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Berlín

sábado 2 de mayo de 2020
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Despertó temprano para alistarse en el ejército. No deseaba hacerlo pero era obligatorio. Alemania se estaba quedando sin tropas y el gobierno reclutaba a todo aquel que podía cargar un arma y disparar. Hizo todo lo que estaba a su alcance para no alistarse; creó un informe falso y estuvo tiempo escondido pero, pese a sus esfuerzos, no pudo hacerlo por más tiempo. Se enteró de un hombre que se resistió al reclutamiento y lo mataron. El hombre se negó en la cara de un oficial el cual sacó su arma y le disparó en la frente, sin mediar palabra. El hombre cayó en los brazos de su esposa mientras sus hijos pequeños veían todo. Él no quería eso para su familia, no quería que ellos se quedaran con un recuerdo similar. Quizás era la última vez que los vería. No estaba tan errado al pensar de esa forma. Claro que su familia no lo vio morir ni ellos murieron en ese momento. Todo pasó un día cualquiera, sin tener fecha ni hora; para aquellos tiempos, para él, lo único que se diferenciaba era la noche y el día. Los relojes se habían desechado y aquellos hombres vivían como en un estado de ausencia del tiempo.

Cada vez que él disparaba pensaba en un hombre perdiendo la posibilidad de ver a su familia.

Al día siguiente de alistarse lo enviaron al frente. Les habían dicho, a todos los soldados, que mataran a los civiles que se encontraran en el camino como forma de castigo. Él no deseaba matar a nadie, ni siquiera al enemigo, pero si él no lo hacía vendría alguien, del enemigo o de su propio ejército, y lo mataría. La orden era que no había castigo para aquellos que se negaran a matar civiles, pero en el campo era otra cosa, negarse era para los oficiales como escupir la bandera o como pasarse al bando contrario. Ya no había vuelta atrás. Era su vida o la de ellos. Él escogió su vida, por amor a su familia, por sus hijos, por el calor de su esposa.

Llegaron a un pueblo pequeño que quedaba a mitad del camino. Pararon toda la caravana y los oficiales dieron órdenes de cómo sería el asalto. Enviaron a unos pocos para ver si había enemigos y éstos, al estar cerca, fueron abatidos por metralla. Él se escondió detrás de uno de los tanques y escuchó las balas chocar con el blindaje. Su corazón trabajaba el triple y sus manos eran más frías que el hierro de su rifle. Entonces comenzaron a disparar, él mismo comenzó a disparar al igual que casi todos, los tanques disparaban sus proyectiles y él quedaba aturdido. No percibía olor pues sus sentidos se resumían a la vista, los demás no estaban en funcionamiento; él sólo miraba y esperaba para ver un cuerpo moviéndose e intentar darle con alguna de sus balas. Así fueron avanzando, los que salían al encuentro morían casi al instante y los que disparaban desde las casas eran descuartizados por los proyectiles de los tanques. De su parte no hubo muchas bajas, en cambio de la parte enemiga murieron la mayoría y los que quedaron se rindieron. Los desarmaron y los reunieron a todos en una gran casa donde eran llevados al sótano en grupos de veinte. Un oficial le ordenó que hiciera parte del batallón de fusilamiento. Bajó con diecinueve hombres más hasta el sótano. Al entrar a la casa miró los rostros de los condenados, sin esperanzas ni oportunidad. Eran como animales en el matadero los cuales habían aceptado su destino. Bajó las escaleras hasta el sótano y se unió a la formación que se juntó frente a los primeros veinte hombres. “Carguen sus armas”, ordenó alguien. Ellos las cargaron. “Apunten”. Levantó su rifle y puso una de las cabezas en la mira… “Fuego”. Lo demás fue sangre salpicando y cuerpos hechos de trapos cayendo. Unos hombres, sentenciados también, apilaron los cuerpos en una de las esquinas y se colocaron en posición de espaldas a la pared. Lo mismo sucedió hasta que el sótano se llenó y tuvieron que seguir por toda la casa. Los cuerpos quedaron en las escaleras, en la sala, en la cocina, no hubo un lugar sin manchas de sangre. Cada vez que él disparaba pensaba en un hombre perdiendo la posibilidad de ver a su familia. Pero el amor a la suya lo hizo ciego.

