Ayer entraron en su paraíso sin permiso. Era lunes, y para Él aquello parecía un pequeño diluvio artificial hecho a medida ante su triunfal y atronador esfuerzo de vivir tranquilo. Después de una inspección rápida, le comunican que primero llevarán el colchón y la cama. No se sorprendió ni se caldeó, apenas los utilizaba un par de horas por las noches. Estaba acostumbrado a quedarse dormido en el sillón donde leía sus biblias favoritas.
“Firme aquí”, le conminó la inspectora. Él notó un ligero temblor en su mano al extenderle el documento para que firmase.
En principio su tranquilidad era su confianza. Tras el ligero agobio, no se afligió. Él ya había desayunado, y estaba a punto de afeitarse. Sin embargo, allí estaba Él puesto, de pie, acariciando su barba de tres días, después de una larga pausa de lectura, cuando aquella invasión inundatoria lo intimidó. “También vamos a llevar las lámparas, las bombillas, la mesilla, el ropero, el armario…”. Los miraba desamueblar el cuarto sin entenderlo del todo.
A la vez que intentaba comprender aquella tormenta, con cierto desconcierto, observó un par de ojos negros brillar más que su sonrisa blanca preguntándole con descaro y severidad. “¿Podemos llevar estas ropas?”. Señalaba las que estaban amontonadas en el burro.
—Claro, hasta el polvo si queréis —afirmó Él sin apego alguno a la partícula o a la materia.
En el entretanto el acompañante ya estaba quitando la puerta, la ventana, los marcos…
“Firme aquí”, le conminó la inspectora. Él notó un ligero temblor en su mano al extenderle el documento para que firmase. Hacía calor. Ella sudaba. Él le ofreció un vaso de agua que ella recusó gentilmente.
Al día siguiente, sonó el timbre. Esta vez con insistencia. Él abrió la puerta y, sin decirle “hola” entraron. “Vamos a llevar las cortinas, así tendrás más luz”. El acompañante le susurró algo incomprensible al oído de la inspectora. Por más que Él estuviera a la escucha, no captó nada. Ella aprobó con un gesto afirmativo.
“También llevaremos las estanterías del salón, el reloj, libros y cuadros colgados en las paredes”. Aquello siguió su curso natural y el sujeto fue metiendo todo en las cajas mientras ella vigilaba y le decía que hiciera con esmero.
Ahora tampoco sintió que les dejaba un vacío. Quedaban los dibujos y las marcas del paso del tiempo.
Horas después, llegaron rezumando alegría, uno encorbatado y otro con el pelo pintado de azul y con un piercing en la nariz. El encorbatado empezó con su indolente manera de actuar: “Llevamos la televisión y el reproductor de música”. Después afirmó de una manera razonable que a Él le exasperó: “Las imágenes le molestan, ¿no?”.
A pesar de que a Él le resbalaba, dijo que era una opinión oportuna. El tipo de azul y piercing resudaba mientras quitaba los cables y sin olvidarse la compañía de una sonrisa cuanto menos irónica, recalcaba: “Tendrás más tiempo para escuchar el silencio de las horas”.
Instalado en la confusión e indeciso, contempló el ruido de aquel ajetreo y dijo que el coche está en el garaje, por si…
“Eso es cosa de otro departamento. Mañana vendrán”, le interrumpió el que llevaba corbata. Entretanto se la aflojaba, saliendo por la tangente, lo silenció de modo taxativo. “Llevamos, eso sí, los cds, dvds, casetes y discos de vinilo”. El joven, enseguida, ironizó al verlo sujetando aquel tocho. “Así tendrás más tiempo para la lectura”.
Él reaccionó con un gesto instintivo, lo apretó al pecho y dio un gruñido quejumbroso. Todos se callaron y se fueron en silencio.
Él estaba comiendo cuando aporrearon la puerta una cuadrilla de porteadores. Lo rebasaron en el pasillo, antes de entrar en la cocina. Enseguida cargaron todos los electrodomésticos, enseres domésticos y herramientas.
La inspectora se disculpó por interrumpirlo aquella hora. Posteriormente se limpió la frente con una servilleta con manchas de tomate o de pintalabios. Ahora temblaba como una gelatina. Mientras tanto, Él pensaba: “Tendrá Parkinson, u otra vez dejó de funcionar el ascensor”.
Ella lo miraba mitad asustada, mitad culpable, al advertir que Él se levantó impulsado por una ligera ansiedad y empezó a clavar el cuchillo en la tabla varias veces seguidas, como si jugara a asustarla. En cuanto aquellos movimientos agresivos vibraban, tensos, ella se estremecía.
Intentó disculparse otra vez. “Las sustancias inmateriales a veces no necesitan fogón para el cocimiento”.
—Claro que sí, me las como crudas —dijo Él intentado descifrar aquella sentencia después de verlos embalar todo. Y añadió—: Además de agradable, es una alternativa y uno es libre de escoger o morir de inanición, ¿no?
Llegó a recordar las tormentas de verano de cuando joven, pero luego pensó en el extravío provocado en su cuerpo.
La inspectora parecía no encontrar la voz adecuada para replicar, pero sugirió: “Te dejo un cuchillo por si necesitas cortar algo”.
Él reaccionó de manera cortante, como si le entrara un sopor momentáneo.
—Sólo si son las venas.
La atmósfera quedó teñida con un cierto dejo de locura o quizá fue sólo excitación. Él la miraba como las nubes cargadas que insistían en recordarle que eran de tormentas. Llegó a recordar las tormentas de verano de cuando joven, pero luego pensó en el extravío provocado en su cuerpo, que empezaba a sufrir ciertos cambios de humor nada fugaces. Mientras tanto, la inspectora, temerosa, se restringió a la lógica. “El fuego que alimenta el cuerpo también alimenta al intelecto”.
