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Helechal

jueves 23 de julio de 2020
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A todas las voces anónimas sobrevivientes de María, cuyas historias también merecen ser contadas
A todas las mujeres luchadoras que llevan en sí la semilla de nuestra liberación y nuestra libertad
Y ahora le pregunto a mi muerte:
¿qué se hace
con tanto pétalo de esperanzas marchitas?
Responde una voz distante desde sus dedos:
Son abono para renacer.
Ana María Fuster Lavin

Barranquitas es uno de esos pueblos en Puerto Rico que siempre han tenido muy especial significado para mí. Mi familia extendida por la vía materna tiene sus raíces allí y, desde mi infancia más temprana, toda la familia se reunía los días de Reyes en una gran fiesta de culminación de la temporada navideña. Cuando a nuestro equipo de trabajo voluntario nos dijeron que teníamos que ir a Loma Alta, en el barrio Quebrada Grande, a asistir a los damnificados del aciago huracán María en sus reclamaciones a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias —la Fema—, mi ánimo no podía estar más entusiasta. Al menos tenía algo que contarles a mis tíos abuelos, ya nonagenarios, y que son oriundos del barrio Helechal de Barranquitas.

La efigie de esa joven no encajaba en lo absoluto con mi imagen de mis abuelos agricultores.

Ese sábado transcurrió sin novedades. Venían clientes con situaciones variadas, pero siempre, con el mismo tema: daños en sus casas causados por el impacto del huracán María, casos que la Fema minimizaba y, por tanto, rechazaba, en una escueta carta con ese mantra que con el que repetían, ad nauseam, que “los daños causados por el desastre no han afectado la seguridad de su vivienda”. Sabíamos que era parte de una plantilla de documento burocrático que algún cruel e indolente funcionario desde un despacho remoto allende los mares se le ocurrió, lo añadió en el sistema, y despachaban en masa, quedando miles de damnificados fuera de la asistencia por desastre.

Casi a la conclusión de la jornada, el asistente recibió la visita de una dama que rogaba ser atendida. Yo la miré. Era de tez blanca, rubia, con unos cabellos en fina cascada que refinadamente se confundían con sus hombros. Su cuerpo era muy estilizado, balanceado, encantadoramente femenino e innegablemente atractivo. Muy bien vestida, su presencia me parecía más como la de una gerente administrativa de una empresa comercial importante. Su elegante rostro, con piel tersa, revelaba cuidado meticuloso y juventud; sin duda, no podía pasar de los cuarenta años. Pero fueron esos intensos ojos azules los que definitivamente me llamaron la atención. Fue entonces que el asistente me miró para indagar sobre mi disponibilidad, y naturalmente —casi instintivamente— asentí con la cabeza. Con prisa, ella se me acercó y tomó asiento en la mesa improvisada de aquel centro comunal de Loma Alta, donde miembros de la comunidad nos habían ubicado con anticipación.

Comencé la entrevista de rigor, para recabar la información básica necesaria para levantar el expediente, de manera que pudiera hacer mi trabajo, y ayudarla en lo que yo ya anticipaba era su problema con la Fema.

—¿Su nombre?

—Soy Cristina Zayas Soler —me respondió.

Con lápiz, apunté su nombre en mi bloc de notas.

—¿Edad? —anticipaba juventud.

—Tengo 38 años, licenciado.

“Obviamente”, pensé. Como hombre maduro, para mí esa edad la considero muy tierna todavía. Así que, sin levantar mi mirada del bloc de notas, le pregunté a qué se dedica.

—Soy agricultora —me respondió.

Una sensación de sorpresa me impactó eléctricamente. “¿Qué cómo? ¿En serio?”, confieso que pensé. La sacudida de incredulidad que invadió mi mente me dejó sin palabras. Me acordé de mis abuelos, que fueron agricultores de toda la vida, y les ayudaba desde que era muy niño a ellos a la crianza de animales, al pastoreo de ganado y a la siembra de heno y caña, cuando la caña todavía se cultivaba para alimentar la Guánica Central, las centrales Eureka de Hormigueros, Igualdad de Añasco y Coloso de Aguada. La efigie de esa joven no encajaba en lo absoluto con mi imagen de mis abuelos agricultores, envejecidos prematuramente, ella, criadora de gallinas ponedoras, y él, de ganado de carne.

