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Plegaria

sábado 23 de noviembre de 2019
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Aunque iba de puntillas para no empapar los zapatos en los charcos frescos, el sonido seco que producían sus tacones sobre los adoquines sirvió de campanilla para avisarle al padre de su llegada. Consiguió la vieja puerta lateral abierta, como siempre, y entró, permitiendo que la penumbra y un fuerte olor a incienso la envolvieran. Usando las manos como dos extensiones de sus ojos, marcó el camino hasta el final del pasillo jugueteando con el dedo medio sobre el polvo espeso de la pared.

Sabía que las paredes se habrían comido las palabras antes de que llegaran a sus orejas destino.

En el otro extremo apareció la luz bailarina de una vela que alumbraba al padre Ezequiel. Lucía sabía que la estaría esperando allí detenido, como si fuera una pieza más de la sala, una escultura demasiado realista de algún santo, pero aun así se asustó. A veces la cabeza se le iba volando a otras partes y abandonaba su cuerpo, causando que el tropiezo repentino con la realidad fuera tan abrupto como un traspié. Hoy no fue la excepción.

—Bienvenida, hija —dijo el padre, mientras encorvaba su delgado cuerpo y se giraba para atravesar el arco de una puerta demasiado diminuta y estrecha.

—Bendición, padre. Disculpe la espera, la lluvia me demoró —contestó ella, mientras se mordía el labio para contener las ganas de adelantar al cura que se movía en cámara lenta por el estrecho corredor.

El padre no contestó. Tampoco Lucía esperaba alguna respuesta, sabía que las paredes se habrían comido las palabras antes de que llegaran a sus orejas destino. Así eran estos salones, devoradores de sonidos.

Entraron al cuerpo principal de la iglesia desde un lateral. Estaba oscura en casi toda su longitud, el único lugar donde había velas encendidas era frente el altar donde trabajaría Lucía.

Después de tanto estar allí ya no se asustaba, se había acostumbrado a que los ojos sin vida de los santos le velaran desde todas las direcciones, susurrando cosas en latín o hebreo, y que las sombras se movieran a sus anchas reflejándose aquí y allá aunque no hubiera luz que las creara.

El padre Ezequiel la acompañó hasta el altar iluminado y sin casi detener sus lentos pasos —o sí, la verdad era difícil notarlo— le señaló a Lucía la mesita que había colocado donde descansaban productos de limpieza y pequeñas ropas adornadas de lentejuelas y canutillos. Lucía musitó un “gracias” y se quedó quieta mientras el padre continuaba su lenta peregrinación hacia la sala conjunta, creando por un momento sombras que jugueteaban borrachas de alegría al compás de las velas.

Lucía suspiró, se quitó el abrigo y acarició el dosel para comprobar cuán dura sería su jornada. Los dedos le quedaron envueltos en un polvo denso, negro y frío. Sería una larga tarde.

Seis años cumpliría pronto desde que empezó a limpiar, vestir y arreglar a cada santo del pueblo. Los primeros dos años fueron divertidos, porque venía con sus amigas y las risas eran tantas, que hasta las sombras se alejaban. Pero ahora sólo quedaba ella y Lucía no podía evitar palidecer cuando el calendario marcaba la llegada de la jornada, o tragarse el llanto detrás de una sonrisa estática cada vez que alguien en el pueblo la felicitaba porque “el santo había quedado guapo”.

Lucía tomó la escalerita y tacón derecho primero y tacón izquierdo de segundo se subió para bajar la escultura. Pesaba, ¿podría ser que hoy pesara más de lo normal? La sostuvo con cuidado y en lo que la tuvo en brazos, le pareció sentir como un susurro, una exaltación de queja que se volvió un bloque de sonido seco y corrió por toda la nave principal, hasta salir por la puertita lateral. Lucía contuvo la respiración para no caerse. “Lo saben”, se dijo mientras sus pies aterrizaban juntos en el suelo gris. “Ellos siempre lo saben todo”.

