era el lugar favorito de la abuela en la casa. Se olvidaba de todo lo demás al instante de encerrarse en el libro sin otro interés que el de amalgamarse con las palabras. ¿Qué eran ellas? ¿Unidades plenas de significado en sí mismas o apenas símbolos que revelaban alguna verdad superior? Pero atrapaban, influían. Construían y destrozaban por igual. Su nieto lo supo a partir del momento en que le atrajo el primer lomo que resaltó de entre los demás y decidió abrir el tomo en cuestión para empezar a devorar página tras página. El relato inicial hablaba de una autoridad que desde un amasijo de tinieblas dio existencia a la luz y nada más y nada menos que al mundo, a los accidentes geográficos, a las bestias, y por último, a la raza humana, empezando sospechosamente por el hombre. El niño no lograba dar con la justificación de aquella decisión, pues le pareció que el dios pudo haber creado macho y hembra al mismo tiempo. Algo al respecto había visto en alguna serie de televisión, o escuchado de su abuela desde sus más tempranos días guardados en la memoria, cuando pasaba las vacaciones escolares comiendo a sus anchas y leyendo las contratapas de los LP del abuelo, esos cancioneros impresos en el interior del cartón que se abría en dos como cualquier texto de los que leía en la escuela, pero que se le antojaron más interesantes, porque encerraban ideas de amor, reflexiones íntimas y hasta protesta social con rima.

El abuelo le advirtió que si llegaba a la última página, al amén conclusivo del apóstol Juan, corría el riesgo de terminar lunático.

Pero nada de lo leído podía compararse con el magnetismo que parecía desprender ese tomo grueso que mostraba en la portada a un hombre de bigote y barba con una mano alzada en obvio ademán de prédica y con un halo dorado que le rodeaba la cabeza. ¿Era un signo de tácita distinción, de renombre, de poder? A primera vista le dio mala espina que un solo individuo gozara de una naturaleza inmanente que lo hiciese preferible o superior al resto. Era un concepto contrario a lo que su abuelo, confeso comunista desde la mocedad, le decía sobre la igualdad necesaria entre los hombres. Sin embargo, el viejo reconoció que el afamado Jesús de Nazaret jamás mostró en ningún texto antiguo actitudes egoístas de esas propias de la burguesía dominante y por ello le dejó continuar la lectura de los evangelios canónicos convencido de que tarde o temprano los abandonaría cuando se diese cuenta del contraste entre el mensaje y los emisarios del catolicismo, entre la descripción del todopoderoso amoroso y los macabros medios de sus ministros para imponerlo como única entidad a adorar. Pero sobre todo, el abuelo le advirtió que si llegaba a la última página, al amén conclusivo del apóstol Juan, corría el riesgo de terminar lunático, como Rosalía, la anciana de la acera de enfrente (¡Tan católica y caritativa ella, tan correcta!, decía la abuela), que en una tertulia en el porche de su casa se jactó frente a varias vecinas de haber terminado de leer la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, y al día siguiente se le vio desnuda correr por la calle con el coche vacío de su nieta recién nacida mientras gritaba ¡Hossana, Hossana! sin cesar, y fue recluida en un hospicio geriátrico especializado en pacientes con demencia senil y alzhéimer.

—No quiero que le tengas miedo al libro, pero sí que sepas que es peligroso —sentenció el abuelo—. No te imaginas la cantidad de sangre de justos y pecadores que se ha derramado por su causa. Y para colmo ya volvió loca a la vecina. No es la única. A su manera todos entran en un estado de enajenación cuando se toman a pecho su contenido.