Levanté mis ojos incrédulos y la miré. Me devolvió la mirada como si ya ella lo estuviera anticipando.

—Sí, en serio, licenciado. Soy agricultora. Muy poca gente lo cree. Pero lo soy —me dijo con un tímido gesto de orgullo y satisfacción.

Entonces su mirada se posó sobre mí.

Yo, en cambio, sentía que la estatura de ella se agigantaba sobre mí, con un aire de luchadora legionaria y veterana experimentada con cada segundo que pasaba. Grandeza. Me sentí como parvulito al lado de toda una renombrada profesora universitaria. De nuevo, no salía de mi asombro. Ella me obsequió con una ligera sonrisa.

—Sí, licenciado. Eso pasa. La gente no lo cree —me dijo.

—Es usted verdaderamente admirable —fue lo único que se me ocurrió decirle. Pero me encantó esa actitud dispuesta de ella, así que la curiosidad me animó—. ¿Desde cuándo es usted agricultora?

—Hace unos años ya, desde que mi esposo se incapacitó —me dijo con un tenue acento de melancolía.

—Bendito, lo siento —le dije—. Pero ¿qué fue lo que le motivó a ser agricultora? —seguido le pregunté.

—Licenciado, a mí me encantó esa finca desde la primera vez que la vi. Y lo que me gustó más fue que ella estuviera precisamente en mi barrio de Helechal —me dijo ella con sus ojos llenos de ilusión.

Helechal. El barrio de mi familia materna. De inmediato me emocioné. Con un entusiasmo lleno de nostalgia, le hice las historias de mi familia, que es precisamente oriunda del sector de Joya Honda de Helechal, así de cómo conozco el sector desde mi niñez. Sentí que ella me tomó una confianza natural como si se tratara de un compueblano suyo de toda la vida.

Me miró fijamente. Sus ojos de repente se aguaron. Comenzó a llorar. Yo me estremecí. Entre sollozos, me hizo esta historia.

 

Me enamoró desde que me puso esa mirada varonil sobre mí. No tardamos en liarnos. Una cosa llevó a la otra, y las hormonas ayudaron bastante.

—Mi novio, en su primera salida, me llevó a ver esa finca. De veras que para mí era una finca preciosa. Fue ahí cuando me enamoré —comenzó ella a narrarme.

—Aquí está mi proyecto de vida —me dijo él con ojos de llenos de ilusión, mientras contemplaba la loma con surcos perfectamente labrados, listos para la siembra.

Nací y me crie en el barrio de Helechal, en Barranquitas. Mi infancia la pasé entre las polleras, platanales, sembrados de yautías, malangas, ñames y la fragancia de los limoneros y las toronjas en flor. Mis padres eran del mismo barrio. Mis abuelos vivían un poco más arriba del barrio, camino a Palo Hincado. El aroma del café que hacía mi abuela por las mañanas todavía me llena de añoranza.

Siempre fui muy popular en la escuela. Me encantaba ir a los bailes y a las fiestas patronales del pueblo. En esas ocasiones, sentía que todos los ojos se ponían sobre mí; más de una amiga se ponía celosa conmigo, cuando andaba con ella y su novio. Siempre ellos terminaban prestándome más atención que lo que pudiera estar diciéndole cualquiera de mis amigas en ese momento. Pero el que captó mis ojos fue un muchacho de Barrancas. Era alto y guapo. Estaba en el equipo varsity de voleibol de la escuela. Me enamoró desde que me puso esa mirada varonil sobre mí. No tardamos en liarnos. Una cosa llevó a la otra, y las hormonas ayudaron bastante. Fui a mi graduación de cuarto año con una barriga de siete meses de gestación.

