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sábado 28 de marzo de 2020
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La noche se vino encima con demasiada velocidad. Es lo que pasa en estos caminos, donde ni siquiera la naturaleza respeta las leyes más sencillas. Los diez días de viaje ya se sienten en los huesos, que se han vuelto más frágiles y la su vez más pesados, como si cada ciudad que dejaron atrás se les hubiera subido a la espalda, para acompañarlos, para hacer camino juntos.

Salieron de Cúcuta veinticinco; hoy transitan sólo doce, entre hombres y mujeres, que arrastran por igual los sueños y cargan bolsos que son su único mundo.

María Emilia camina al final del grupo, por eso se da licencia para contarlos cada noche, como una madre leona que vigila su manada. “Hoy somos doce”, le dice a su hijo que va unos pasos por delante de ella. Él no le contesta, sólo se vuelve y le extiende un trozo de papelón para que chupe. María Emilia sabe leer en la mirada de su niño hecho hombre la turbia preocupación de que todo esto sea mucho para ella, así que hace silencio y continúa.

Continuar, el leitmotiv de la travesía.

El olor a café y arepa caliente invade muy pronto todos los espacios.

La noche trae consigo el frío y hace más lento el paso; por eso, cuando las manos empiezan a apuntar hacia el frente y una tenue luz se enciende en medio del negro camino, el grupo suspira al unísono. Hoy no tendrán que dormir en la calle, alguien les ha abierto las puertas.

Cuando María Emilia alcanza el patio delantero de la casa, ya el grupo ha dejado las cosas en una esquina y empiezan a prepararse. Su hijo la anima a hacer lo mismo, pero antes de que el bolso toque el suelo María Emilia nota que no están solos; hay más, como ellos, repartidos en grupos distantes y en completo silencio.

A su derecha una mujer acuna un niño pequeño en los brazos; cuando sus miradas se encuentran ambas caras dibujan una sonrisa cansada. Entonces María Emilia recoge su bolso y se adentra en la casa, ignorando la voz áspera y conocida que la llama una y otra vez.

Sabía que no debía llevarlo, que era un peso extra que su hijo jamás entendería, pero se le había hecho imposible dejarlo atrás. Bastaron unas palabras con la dueña de la casa para que su plan entrara en acción. Del bolso, sucio ya de tanta intemperie, María Emilia saca un budare ennegrecido y un kilo de harina.

El olor a café y arepa caliente invade muy pronto todos los espacios. Los mayores son los primeros en notarlo, acostumbrados a reconocer ese aroma a hogar que desprenden los fogones. A los más jóvenes les cuesta más, porque aún no tienen tan afianzados los sentidos en la patria, pero pronto se dejan llevar por los ánimos grupales, en menos de veinte minutos las voces inundan el patio y la expectativa corre por los rostros de todos.

Son pequeñas y viudas, pero igual arrancan alguna que otra lágrima cuando salen de la cocina y se distribuyen.

María Emilia se acerca a la madre y le ofrece una arepa para el niño. La mujer la ve con ojos grandes y humedecidos.

—Será su primera arepa —le dice.

—Entonces habrá que celebrarlo —le contesta María Emilia mientras se sienta a su lado. Su hijo la mira y le hace una señal con la arepa desde lejos.

“Continuar, sí, porque el final del camino aún no está cerca. Continuar, pero llevando el hogar a cuestas”, se dice María Emilia mientras, al fin, se da permiso para descansar.

Stefany Da Costa Gómez Nadal
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