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La regeneración, otro caso de ufología

martes 10 de diciembre de 2019
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En algún lugar de Cúa, estado Miranda

El suegro había estado fuera como por una semana desde el día ese que se les desapareció a las muchachas cuando fueron al mercado. Mi esposa Sherlinde había puesto sobre aviso a la policía sin esperar mucho porque, como todos ya saben, esos tipos andan es pendientes de una movida y no de lo que debería moverles. Fue para reírme cuando llegué a la casa y lo vi sobrado en su poltrona favorita, con los pies montados sobre esa almohada de tigre que se la pasa rodando por la casa. Movía la boca como loro haciendo gestos con la cara, como si estuviera en un programa de televisión. Sus nueve hijas, incluida, por supuesto, Sherlinde, la mayor, corrían de acá para allá llevándole cosas: que si las pastillas para la tensión, el tecito de malojillo con orégano orejón, el cojín para las hemorroides, y claro que no se podían olvidar de encenderle la tele en el Animal Planet, como le encantaba. Esa era la forma en que lo atendía la finada Aurelia, su compañera de vida por más de cincuenta y tantos años. “Guau, papá, te la estás comiendo”, le solté. El viejo no me sonrió como acostumbraba cuando me chanceaba con él. Sólo miró de una forma extraña a su compañero sentado a unos pocos metros, en la otra poltrona. Los ojos de ambos me hacían sentir incómodo, como si yo no perteneciera allí. Su actitud me desconcertaba. No parecía el mismo de siempre. Desde que lo conozco fue el prospecto del venezolano tradicional que se ríe de la risa, inventa chistes y, así no diga nada, siempre tiene un rictus dibujado en el rostro.

Para mí este tipo era un impostor. Pero para las chicas se trataba de su padre que había regresado.

No entendía lo que pasaba, pero a medida que detallaba su fea cara y esa forma obscena de mirar a las chicas y de decirles cosas, seguido por las carcajadas del otro, me vino la idea de que ese no podía ser el suegro. Y viéndolo más de cerquita, su aspecto no encajaba con lo que recordaba. No sé si me entienden, era el mismo viejo, pero no exactamente. Tenía canas como este, es verdad, pero su pelo estaba casi blanco y esa nariz de pepino no me convencía. La que recordaba era en forma de gancho, como un tucancito recién salido del huevo. Su piel estaba curtida por el sol de Anzoátegui, su tierra natal. En cambio este era lívido como un gocho.

Por este y otros detalles para mí este tipo era un impostor. Pero para las chicas se trataba de su padre que había regresado. Ya le preparaban los pies para hacerle la pedicura, y hasta la Guaricha llegó con la idea de una fiesta. Fiesta, dígame eso… Aunque es la forma en que ellas demuestran el afecto, y eso lo entiendo, pero…

La Guaricha hizo la cena con las muchachas. Nos preparó un coctelito que me sorprendió. Cuando me di cuenta ya habían prendido la compu para poner un CD de Óscar de León cuando cantó con los japoneses, ya saben, con la Orquesta de la Luz. Y eso fue justo lo que comenzó a faltar cuando la safrica de la Guaricha comenzó a apagar los bombillos de la sala. Se pusieron a bailar pegaditos como si se sostuvieran para no caerse. La Guaricha con el usurpador y mi Sherlinde con el otro. Por cierto, no sé qué guarandinga le pasaba a la Sherlinde. Bailaba con el bicho ese para complacer al viejo, pero la pobre estaba tentando su destino, sobre todo conmigo, porque esto iba a merecer una pequeña precisión de enfoques.

Para seguirles el cuento, las cuñadas habían invitado a sus novios y éstos a sus amigos, que también invitaron a las novias y estas novias a sus amigas, y dichas amigas al resto del gentío que según venían de todas partes. No me pregunten quién metía el aguardiente. Quizás era la mismísima Guaricha. Tenía su famita de chupadora pero comencé a dudar de que fuera ella sola. Eran tantas las gaveras de cerveza y botellas de ron, que ni que hubiera comprado acciones en la licorería de la esquina. Hasta que me di cuenta de que, en cada grupo que llegaba, siempre venía alguien con un regalito.