Vivimos con mi bebita en la casa de mis padres un tiempo. Le puse mi nombre, Cristina, así como también el nombre de mi abuela materna, Mercedes. Tenía mis ojos azules. Siempre fue el encanto de mis padres. Al papá de Cristina Mercedes no le gustó para nada que yo quisiera estudiar y hacerme de una carrera. Cada vez que abría su boca para opinar, decía que yo para lo que servía era para cocinar, limpiar y criar muchachos. A mí, él me daba lástima. Sentía que yo podía hacer grandes cosas, y él, nada que ver. Él no tenía metas. Era un inmaduro; si no estaba con sus amigos, se la pasaba jugando Nintendo en la sala de la casa de mis padres. Cuando mi madre le importunó para inquirirle qué pensaba hacer con su vida para mantener a su familia, no le dijo nada. Lo único que él hizo fue conseguir un trabajo de cajero en una de las varias pizzerías que hay en el pueblo. Poco a poco nos fuimos distanciando, lo cual, para mí, fue perfectamente natural. Él no me hacía falta para nada en lo absoluto. Ya me había acostumbrado a verle como algo insignificante, así que no me extrañó para nada el día que dejó de ir a la casa. Como a las dos semanas mandó a uno de sus amigos a buscar su ropa y el maldito juego de Nintendo con el que perdía su tiempo, mientras yo atendía a mi hija. Aprendí a arreglármelas sola, y luego de que me regalara el alivio de su pronto abandono, él quedó reducido a un mero e insignificante cheque de pensión alimentaria, que pronto dejó de pasar. Como consideré que no me hacía falta, preferí dedicarme a mi hija, antes de importunar al pueril recuerdo de fachada vacía y olvidable de padre en que se había convertido. Entre eso, y la reclusión en un presidio, no había diferencia. Tampoco me molesté en saber qué fue de él. No me hacía falta. El olvido y la irrelevancia se encargaron del resto.

Yo siempre fui muy competitiva en la escuela, y tan pronto mi hija cumplió los cinco años comencé a estudiar secretarial con concentración en facturación médica. Mis padres me ayudaron a cuidar de Cristina mientras estudiaba. Pero un domingo en la mañana, justo antes de ir a la parroquia del pueblo, mi padre colapsó mientras iba al platanal a buscar un racimo; un infarto masivo ni siquiera le dejó llegar al Hospital Menonita. Mi madre, por otro lado, nunca me dijo que su pancreatitis se había degenerado en un cáncer letal. Antes que Cristina Mercedes cumpliera los diez años, éramos solamente ella y yo.

Rápido que me gradué de secretarial, conseguí un trabajo como secretaria y asistente administrativa en un consultorio de un internista cerca del Hospital Menonita en Aibonito. El médico me pagaba muy bien. Matriculé a Cristina Mercedes en un colegio católico cerca de ese pueblo. Una mañana, cuando abrí la oficina del consultorio, esperaba una señora entrada en años, sentada en la jardinera de la entrada. Poco después, llegó su hijo a traerle un café. Nos cruzamos las miradas y lo que sentí fue la magia que regresaba al corazón.

Dicen que el mundo es chiquito, y más chiquito aún es mi pueblo. Resultó que Alberto también era oriundo más arriba del pueblo, de Quebradillas, camino a Naranjito. Me propuso que saliéramos y yo accedí.

Esa primera cita, él esperó a que saliera de mi trabajo a las cinco de la tarde. Recuerdo que tan pronto llegué a mi casa, ya Alberto me estaba esperando. Le dije a mi hija Cristina, ya preadolescente, que fuera a jugar con una amiguita suya en la casa de una vecina, y me fui con él.

Todos los domingos se iba de paseo con la motora. Un domingo, no llegó a la hora acostumbrada.

Fue entonces que me llevó a ver la finca. Estaba ubicada precisamente en mi barrio, no tan lejos de donde vivía. A mí me pareció una maravilla.

—Son 38 cuerdas de ilusión —me dijo—. Son perfectas. Mira, incluso podemos vivir cerca —me mostró una hermosa casa, de madera y de reciente construcción. Me enamoré.

Alberto era algo mayor que yo. Como yo, ya tenía un hijo de una relación anterior que no duró mucho. Con su hijo me llevaba muy bien. Cuando le conocí, ya el chico era adolescente, muy aplicado y apegado a su papá.

No tardamos mucho en casarnos. Alberto arrendó la finca, y alquilamos la casa. Se dedicó a sembrar plátanos, toronjas, yautías, ñames y limones. Ya tenía sus distribuidores y su clientela. La finca producía bastante y nos permitía vivir holgadamente. Comenzamos a hacer unos ahorros, pero como siempre pasa, siempre hay gastos qué cubrir.