El chiquillo no tuvo un instante de paz durante aquellas vacaciones escolares cuando se percató de que la abuela se entregaba con disciplina a la lectura del libro peligroso, de dos a cinco de la tarde, durante las horas de modorra que seguían al almuerzo, el momento del día en que el calor embobaba el entendimiento del abuelo y lo hacía roncar con risibles estruendos. La mortificación no consistía en la lectura misma (porque algo bueno debía de dejar en el alma o en el intelecto el mentado libro, pensó), sino en el temible sino que revelaba la ubicación del inútil billete de dos bolívares usado para marcar la última página leída: evidentemente, la abuela hacía rato había pasado de largo los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo para abordar el quinto final del tomo empastado. El celeste billetito doblado, con un prócer de semblante impertérrito, acaso ignorante de la devaluación galopante de la moneda criolla, se ubicaba al inicio de la epístola de Santiago, llamado también Jacobo. ¿Por qué todo en ese libro era tan complicado, con un autor con dos nombres, manos invisibles editando contenido, tergiversaciones y dogmas sin base en sus líneas? La ponzoña que el abuelo profería contra la obra era perenne e incisiva, pero no dejaba de tener asidero en investigaciones de expertos. Sin embargo, era imposible convencer a la abuela de que no era verosímil que una trompeta derribara un muro o que un hombre fuese tragado por una ballena sin sufrir el consecuente efecto de la falta de aire o que el nacimiento de un niño fuese anunciado a un trío de sabios que siguieron a una estrella itinerante hasta dar con el paradero de aquél. Todo indicaba que la abuela seguiría hasta el final de la lectura, a la que le había invertido un tiempo irrecuperable que pudo haber sido destinado al cotilleo con las demás viejas de la calle o para ver telenovelas mexicanas. Por el momento, se había detenido en una página que contenía un fragmento subrayado en rojo que decía: “Cuando alguno es tentado no diga que es tentado por parte de Dios, porque Dios no puede ser tentado por el mal ni él tienta a nadie”. El pasaje le erizó los vellos de los brazos al chiquillo. ¿Qué mensaje le daba el Creador en aquel pasaje? ¿Debía mantenerse pasivo y no obstaculizar la lectura de la abuela? Estoy siendo tentado, pensó, el maligno quiere robarle un alma a Dios: ¡la de mi abuela! Le planteó en secreto su malestar al abuelo, quien de una vez contestó que no existía tal tentación desde el infierno.

—No es el diablo, carajito. Es tu sentido común el que te habla. Amas a tu abuela y no la quieres ver demente. ¡Pero, ajá! Si le escondes ese ejemplar sale a comprarse otro.

Y el chiquillo cayó en cuenta de que ocultar el libro o botarlo a la basura era inútil. Como los nombres, el libro peligroso no era exclusivo de nadie: poseía el récord de haber sido vendido más veces que ningún otro en veinte siglos. Así aprendió que el hombre producía cosas en masa para satisfacer necesidades y egos por doquier, y que a la hora de vender daba lo mismo que fuese un libro que un calcetín: toda mercancía necesitaba definir su público y con base en éste diseñar la estrategia de mercadeo. Le indignó la cosificación de la gente en términos de hacerla consumidora de una fe que vendía que todo estaba escrito, estructurado, y que jamás debía cambiar. Si bien no sabía el significado de “cosificación”, su intuición le reveló que la abuela era utilizada por alguien con un claro propósito (¿por una persona? ¿Por una corporación? ¿A quién convenía que hubiese tantas personas domeñadas, como la abuela, por el mensaje de aquellos treinta mil versículos en cuestión?). Tras las disertaciones del abuelo sobre el libro no le cupo duda de que sus autores y posteriores editores del libro tenían un claro propósito: la dominación a través del miedo a Dios. Por ello se convirtió en una prioridad para el chiquillo salvar a la abuela de semejante subyugación. Sin embargo, nada se le ocurrió que pudiese fungir de motivo poderoso para que la abuela desviara la atención en el libro y la volcara sobre cualquier otra actividad provechosa. ¿Qué podía competir en interés con la palabra del Señor? Para la anciana devota no había nada más vivificante que emprender la azarosa tarea de desentrañar los mensajes ocultos, los códigos inadvertidos del libro, como si ella fuese de las primeras partícipes del contenido, como si los exégetas de antaño hubiesen estado equivocados en todas sus interpretaciones. Desestimó toda invectiva de su marido, quien no se cansó de alegar que desde el hecho mismo de las traducciones de los manuscritos originales al griego y al latín y a otras lenguas se había perdido la intención del autor original y que un análisis puro requería dominar desde el hebreo hasta el copto de los egipcios antiguos, y no eran muchos los mortales que podían jactarse de ello, y que el creyente debía atenerse a lo que declarara tal o cual experto tarifado por los grupos de poder en el Vaticano sobre los hallazgos en los papiros centenarios.

Con cada prédica del abuelo, el niño descubría que el hombre poderoso, más que resolver problemas usando su poder, era movido por el simple instinto de mantenerlo.

—Es como leer a Shakespeare en un idioma que no sea el inglés, vieja —dijo el abuelo en una de aquellas discusiones inútiles—. ¿O crees que con traducir correctamente “To be or not to be” crees que ya entiendes el espíritu del texto original de Hamlet?