Después de limpiar el pueblo siguieron su camino. Se había montado a uno de los tanques. Ahí, en medio del rugido de los motores y las ruedas de arugas, en el frío y entre tantos hombres, se preguntaba por qué algunos de los soldados eran tan sanguinarios a placer. ¿No tenían familia ellos? Quiso tener algún poder para leer la mente y saber lo que pensaban cuando cometían tales actos. Él se sentía sucio, asqueado de su humanidad, de su incapacidad. Pero no podía hacer más que quejarse consigo mismo. Sólo era un hombre entre millones que eran arrastrados por las decisiones de los gobernantes, como marionetas.

Comenzaron a escuchar explosiones y sonidos de disparo. Cada vez se hacía más fuerte. La orden de tomar posiciones fue dada. Siguieron avanzando hasta que el aturdimiento era insoportable; gritos de hombres, disparos, explosiones, hedor hediondo, aire pesado, pólvora, las ruedas de oruga. Él corrió por instinto y pudo llegar, por milagro, a una trinchera. Al llegar al suelo cerró los ojos, agradecido que ninguna bala le había dado. Antes de abrir los ojos imaginó estar rodeado de algunos heridos en el suelo y algún que otro cuerpo sin vida. Cuando abrió los ojos se quedó atónito al ver cuerpos con partes faltantes, sangre, rostros irreconocibles. Él nunca había visto algo así ni en sus peores pesadillas. Ni en sus más oscuros pensamientos se hubiese podido concebir una escena como aquella. Entre tanto estaba perdido en sus pensamientos un oficial le tomó de la camisa y le gritó mientras lo zarandeaba.

—¡Dispárales para que no acabes como esos cadáveres!

Al terminar de gritar, el oficial recibió un disparo justo en la cabeza por debajo del casco mal puesto. Fue entonces cuando sintió la guerra; el temblor de tierra, los gritos, el olor, la sensación de estar en la mira y el inmenso deseo de vivir. Fue ahí, en esa trinchera llena de muertos, donde entendió que no era valentía lo que sentían los demás soldados, eran ganas de vivir, y para vivir había que matar.

Asomó su cabeza y luego apoyó su rifle en el suelo a la orilla de la trinchera. Apuntó a un hombre que corría de un edificio a otro y disparó. Falló. Apuntó un poco más adelante e intentó de nuevo. El disparó lo removió. Cuando precisó de nuevo al hombre estaba en el suelo retorciéndose. Volvió a apuntar y disparó hasta que el hombre dejó de moverse. Algo le subió por la garganta y tuvo que agacharse en la trinchera; vomitó sobre el cuerpo del oficial, se limpió como si se tratase de algo normal y se repuso en la orilla de la trinchera para seguir disparando. Mientras él apenas asomaba su casco, los demás salían de la trinchera y a duras penas llegaban a tres metros, muchos incluso ni siquiera pudieron echar a correr. Las balas los empujaban de vuelta a la zanja de donde habían salido. En ese momento él sintió un tipo de soledad que no lo abandonaría.

Pasaron los días y las noches y seguían avanzando. Los sonidos comenzaban a cesar y la tierra empezaba a calmarse pero el hedor fue lo único que se quedó y se hizo más fuerte.

Les ordenaron revisar las casas. Estaba con dos soldados más. Forzaban las cerraduras que estuvieran cerradas y entraban disparando a cualquier cosa que se moviese. Excepto por algunas mujeres. En una de esas revisiones entró en una habitación, se paró frente a una puerta y al abrirla se enfrentó a sí mismo en un espejo de cuerpo completo. Su rostro había perdido su expresión habitual. Entonces entendió el rostro de los otros soldados. Aquel era el rostro de quien ve la muerte de frente, la siente, la abraza, la huele.