Cristina se graduó de escuela superior y comenzó a estudiar en la universidad, por lo que había que sufragar ese costo, a pesar de que tenía una beca. Por lo menos, le compramos un carro para que pudiera llegar a sus clases. Con Alberto tuve la dicha de tener unos gemelos, Carlos y Manuel. La vida nos sonreía.

Cuando cumplió los 45 años, Alberto decidió comprarse una motocicleta. Para él, era como tener un juguete. Entonces todos los domingos se iba de paseo con la motora. Siempre regresaba risueño, como un niño que acaba de entretenerse con su juguete favorito. Como siempre nos llevábamos como buen equipo, para mí era muy natural que él tuviera sus ratitos libres. Después de todo, era muy amoroso, dedicado y un excelente padre.

Un domingo, no llegó a la hora acostumbrada. Primero pensé que a lo mejor se había entretenido en el pueblo. Luego de que pasaran dos horas, entonces comencé a preocuparme, porque tampoco me llamaba ni me enviaba mensajes de texto. Era demasiado raro, porque siempre mantenía comunicación conmigo. Comencé a llamarlo, y nada. Tampoco contestaba mis mensajes.

Entonces recibí la llamada de la Policía.

—Buenas tardes. Soy la oficial Rosa. ¿Es usted Cristina Zayas?

—Sí, por supuesto. ¿Qué sucede?

—¿Es usted la esposa de Alberto Vázquez Rivera?

Me puse nerviosa.

—¡Por favor, dígame qué sucede!

—Su esposo tuvo un accidente con una motocicleta. Está estable, en estado de cuidado. Lo llevaron al Hospital Menonita. Necesito reunirme con usted para confeccionar el informe. Estoy en el área de Emergencias del hospital.

No lo pensé dos veces. Llamé a Cristina Mercedes, que estaba con unas amigas. Alterada, le dije que tenía que ir al hospital, que Alberto había tenido un accidente, y que necesitaba que viniera a la casa para cuidar a los gemelos. A ellos les dije que su papá tuvo un accidente, que tenía que verlo, y les pedí que se portaran bien con su hermana. Estaban llorosos, pero accedieron a aguardar en la casa. Cuando llegó Cristina, me fui al hospital.

Allí estaba Alberto. Estaba golpeado, muy mal herido. Los médicos me dijeron que las heridas eran de consideración, pero lo que realmente les preocupaba era su lesión, muy grave, en la espina dorsal. Mientras transitaba con la motora, un caballo se metió en el camino, y haciendo una maniobra evasiva, la motora patinó, y él cayó de espaldas al suelo.

Por la seriedad de la lesión, lo trasladaron a Centro Médico. Allí fue operado por un reconocido ortopeda. Con paciencia, me explicó que, con tratamiento, Alberto podría volver a caminar, pero no iba a ser igual. Iba a necesitar, en el mejor de los casos, la asistencia de un bastón para caminar.

Su proceso de recuperación fue muy lento. Recibió mucha terapia física. Tanto su hijo —ya casado y con un hijo— como mi hija y yo le ayudamos mucho. Pero entonces tuvimos un dilema mayor.

Alguien tenía que hacerse cargo de la finca.

Los que somos barranquiteños tenemos una agricultora en nuestro interior. Así que comencé, poco a poco, a involucrarme con la producción de la finca. Me hice cargo de la nómina, de la administración, de la distribución y de atención a los clientes y suplidores, y supervisar a los peones, y un buen día fui a la oficina del doctor con quien había trabajado largos años y, con algo de tristeza, le dije que tenía que dejar el trabajo.

—Voy a dedicarme a la agricultura —le dije.

El doctor me miró con extrañeza.

—¿En serio, Cristina? —me preguntó con una sonrisa maliciosa.

—Sí, en serio, doctor. Siento que lo puedo hacer. Además, la finca produce bien, y como mi marido no puede atenderla, pienso que lo puedo hacer muy bien —le dije.

El médico exhaló un suspiro de resignación.

—Me alegra mucho por ti. Lamento mucho que te vayas, pero sé que, con tu ímpetu e iniciativa, te va a ir bien.

Confieso que me costó mucho trabajo entrar de lleno a mi nuevo oficio. Ser agricultora no es fácil.

Procedió a liquidar mis prestaciones y, con lágrimas en los ojos, me estrechó la mano. Las enfermeras y la de mantenimiento estaban llorosas.