Él mantuvo a raya su inquietud y la desmenuzó.
—Sí, a veces como en mis sueños, a puros fogonazos, cuando estoy aún despierto, pero…
Él pareció perder el interés en extraer frutos del tema. La inspectora desconcertada insistió en converger su deducción preguntándole: “¿Cuál es la diferencia?”.
Él la contemporizó concienzudamente mientras le encendían las ideas. Éstas chocaban entre sí y como el castigo, la soledad y la conciencia juntas, le rebotó en un dictamen clásico: la cabeza es una esfera geométrica, cuyo significado es ser inaccesible cuando uno no tiene salidas.
Entretanto, tras su mirada abstraída hacia la ventana, la abstracción ilimitada e infinita se le acercaba veloz mientras arañaba su tejido mental. La realidad lo deshilachaba. Así de real era cuando uno se acercaba demasiado a la verdad, parecía pensar cuando la inspectora le dijo: “¿Para qué necesitas mesa y sillas, si nunca te sientas a comer?”.
—Claro —aseguró Él—, desde cualquier punto de vista, entre estar sentado y no comer hay un lugar para estar de pie o dormir, con el estómago vacío o atiborrado. Puede que altere solamente el equilibrio, la visión, la altura de la cama, mesa, sillas y, quizá, el hambre, o tal vez el sueño.
Se fueron todos cargados de utensilios de cocina, escobas, trapos, llaves, y riéndose de su reflexión, ironía, guasa —u otro sinónimo cualquiera. Incluso la inspectora tuvo que salirse de su innata seriedad.
Era final de tarde cuando se bañaba y de súbito se fue el agua. Quitó el jabón de los ojos con la punta de la toalla. Abrió el grifo, nada. De la cañería del lavabo sólo oyó el efecto succión y el mal olor. Entretanto, la puerta se abría. “Venimos a desmontar el baño: taza, pila, ducha…”, dijo el pelón mirándole los restos de jabón en su pecho peludo, como si insinuase: ¡para qué quiere agua, sin baño, sin residuos!
Él entendió que no debería “echar” de menos nada de nada.
El sol se despedía en el horizonte bermellón cuando Él prendió el interruptor. A aquel sube y baja no se le encendió la bombilla; claro, se había olvidado de que ya no había luz. Aunque enseguida admitió que luz tenía, pero insuficiente. Luego, se fue de una vez cuando las nubes negras encubrieron la luna llena. Por fin pudo dormir viendo las estrellas. Pero mejor arrebujarse, por si acaso. Y, como el viento no soplaba la tristeza o la amargura, ni el hambre ni la sed lo ovilló. Durmió a oscuras.
La casa quedó más ancha cuando la vio desamueblada, sin paredes, sin techo.
Despertó de mal humor. Humor de perros. Supuso que era por la fumarada del río convertido en vertedero público. El nauseabundo olor contaminaba sus células olfativas. Saludó al sol quitándose las legañas con la punta de la manta. Después la dobló junto con su cama de cartón y las encajó en una hendidura de la pared de la amurallada residencia.
Caminó. Caminó, caminó, pero apenas se movía. Pasaba de las tres de la tarde, calculó Él, al oír la campana repicar un toque de clamor. Él sabía o adivinaba que su propósito era casi imposible. Luego escuchó un toque de fiesta, como aquellas que anuncian que el año se va. Mientras el ánimo de los fieles se excitaba, su cabeza le dolía, los músculos se tensaban, la conciencia le remordía… Aun así empezó a escalar el muro remontando por las aristas de las piedras siguiendo aquel aroma que deprisa se propagaba desde el paraíso arriba.
En vano miraba los contornos de su existencia pues a aquella altura menos necesidad no implicaba más libertad.
El cielo era de un azul intenso y las partículas en su camino ironizaban la dispersión del amanecer. El aroma que Él inhalaba con placer le acariciaba las narinas, estimulaba las papilas gustativas y activaba la musculatura. Sin darse cuenta aceleró. Sus pies se resbalaban entre la hiedra. La soledad inundaba su alma. Él miró fijamente hacia arriba mientras descansaba. Pensaba en la música que escuchaba, probablemente en señal de alegría de los que se congregaban alrededor de la mesa.
Si no conseguía distinguir la distancia que separaba el exceso y la carencia, había que asegurarse de que no se trataba de una imprudencia sino una necesidad. No obstante, los estímulos ahora le confundían como si estuviera cerca de la Atlántida o de El Dorado o el Edén.
En el ascenso por la delgada línea fronteriza del deseo —matar el hambre y lo que rodeaba la vecindad—, se preguntaba si acaso era lo único que le quedaba entre la miseria y la saciedad junto al esfuerzo del ascenso. Pregunta de ahogado que se queda a la orilla del paraíso.
La emanación, independiente de la respuesta innecesaria, ahora sí le ahogaba. En vano miraba los contornos de su existencia pues a aquella altura menos necesidad no implicaba más libertad. Parecía el anuncio de un viaje sin vuelta, aunque con alivio se le acercaba a su búsqueda.
Un silencio tenso y expectante surgió cuando Él alcanzó las rejas de hierro. Entretanto daba algún que otro respiro contemplando la hierba marchita del jardín por los fieles comensales y niños, alguien bramó:
“Oiga, ¿no ve que este es un sitio privado? ¿No sabe leer las señales del paraíso?”.
Él lanzó una mirada diluviana e indagó.
—¿Quién las ha perdido?
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