No existía, según el anciano, escrito alguno sobre el cual no hubiese recaído la revisión previa de la elite católica antes de la divulgación de su contenido, amén de lo que estuviese oculto. El niño no comprendió del todo la verborragia del abuelo en voz alta pero creyó tener claro que el mundo sólo sabía lo que un grupo de personas influyentes permitían publicar, y que desafiarlos era poner en riesgo la vida. Los administradores de la fe podían llegar a matar por el bien común, que consistía en sostener posición mediante el acceso del vulgo solamente a un caudal de información tamizado. Con cada prédica del abuelo, el niño descubría que el hombre poderoso, más que resolver problemas usando su poder, era movido por el simple instinto de mantenerlo, aun a punta de diseminar mentiras u ocultar verdades a su favor.

A pesar de los millones de ejemplares disponibles en el mundo, y tras dos días de dudas, el chiquillo despertó una madrugada, llegó a la sala en medio de la penumbra y tomó el libro peligroso. Con papel de lija y cuchillo limó los bordes de las baldosas bajo su cama hasta desprender dos. Cavó un tanto con una espátula del cuarto de trastos viejos y logró la oquedad donde depositó el libro. Contaba con el sueño profundo en que caían sus abuelos a causa de las pastillas que bebían para relajarse toda la noche. Supuso que la abuela no sospecharía de un robo por parte del nieto. Luego, en componenda con el abuelo, la convencería de que ella misma lo había dejado olvidado en el algún lugar que simplemente no podía recordar: quizás en la calle. Creyó que con varios días sin el libro, el hábito de leerlo amainaría y en algún instante llegaría a la conclusión de lo fútil que parecía la terca tarea de terminarlo. ¿Por qué no lo puedo botar a la basura así nomás?, se reprochó en silencio. Un magnetismo ineludible desprendía. No por nada había causado asesinatos y hasta invasiones de territorios durante siglos. Estaba dispuesto, si era necesario, a mover cosas de lugar o esconderlas a propósito para reforzar la especie de que la abuela padecía de lagunas en las que hacía cosas sin poder recordarlas, como haber extraviado sus sagradas escrituras.

Cuando la abuela, a la mañana siguiente, no vio el tomo en su lugar habitual, un atril de madera que se asemejaba al de los músicos para colocar sus partituras, pegó un grito que se escuchó en toda la manzana y, peor aún, produjo un movimiento en falso del abuelo justo cuando iba a fijar un clavo en una pared, que lo hizo machucarse el pulgar izquierdo.

—O aparece o armaré un alboroto en todo el barrio —bramó la anciana.

—¡Qué alboroto ni qué ocho cuartos, carajo! Casi me destrozo un dedo por tu culpa.

—¿Y qué quieres que haga? Si pierdes un dedo debes respetar la voluntad de Dios Padre, pues así lo quiso. Por peores cosas pasó su pueblo elegido.

La fría respuesta de su esposa descorazonó al abuelo. No quiso continuar la discusión y solamente fue a colocarse un trozo de hielo sobre el dedo golpeado. Años atrás, su reacción ante algún malestar físico del marido hubiese sido preparar cualquier remedio casero mientras lo encomendaba a todos los integrantes del santoral católico, acompañarlo a cada segundo, o meterse en la cocina a prepararle algún postre para mimarlo un tanto, pero esta esposa de hoy no mostró la solidaridad de otras veces. A la actividad que más ahínco dedicaba era a la lectura de las preciadas páginas, pero para los acontecimientos de la interacción cotidiana comenzaba a mostrar un desinterés que al principio el niño y el abuelo atribuyeron a la rápida fatiga que se producía por la edad, pero cuyo motivo, ahora que terminaba el libro, se perfilaba de otro tipo. El desatino derivado de la interrupción de la lectura fue norma a partir de entonces. La abuela no les habló por un par de días, pero se dedicó a recitar en silencio sus pasajes bíblicos predilectos: salmos, sentencias del rey Salomón, profecías sobre el advenimiento del hijo del Altísimo, doctrinas de Pedro y de Pablo de Tarso. Y, al parecer, había mermado la concentración en sus tareas cotidianas. Echó sal en vez de azúcar a un café mañanero que el abuelo escupió al primer sorbo, mezcló ropa blanca y roja en la lavadora y terminó todo en un tono que obligó al niño a usar su ropa interior rosada, metió una libra de queso en el closet y sus enaguas en el refrigerador, y no se excusó por nada. Hasta llegó a pedirle al nieto que fuese al abasto de la esquina a comprarle cigarrillos. Ella jamás había fumado, pero la ansiedad por la pérdida del tomo empastado le estragaba el sosiego día a día. Ya había intentado en vano pedirle dinero al marido para ir a comprar comida y artículos de limpieza, porque éste sabía que se iría a cualquier librería para adquirir el ansiado ejemplar de reposición, de manera que el viejo y el niño se encargaron de hacer la compra aquel sábado.