—Sabes que aquí tienes aquí una familia que te aprecia —me dijo, embargado por la emoción.

—Lo sé, doctor. Lo agradezco infinitamente. Todos ustedes han sido muy buenos conmigo, y me apoyaron con la situación de mi esposo. Sé que puedo contar con ustedes.

—Seguro que sí. Siempre estaremos a tus órdenes, Cristina —me dijo cuando me despedí.

Me dediqué de lleno a la finca. Primero, vendí la casa de mis padres, y con ese dinero pude reinvertir en la finca para doblar la producción. Lo más triste fue tomar la decisión de incapacitar físicamente a Alberto. Su lesión en la espalda fue lo suficientemente seria como para impedirle caminar. Sólo podía caminar dentro de la casa, con la asistencia de un andador. Salíamos muy poco y, cuando lo hacíamos, siempre Alberto estaba con una silla de ruedas. En esas condiciones, él no podía generar ingresos. Con una certificación del ortopeda, y la asistencia de un abogado, incapacitamos a Alberto y obtuvo una modesta pensión del Seguro Social. Entre mi hija y yo le asistíamos, y él aprendió a hacer muchas cosas por sí mismo. Estaba consciente de su situación y no deseaba ser carga para nosotras. Siempre tuvo confianza en mis capacidades y no quería ni osaba pedirme asistencia. Quería ser autosuficiente.

Confieso que me costó mucho trabajo entrar de lleno a mi nuevo oficio. Ser agricultora no es fácil. Más de un suplidor me miró con cara de escepticismo cuando les decía que yo era la encargada de la finca. Los clientes cuando llegaban preguntaban por mi esposo, y si eran nuevos, preguntaban por el encargado, y cuando les respondía que era yo, se hacían los desentendidos, para insistir por el dueño de la empresa. Pero eso a mí no me importaba. Al contrario, me causaba risa mirar sus expresiones de sorpresa. ¿Que si mujeres agricultoras? ¡Pamplinas! En las civilizaciones antiguas, eran las mujeres las que cultivaban. Si ellas pudieron, ¿por qué no yo?

Pero lidiar con el gobierno fue un asunto para nada risible. Para obtener incentivos, tenía que obtener una certificación de agricultora bona fide del Departamento de Agricultura. Recuerdo que, al someter mi solicitud, el funcionario regional de Agricultura, un ex político candidato a no sé qué, no la quería aprobar. Me citó a una reunión en su oficina y me dijo que solamente me daba su aprobación si accedía a irme con él a un motel. Qué clase de rata desagradable, pensé. Lo miré con disgusto, me levanté de la silla, di media vuelta y abandoné la oficina. Ni siquiera me digné en mirarle. Acudí de inmediato y presurosa a la oficina central en San Juan, donde pude alcanzar a hablar con una agrónoma, y ella, luego de escucharme y yo contarle mi experiencia con ese depravado, aprobó mi solicitud. A los dos meses, me enteré de que a ese pervertido, sin mucho ruido, le trasladaron de región. Para mí, lo menos que se merecía ese gusano era que le despidieran. Yo, al menos, me conformé con la idea de que en esa oficina no tendría que cruzar palabras con ese degenerado.

En muy poco tiempo aprendí las técnicas de cultivo y la aplicación de abono, así como asperjar con seguridad los pesticidas y herbicidas. Incluso, con técnicas que tomé del Internet, convertí mi finca en una orgánica. Con mis esfuerzos y la dedicación de los trabajadores, la finca estaba próspera. Yo les pagaba muy bien, porque la renta de la finca lo podía sostener. Mis hijos ya estaban en la escuela superior y Cristina Mercedes ya tenía su primer trabajo en una tienda de ropa juvenil femenina en el pueblo. Alberto, desde la casa, cooperaba conmigo. Él se encargaba de la papelería que involucraba la administración, y yo de la supervisión sobre el terreno. Nos iba muy bien. En sus ratos libres, Alberto se entretenía con su nieto, cada vez que su hijo lo enviaba desde Carolina del Norte, donde reside. Sin tener siquiera cuarenta años, me sentía abuela también.

Hasta que vinieron los huracanes.