Estaba pendiente de que el bicho ese no se propasara con mi Sherlinde. Pero las cosas, cuando van a suceder, suceden. Sus manos comenzaron a bajar por su espalda hasta el inicio de las nalgas. Sherlinde le subía las manos pero el tipo perseveraba en su propósito. En un amago desesperado antepuso sus brazos, pero la fuerza vernácula determinó todo el asunto. Fue cuando boté los tapones y me acerqué al tipo. Se me doblaron los dedos cuando traté de clavárselos entre el cuello y el hombro. “Amigo, no entiende que le dijo que no la tocara. Que no quiere bailar más con usted”. La pobre se puso enseguida detrás de mí buscando protección. Él volteó y me miró mostrando todos sus dientes en una ridícula sonrisa: “¿Qué te pasa, carajito, no ves que estoy bailando con la dama? Ahora, si quieres problemas…”. Metió la mano dentro de su chaqueta sacando una Colt. Le cambió la cacerina vacía por una que tenía en la chaqueta. Las chicas soltaron un grito de pánico y un “¡No, no lo mates, Harris!”. Así fue que me enteré del nombre del bicho ese, porque la verdad no lo había escuchado cuando el impostor lo presentó. Bajaron el volumen de la música. Todos estaban a la expectativa de que sacaran un muerto.

Sherlinde salió a buscar al gran ausente de la noche, a su dizque padre (se había escapado luego de la segunda pieza con la Guaricha). Quería que me defendiera del Harris. Sobre todo que evitara que me diera unos tiros, porque yo la verdad estaba esperando que el de arriba me blindara la cabeza. “Tranquilo, hermano, tranquilo, aquí todos queremos paz”, le solté. El tipo metió el dedo en el percutor y creí escuchar el cliqueo previo a la detonación. Allí mismo me desparramé. Se me quitaron el orgullo, la valentía, los cojones mismos o lo que quieran pensar…, pero hay que ponerse en los zapatos de alguien que está a punto de que le den un tiro. “Si quieres bailar con mi Sherlinde, está bien, pero no mates a este cristiano que lo único que quiere es respirar… Sólo te dije lo que te dije como un doliente que le duele que le toquen lo suyo, me entiendes, pero ahora no hay problema…”.

Sherlinde encontró a su dizque viejo en el cuarto de la finada Aurelia. Se vino en llanto al verlo acostado sobre la cama, desnudo, mientras la Guaricha le saltaba encima como loca. No fue capaz de decirle nada, cerró la puerta otra vez y regresó por el pasillo descorazonada por la memoria de su madre, o por lo que pensaría ella desde el más allá… Se echó al piso y lloró por varios minutos, entonces se acordó de mí y apuró el paso hasta la sala. Esperaba que el Harris no hubiera cometido la desgracia de borrarme del mapa. Por momentos sentía rabia al pensar que siempre pasaba algo cuando se hacía fiesta en la casa. “Ay, Dios, salva a mi hombre”, pensaba. “Que el Harris no le haga nada a mi Diego, por favorcito santo”.

Corrió hasta la sala y encontró a la gente riéndose. Todos estaban como hechizados con el Harris.