El susurro volvió a recorrer la sala, sólo que esta vez era una afirmación, habían aclarado sus sospechas.

La Virgen de los Dolores la miró acunada desde sus brazos. Tenía una debilidad por esa imagen, ella y su corazón atravesado, sus ojos entornados de dolor y su carita tan clara y fría. Sólo por ella había decidido acudir a pesar de todo.

Tenía los mejores trajes confeccionados a mano por las hermanas de la congregación. Hoy la elegida era una saya blanca con bordados en oro tan enrevesados y cargados que incluso en la oscuridad de la sala parecía brillar con luz propia. La túnica no se queda atrás, era tan suave al tacto que Lucía no pudo evitar cogerla con ambas manos, pasársela por el rostro y luego bajarla hacia su vientre y regalarle una caricia furtiva, como diciendo “mira, así será todo lo tuyo”. Al instante se le colorearon de vino tinto las mejillas, como si la túnica le hubiera transferido parte de su color, pero no era así, era la sangre arremolinada de Lucía que subía por su garganta acompañada de unas náuseas tan fuertes, que tuvo que sostenerse a la mesita para no caerse. El susurro volvió a recorrer la sala, sólo que esta vez era una afirmación, habían aclarado sus sospechas.

Lucía no podía ser tan torpe, tenía meses guardando su secreto y no podía permitir que justo ahora todo se le fuera de control. No, primero tenía que abandonar el pueblo, salir antes de que la barriga ocultara sus tacones, salir antes de que notaran que algo no iba como debía en su vida, salir, porque los cinco hijos de Antonio, el boticario, eran idénticos a él, incluso el que había tenido a escondidas con Lupita, aunque la madre se empeñara en cortar y decolorar el pelo de la pobre criatura para hacerlo más similar al castaño de su marido. El suyo no sería la excepción, de eso estaba segura.

Tenía que salir de allí. No tenía plan de huida, ni ahorros suficientes, ni familia lejana que le tendiera la mano, ese era el problema principal. El secundario estaba en que, aunque los tuviera, parecía no haber lugar suficientemente alejado como para que en el pueblo no supieran de sus pesares. Le había pasado ya a María Piedad, que se escapó con Echenique el del mercado, vivían a más de tres millas y aun así en el pueblo se contaban sus historias. Verdaderas o no, no se sabía, pero se contaban igual.

Desvistió a la virgen sin premura y la limpió con suaves movimientos circulares. Luego le puso el traje con cautela ignorando los susurros —“impía”, “hereje”, “descreída”— que le llegaban de vez en vez. Cuando la tuvo lista, dio unos pasos atrás y la observó de reojo, estaba hermosa, como siempre. Terminó de limpiar el altar y al volver a subir a la escalerita, mientras colocaba la figura en su lugar, susurró: “Si es niña, le pondré Dolores”. Por un momento le pareció que la imagen alejaba su siempre intacto rostro de dolor y le regresaba una apenas arqueada sonrisa.

Los susurros se detuvieron de golpe. Todos habían entendido al unísono aquello que ya Lucía sabía.

Lo suyo sería peor que lo de Lupita y María Piedad, estaba segura, y aquella mirada piadosa de la virgen se lo confirmaba.

Cuando llegó el padre Ezequiel ella ya estaba lista. Había dejado todo recogido, incluso la mesita, para que el padre no tuviera que hacer nada más. Él le sonrió complacido.

Comenzaron la procesión nuevamente pero esta vez a la inversa. En el camino Lucía podía sentir las sombras, los ojos y los susurros advirtiéndole al padre su secreto. Ella apretó los puños y musitó:

—Padre, no sé si volveré.

Pero no hubo respuesta. El cura había seguido su camino impávido a su entorno. Los susurros se detuvieron de golpe. Todos habían entendido al unísono aquello que ya Lucía sabía, y por un instante agradeció que las paredes tuvieran tanta hambre de sonidos como siempre.

Stefany Da Costa Gómez Nadal
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