El huracán Irma, en honor a la verdad, no fue más que un susto. Aunque no teníamos electricidad, la finca no se afectó mucho. Sólo perdimos algunos plátanos; no fue nada de consideración. Los plátanos afectados los podía sustituir. La siembra en general estaba relativamente intacta. La luz llegó como a los tres días, y pensé que ya no tendríamos más problemas.

Entonces nos tocó María.

Lo que quedaban eran unas cuantas paredes. Lo perdimos todo.

Ese huracán llegó demasiado rápido. Desde que lo anunciaron, casi no nos dio tiempo para prepararnos. Les dije a los trabajadores que aseguraran el equipo, y nos dedicamos a asegurar la casa. La noche antes de que se desatara el vendaval, la vecina nos visitó.

—Por favor, vengan a mi casa. Saben que es de cemento. Estoy sola, y me encantaría que me hicieran compañía.

Aseguramos la casa, y nos fuimos todos a la casa de la vecina.

Fueron más de doce horas de esa pesadilla. Nunca habíamos pasado por algo igual. Los vientos soplaban furiosos. El ojo del sistema pasó justo por encima de nosotros. Pero la calma no duró mucho. En menos de veinte minutos, la virazón llegó. El ruido era infernal. Sentía los escombros que el viento arrastraba por la carretera. De vez en cuando me asomaba para ver mi casa. Apenas se podía divisar por la intensidad de la lluvia.

De repente, ya no la vi.

Entrada la tarde, llegó finalmente la calma. Salimos, y Alberto, en su silla de ruedas, y yo, de inmediato nos dirigimos a la casa.

Contemplamos con horror que ya no estaba ahí. Lo que quedaban eran unas cuantas paredes. Lo perdimos todo. Entre mis hijos y yo comenzamos a recoger lo que podíamos rescatar, pero en realidad no fue mucho lo que pudimos sacar. Aparte de algunas mudas de ropa, documentos y el juego de comedor, todo lo demás se había arruinado.

Al otro día, fui a la finca. Estaba totalmente destruida. El platanal se había ido con un derrumbe. No quedaba un solo limonero en pie. Pero el acceso a las distintas partes de la finca estaba impedido por todo tipo de rocas, fango, hoyos. El cobertizo donde se guardaban todos los materiales de trabajo de la finca, equipo, abono orgánico, semillas y frutos, desapareció, al igual que todo lo que había adentro.

Un aire de desolación me invadió. Ya no teníamos casa, y ahora esto. Pensé en mis hijos. Pensé en Alberto. No pude contemplar más. Regresé a la casa de la vecina, que se había convertido en un refugio temporero.

Cuando llegué, Alberto estaba en la sala.

—¿Cómo quedó la finca? —me preguntó con ojos de angustia.

Me embargó la emoción. No sé en realidad cómo pude armarme de valor para decirle.

—No quedó nada.

Un silencioso estupor invadió la mirada de Alberto, que quedó fijada en una silla de la sala. Las lágrimas comenzaron a bajar de sus ojos. Comenzamos a llorar amargamente. Nuestros hijos nos contemplaban absortos, todavía incrédulos ante el desastre.

Esos primeros días después del huracán fueron un verdadero caos en mi pueblo. No había electricidad ni agua potable; no se podían conseguir alimentos, no había combustible, ni tampoco había paso. A los tres días, las brigadas municipales pudieron limpiar las vías y entonces se restableció el paso. Pero del gobierno estatal no recibimos nada. Y las autoridades federales brillaban por su ausencia. Por la radio nos decían que podíamos solicitar asistencia a la Fema, pero solamente por Internet. Pero ¿quién iba a solicitar por Internet, si ni siquiera había luz en el pueblo? Y ni hablar de teléfonos: los celulares no tenían señal en ningún lado en Barranquitas. Pasaron más de dos semanas en lo que finalmente llegaron los de la Fema, acompañados por soldados norteamericanos que no hablaban nada de español.

Tan pronto llegó la Fema al pueblo, procedí a llenar la solicitud de asistencia. Como a los diez días recibí la carta donde nos concedieron quinientos dólares de emergencia. Menos mal. A mi generosa anfitriona le negaron la ayuda, y ella también era damnificada. Al menos, ese dinero que se nos concedió nos ayudó a mantenernos por unos días en lo que decidíamos qué se iba a hacer. Pero de la ayuda para reparar nuestra casa, y para reemplazar todo lo que perdimos adentro de ella, nada. Siempre que iba, me decían que tenía que esperar la carta que vendría por correo.