Era una de aquellas casas inmensas que quedaban del viejo pueblo de Cúa. Por cierto que el pasillo entre los cuartos y la sala le pareció infinito a Sherlinde, también en vista de la desesperación. Su teléfono comenzó a sonar desde el bolsillo del pantalón. Era la policía: “Le llamamos para darle buenas noticias sobre su padre: lo encontramos en Caracas. Está aquí con nosotros en la delegación de La Rinconada. Necesitamos que venga para hacerle el reconocimiento físico y se lo lleve. Si puede traer a alguien de la casa para que la ayude, sería lo mejor”. Sherlinde asintió varias veces con la cabeza, pero su interlocutor al otro lado seguía preguntándole si estaba de acuerdo, que si podían contar con algún familiar para buscar al señor Martín. “Señorita, responda si va a venir, por favor, responda. ¡SEÑORITA!”. Fue cuando reaccionó. Estaba como ida en su mente. Dijo que sí varias veces y trancó. “Dios mío”, logró pensar. “Diego tiene razón, el hombre que está en la sala no es papá. Son unos hijos de su santa madre que vienen para aprovecharse de nosotras”. Fue cuando escuchó el tiro. Corrió hasta la sala y encontró a la gente riéndose. Todos estaban como hechizados con el Harris. Se dio el lujo de humillar a Diego obligándolo con la pistola a irse de la casa en posición cuadrúpeda. Le dio mucha tristeza de verdad que sus hermanas se prestaran para tal humillación. La música volvió cuando el Harris guardó la pistola y tomó a una de sus hermanas para bailar. Sherlinde salió de la casa y volteó para ambos lados buscando a Diego. Cruzó la calle y se metió en la taguara del loco. Era un sitio clandestino que funcionaba en una casa y sólo abría por las noches. Era el negocio del Lucas, el loco Lucas, amigo de la infancia de Diego. Como suponía, su hombre estaba allí. Algo desaliñado y desmoralizado, pero tranquilo. Le contaba los pormenores al Loco, que no dejaba de sorprenderse y de expresar esa frase tonta: “No puede ser… no puede ser…”. Fue cuando sintieron la presencia de Sherlinde. “La policía llamó, encontraron a papá, tenemos que ir a La Rinconada”. “¡Vérsiale, mami, qué susto!”, dijo Diego. Miró la hora en su muñeca pero recordó que el reloj se le había caído en la sala cuando el Harris lo apuntaba. “Loco, ¿qué horas son?”. “Son las siete, chamo, tranquilo, muévete rápido, nosotros nos encargamos de esta gente…”. “No te vuelvas loco, loco, recuerda que están las cuñadas. Pégate sólo a las dos basuritas que te describí”. “Tranqui, no te voy a fallar, mi pana; ahora mismo llamo a mi gente y nos vamos para allá con nuestras bichas cargadas…”. “Déjense de vainas”, cortó Sherlinde, “es mejor llamar a la policía. Si los matan, ustedes serán las basuras, y hasta peor, unos asesinos perseguidos por todo el país. La policía está muy avanzada, son como científicos del crimen. Investigadores”. El loco y Diego se miraron y se echaron a reír. “Nojoda, Sherlinde”, dijo el Loco, “esa vaina pasa en las series que tú ves. Aquí para que la policía haga una investigación tiene que haber un muerto pesado. O sea, alguien relacionado con los peos políticos, un famoso, el hijo de un tipo famoso, un magnate o…”. “Un capo de la mafia, por supuesto”, soltó Diego. “Así es, de resto es pura paja. Mira, jevita, cuando nosotros desaparezcamos a estos tipos, puedes estar segura de que nadie los buscará”. “¿Y el arma que tenía el tal Harris?, ¿ah?, ¿ah? ¿No les parece sospechoso?”. “Hoy en día cualquiera malogra un carajito de esos vestidos de policía y le quita el arma. Esos hombres son unos pendejos. No te pongas a pensar tanto, Sherlinde, ahora lo que importa es echar a esos mamagïevos de la casa del señor Martín”.

Diego y Sherlinde fueron a La Rinconada. Eran como las ocho de la noche y todo estaba muy solo. Se podían contar con los dedos los pasajeros haciendo la transición entre la estación del ferrocarril y el Metro de Caracas. Subieron por las escaleras para salir y encontraron un pequeño remolque policial. Estaba nuevecito, así que los policías actuaban como si quisieran hacer su trabajo. Tres novatos con trajes de camuflaje. Cuando vieron a la pareja comenzaron a moverse de forma peculiar. Como si estuvieran modelando sus uniformes. “¿Qué desean, ciudadanos?”. “Venimos por el asunto del señor Martín”. “Ah”, soltó la única mujer del grupo. Tomó la radio y llamó al comandante de la unidad. Los otros dos agentes le advirtieron que el viejo necesitaba descansar porque estaba como alterado. Que decía incoherencias, como que venía de otra región o país, y que algunas veces mientras hablaba se notaba un cierto acento maracucho. Cuando el comandante salió del módulo con el viejo, a Sherlinde se le aguaron los ojos. “No, ese no es mi papá, oficial”. “Caramba, señorita, perdone usted, pero no se preocupe, seguiremos con la búsqueda… Tenga usted la seguridad de que, si está vivo, se lo conseguiremos. Y bueno… también en caso contrario”. Ella rompió en llanto. Diego la abrazó y la ayudó a descender por las escaleras. Pero en el tren entró en crisis… “¡Viejito, dónde estás que no te veo, te busco pero no te veo, dónde te metiste, papááááá…!”. Diego trataba de comunicarse con el Loco por celular. “Dónde estás, chamo, dónde estás…”. Ahora la posibilidad de que el impostor fuera el verdadero Martín subía al cincuenta por ciento. Pero cuando logró comunicarse con el Loco, ya todo estaba hecho. Sherlinde lo sintió en la sangre y comenzó a gritar sin control. Su dolor era muy grande. Siempre fue la que más lo quiso. Con todas sus vainas de viejo, claro, aunque a veces lo regañaba fuerte. Solía decir que iba a meter una mujer en la casa porque estaba muy solito y todavía le funcionaba la máquina. Pero Sherlinde y sus hermanas no lo aceptaban. “Porque por más que sea que se haya muerto mamá, él tiene que respetar la casa, y no puede estar metiendo prostis aquí”.