Apenas entraron y liberaron sus manos de las bolsas, advirtieron el desastre del recinto.

—Y nos tardaremos un poco más —avisó el abuelo—. Al carajito hay que comprarle calzoncillos nuevos. ¡Se echaron a perder con el color que les dejaste!

Ambos volvieron del supermercado a mediodía, acalorados y con hambre. El muchacho se notaba incómodo cargando las bolsas, no tanto por el peso de ellas sino por un albur irreconocible que le molestaba en el paladar, como los sabores fuertes que tardaban en borrarse cuando degustaba una de las tantas verduras que aborrecía. ¿Era una señal de alerta? Se lo comentó al abuelo durante el camino de ida, mientras revisaba la lista de lo que hacía falta en casa, y aquél sólo pudo encogerse de hombros. Ninguno supo a qué achacar la corazonada. Cada uno era vivo ejemplo de cuánto se suelen desoír esos susurros premonitorios que quién sabe de dónde vienen. Jamás se les presta atención como al estímulo externo. Apenas entraron y liberaron sus manos de las bolsas, advirtieron el desastre del recinto. O un huracán ha entrado por las ventanas o un grupo de malparidos policías ha ejecutado una orden de cateo buscando quién sabe qué, pensó el abuelo. Todo estaba descolocado, manipulado con saña: jarrones y adornos quebrados, trozos de cristales desperdigados, sillas con patas faltantes, boquetes en las paredes del diámetro de una cabeza de adulto. La abuela solía hacerse presente de inmediato a revisar si ahora contaba con todo lo que había anotado en la lista pero aquella vez su ausencia, sumada a los destrozos, no presagiaba nada bueno. La buscaron en cada rincón y se comprobó que no jugaba a las escondidas ni estaba en casa (no era mujer de juegos pesados, pero el estado de alienación en el que se hallaba hacía probable cualquier conjetura) ni había dejado pista alguna sobre dónde estaba o qué hacía.

—Aquí pasó una vaina seria —terció el abuelo, alarmado—. Ni siquiera siento el olor del almuerzo en preparación. Y tu abuela siempre es puntual para cocinar.

Algo le dijo al muchacho que debía revisar si el escondite bajo su cama permanecía intacto. Ese era el presagio que había sentido mientras estaba de compras. “¡Maldita sea!”, refunfuñó. Apenas entró a la alcoba donde había pasado la noche durante las vacaciones comprendió que no valía la pena averiguar qué había pasado en la casa ni mucho menos esperar a que la abuela volviese para preparar el almuerzo porque esa vocecita a la que no le había hecho caso dos horas atrás lo conminó a acercarse a la baldosa y cerciorarse de que el libro peligroso ya no se encontraba dentro. Pasó por alto el colchón despanzurrado con cuchillo y las puertas desencajadas del armario, ensimismado en una sola conclusión: la abuela había llevado a cabo una búsqueda frenética de sus sagradas escrituras. Entonces el muchacho no halló otra opción que decirle al abuelo que la adorada viejita había tenido la astucia de hurgar en un sitio poco probable hasta dar con su tesoro oculto y tener el tiempo suficiente para llegar al último versículo del Apocalipsis de Juan. Para constatarlo bastaba con asomarse juntos a la calle desde el portón entreabierto del porche y atestiguar la inminente escena que habían temido por días.

Allí estaban ambos, contemplando entre sollozos, cual si fuesen los primeros testigos del Armagedón, el arranque de la carrera de la anciana al inicio de la cuadra, de zancadas raudas, sin un centímetro de tela que la cubriese, con sus carnes fofas en bochornoso movimiento, al tiempo que vociferaba ¡Hosssana, Hossana!, pletórica de satisfacción, sonriendo de lo lindo, y hubieron de asimilar de inmediato que jamás podrían recuperarla, no sería la misma mujer que empezó el Génesis. Se había convertido en una víctima más del poder de las palabras encerradas en el libro enajenante.

Heberto José Borjas
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