¿Cuál es la diferencia? Somos la misma porquería con diferentes uniformes.

“La guerra tiene varios puntos de vista, los más claros pero insignificantes son los de los soldados”, pensó él. La frase le vino mientras estaba sentado alrededor de una especie de fogata junto a otros soldados. Habían requisado todo el lugar y sólo quedaba esperar órdenes. Mientras tanto los soldados se habían entregado al ocio para liberar un poco sus mentes y beber el licor que habían conseguido. Estando ahí lanzó una pregunta al aire.

—¿Les gusta la guerra?

—Yo amo la guerra —dijo uno—, lo malo es que si amas la guerra, amas matar; hombres, mujeres, viejos… lo que fuese —el hombre que hablaba encendió un cigarrillo, le dio una calada y ocupó la vista en el humo que se dispersaba en el aire—: poco a poco vas muriendo. Cuando estás muerto no sientes. ¿Me entiendes? Tres meses aquí y el mundo no te parece nada, tu sólo ves objetivos.

—Es así —dijo otro—, eres tú o son todos los demás, ¿qué más da? Pero mientras más balas dirijas a sus cuerpos más te acercas a tu propia muerte.

—Yo me alisté por mi cuenta —dijo el de aspecto más sombrío—, no por el gobierno, sino por odio, me gusta. Ellos mataron a mi hermano, yo dejo viudas. ¿Cuál es la diferencia? Somos la misma porquería con diferentes uniformes.

Él estaba ahí por amor a su familia y desde el primer día de entrenamiento no hizo otra cosa que pensar en los ojos de sus hijos o en su mujer.

Una tarde notó un pequeño alboroto y fue a ver. Era un niño que llevaba un traje gris sucio con una estrella tejida al bolsillo del saco. Al parecer había tomado un rifle y había matado a un soldado. El oficial que tenía tomado al niño de sus ropas examinó las caras de los soldados y lo señaló a él. El oficial le hizo señas para que diera un paso adelante. Le dieron la orden de darle el tiro de gracia al niño. Él no se podía negar; su familia, sus hijos. Sacó su rifle, el niño lo miraba con los ojos de un gato, de su nariz salía sangre al igual que de su boca y temblaba, todo su cuerpo temblaba, su alma también debía estar temblando porque a él le parecía que de sus ojos se veía algo turbio, como el reflejo interior de una tormenta, como si hubiera algo detrás de sus ojos. Le puso el cañón en la frente y el niño cerró sus ojos. Aquel niño le recordó a su propio hijo, el mismo cabello, las mismas orejas. Comienza a ejercer presión sobre el gatillo, puede sentir cada milímetro que desciende; cuando ya está al borde del disparo un oficial le habla. Otro soldado es ordenado a dar un paso al frente, el oficial le puso un arma en el pecho y el soldado la sostuvo. El oficial le ordenó que matara al niño y éste le apuntó, su mano temblaba como hecha de gelatina, pestañeaba rápidamente, humedecía sus labios; al final no pudo hacerlo. Otro soldado le ofreció a él un cigarrillo, vicio que había dejado de joven, pero no se pudo resistir; lo encendió y sintió de golpe los efectos del cigarro en su cerebro. Se fue a un lugar alejado para pensar en lo que acababa de pasar. No estaba muy alterado, más bien estaba pacífico, en calma, aunque hecho estragos por dentro, muy adentro. Si no hubiera sido por la decisión a última hora del oficial él hubiera apretado el gatillo con tal facilidad como cuando le dispara a las cerraduras que no quieren abrir.

Más tarde se enteró de que el oficial le había disparado al niño. La última vez que vio al soldado fue cuando buscaba agua para un general. El soldado estaba cavando frente a dos oficiales que hablaban entre ellos con sus pistolas en las manos.