Desde hacía tiempo el viejo venía con eso de que quería renovar su vida. Incluso que ya tenía a la dama que ocuparía sus ancestrales aposentos. Pero, por supuesto, Sherlinde y las demás hijas no se lo permitían. Y pasó lo que tenía que pasar. La siguiente vez que el viejo las acompañó al mercado, desapareció. Pero esa vaina fue rápida. Como si se hubiera evaporado.

Claro, él tenía todo el derecho de irse, era una persona adulta, aunque también un hombre mayor de ochenta y pico de años que necesitaba protección. Y ahora la gran metida de pata. Sherlinde piensa que todos cometieron el error al desconfiar del viejo y del tal Harris. “Porque aunque les guste o no, era su amigo. Y sí el viejo estaba un poco cambiado, era por la influencia de alguien más joven que él, y que por lo que pudo darse cuenta, con una vida algo siniestra, porque hasta portaba un arma”.

En la plaza, un bulto tapado por una sábana se mueve y espanta a una pareja que hacía el amor sobre un banco.

Cuando llegaron a casa, el Loco y sus secuaces habían echado a todos con plomo. Las únicas que estaban eran las ocho hermanas, menos una, que permanecía amarrada en una silla dentro de un cuarto. “Fue necesario”, soltó el Loco, “quería enterrarme las uñas”. Las siete se le arrojaron encima a Sherlinde moqueando. Lloraban acusando al loco de su locura. Que echaron a la gente de la fiesta. Que amarraron a Angélica sólo porque quería irse con el tal Harris. Que sacaron a papá de la casa con su amigo de la forma más vil y los mataron como a perros. “Y dónde pusieron los cuerpos”, soltó Diego. “Sí, dónde los pusieron”, repitió Sherlinde desesperada, “¡ojalá papá todavía esté vivo, Dios mío, por lo que más quieras…!”. El Loco la miró confundido. “¿Tú qué vainas dices, Sherlinde, tú no sabes que ese no es don Martín? ¿Y dónde está el viejo? ¿No lo fueron a buscar?”. “Pues ese no era, Lucas, te equivocaste, chico, nos equivocamos todos… DIOS NO ME VA A PERDONAR NUNCA”, gritó Sherlinde con una voz quebradiza. “DIME, DIME DÓNDE PUSISTE LOS CUERPOS…”.

Los cadáveres estaban amarrados al fondo de una fosa que improvisaron detrás de la casa. Ella, sus siete hermanas y Diego se acercaron hasta la lívida humanidad de don Martín. Más atrás llegó Angélica corriendo porque Lucas decidió soltarla. Todos se miraron como pensando sobre lo inescrutable de la vida, lo triste que podía llegar a ser. Pero no, en realidad pensaban cosas muy distintas. Sherlinde se sentía tan culpable por la muerte de Martín como debería sentirlo el que disparó el arma. Cuando veía a su viejo dentro de aquella fosa le daban unas ganas terribles de agarrar la pistola de Lucas y descargarse unos tiros también. Por otro lado, Diego se sentía mal por el sufrimiento de su esposa, pero todavía creía que ese muerto no podía ser don Martín. Sobre todo porque la sangre era como verdeazulada y nadie parecía darse cuenta. Era como si se tratara de dos marcianos. Por su parte, Angélica también sentía un gran dolor como el resto de sus hermanas, pero en el fondo pensaba en todo lo que hubiera vivido en manos del tal Harris. A Lucas le dolió que finalmente el supuesto impostor hubiera terminado siendo el verdadero don Martín, pero ahora lo que le tocaba era tapar el muerto. Necesitaba limpiar la zona y, con el permiso de todos los presentes, empezó a echar tierra.

En la plaza, un bulto tapado por una sábana se mueve y espanta a una pareja que hacía el amor sobre un banco. Un tipo joven y atlético se levanta y sonríe con una impecable dentadura. Lo único que lo cubre es una bata de quirófano. Aun así, siente orgullo por lo que ve… Respira hondo y disfruta cómo sus pulmones se llenan de una fragancia de juguete nuevo. Extraña a sus nueve hijas, sobre todo a Sherlinde, la que más lo quería. Pero no podía rechazar el trato con los seres del planeta Kepler. Moviendo la cabeza de un lado a otro, concluyó que no podía preocuparse más por su pasado. Sus gentiles amigos del espacio habían mandado un clon a la casa antes de iniciar su proceso de renovación. Es por eso que decide iniciar una nueva vida y dirige sus pasos a la primera tienda de ropa que ve.

Axel Blanco Castillo
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