Según información, las tropas alemanas estaban siendo derrotadas y tuvieron que retroceder en algunos frentes. Luego llegó la noticia fatídica. Bombardearon Berlín.

Al enterarse, él se congeló, se le erizó la piel, el más profundo y oscuro miedo le recorría su ser, la verdad es que no hay palabras exactas ni metafóricas para describir lo que sintió con aquella noticia. ¿Qué habría pasado con su familia? Nuevas órdenes fueron emitidas y todos ellos, los tanques y los carros, tuvieron que regresar de inmediato a Berlín.

Al llegar tuvieron pelea. Por suerte se encontraron con poca resistencia y pudieron ingresar a Berlín para luego caer en un callejón sin salida. Mientras la pelea seguía en los límites de la ciudad, él se robó un auto. No estaba muy lejos de su antigua casa y condujo hasta ella sin importarle encontrarse con el enemigo de frente. Lo que quedaba de los edificios eran las paredes; todo era gris y negro, carbón y polvo. Al llegar a su casa se encontró que, al igual que las otras, había sido alcanzada por el bombardeo. Frenó de inmediato, se lanzó del auto, entró a lo que quedaba de su casa y buscó desesperadamente algún rastro de su familia. Ellos estaban ahí, en el piso de la cocina, abrazados como para protegerse, olvidados, calcinados. Los sentimientos regresaron a él y con ellos los recuerdos, fue como si el alma dormida se hubiese despertado. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se juntaban con las cenizas del suelo.

Deseó estar abrazado con su familia. Perdió la capacidad de ver, pese a que sus ojos estaban abiertos.

Estaba en Berlín, en alguna de las plazas, quizás, casi nada se reconoce, el sentido de la orientación lo abandonó. El sonido comienza a vivir de nuevo, la tierra vuelve a llorar y, dentro de poco, el olor volverá. Aunque unos pocos vivían, de hecho ya estaban muertos. Sin esperanza, sin mañana, el hombre que espera la muerte sólo es un muerto al que le sobra un suspiro de vida.

No se percató de en qué momento comenzaron a aparecer mujeres y niños armados en las calles, disparando, luchando. Él veía huérfanos y viudas. No eran inocentes, reconocía sus rostros sucios, indiferentes, duros, como cualquier soldado. ¿Cómo siguieron de pie? ¿Cómo hicieron para no bajar la frente?

Los enemigos se acercaban a toda velocidad. Los cañones estaban en posición y disparaban, eso hacían sin cesar, mientras él y los que estaban con él se defendían con el odio y el hambre, unas pocas balas y el deseo de venganza. Corrió hasta una esquina donde estaban unos cinco hombres disparando a la calle. Poco a poco los hombres fueron cayendo y sólo quedaba uno. Él se asomó para disparar y derribó a dos, pero una bala le dio en el pecho, quizás una bala perdida. Él cayó. El otro soldado que quedaba lo empujó hasta estar a salvo y luego, al asomar su cabeza para seguir disparando, recibió una ráfaga en la cara. Él se arrastró hasta la pared y se recostó en ella; la respiración se le dificultaba, miró hacia el cielo azul y le pareció irónico que el cielo estuviera tan calmado cuando sucedía todo aquello debajo. Se dejó tumbar de un lado y besó el suelo, la tierra que le produjo tantas felicidades y tristezas, el escenario de sus recuerdos, de su vida; besó el suelo donde murió y vivió y ahora moría de nuevo. Sintió la soledad llegar con el frío, la tierra temblaba, la escuchaba, las lágrimas le caían. Ahora que sentía deseos de retroceder el tiempo estaba en un lugar sin salida. Los gritos apenas audibles por el ensordecedor sonido de las explosiones, y el olor, pronto sería parte del olor. Deseó estar abrazado con su familia. Perdió la capacidad de ver, pese a que sus ojos estaban abiertos, ya no podía escuchar las explosiones o los gritos, pero los sentía. En ese momento se llenó de vida sólo para poder morir.

Heber Vílchez
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