También fui a solicitar la reclamación al seguro de la finca y a solicitar asistencia a la oficina regional de Agricultura. Allí les expliqué la extensión de los daños.

—Los caminos de acceso para los distintos sembrados están obstruidos por derrumbes. Nada más rehabilitarlos se necesita una excavadora y un buldócer para abrir paso y una aplanadora para estabilizarlos. Ni hablar de preparar el terreno para sustituir los sembradíos y el capital que se necesita para comenzar desde cero —eso les dije con convencimiento.

El funcionario de Agricultura me escuchó atentamente.

—Mire, como usted, ya tengo muchos casos. Vamos a ver lo que podemos hacer. Nuestro gobierno está con la agricultura. No se preocupe, que no les vamos a dejar solos —así me dijo.

Pasaron varias semanas y no teníamos noticias ni de la Fema ni del seguro. La vida de refugiados en un coliseo era demasiado incómoda.

Cada día que pasaba era un triunfo. Todos los días tenía que salir, ya sea a conseguir combustible, o para conseguir comida, o conseguir agua. Nosotros dormíamos en un cuarto que nos había separado nuestra vecina. Mis hijos dormían en un colchón que estaba en el piso, mientras que Alberto y yo compartíamos una pequeña cama de una plaza que pertenecía a la hija de la vecina que ya vivía en la Florida.

Una mañana, cuando me levanté, encontré a nuestra anfitriona sentada en la mesa de su comedor, cabizbaja.

—Buenos días —le dije—. ¿Qué te pasa?

—Cristina, mi hermana y mi mamá me mandaron a buscar para irme con ellas a Florida. Me voy el sábado —me dirigió una mirada grave—. Van a tener que irse, porque mi hermana me dijo que tenía que dejar la casa cerrada —me dijo, compungida.

No podía haber quedado más estupefacta, pero era comprensible. Ella no podía aguantar mucho tiempo sin energía eléctrica. Aun dentro de nuestro estupor, yo al menos comprendí su predicamento. La condición de caos cotidiano le estaba afectando su condición de diabetes e hipertensión, y al menos allá podría estar mejor.

Así, terminamos de refugiados en el pequeño coliseo del pueblo, que el municipio había habilitado para las personas que no tenían dónde quedarse. La vecina nos regaló dos colchones, y el municipio nos brindó dos catres adicionales.

Pasaron varias semanas y no teníamos noticias ni de la Fema ni del seguro. La vida de refugiados en un coliseo era demasiado incómoda. Aparte de la pensión de Alberto, no teníamos ningún otro ingreso. A Cristina le dijeron que la tienda cerraba definitivamente, porque tuvo muchas pérdidas con la falta de electricidad y la disminución a casi cero de las ventas. No nos sentíamos bien, y la realidad es que nuestra intimidad era inexistente. Todo fue una pesadilla.

Lo que es peor, sentía que, mientras más tiempo pasaba, era más lejana la posibilidad de levantar la finca. Alberto llamó a un amigo agrónomo, quien nos visitó y fue a la finca. Estimó los daños en más de quince mil dólares y estimaba que rehabilitar la finca, incluyendo sus caminos de acceso, conllevaba una inversión de al menos diez mil dólares. Cuando escuché el estimado, no me sorprendió para nada. Todavía confiaba en que el gobierno iba a conceder incentivos y ayuda económica para el rescate de nuestra agricultura. Vano empeño.

Llamaba todos los días al seguro agrícola, tanto, que ya la recepcionista de reclamaciones me reconocía la voz cuando tomaba mi llamada. Pero siempre me decía lo mismo: no se había procesado el caso, por lo tanto, no tenían respuesta.

Hasta que en la última llamada que hice, me pasaron con la División de Pago de Reclamaciones.

—¿Es usted Cristina Zayas?

—Por supuesto. ¿Tiene noticias de mi reclamación? —pregunté con mucha ansiedad.

—Sí. El seguro le pagará $598 por la protección de la cosecha de plátanos.

Quedé estupefacta.

—¿Pero eso por qué?

—Sólo la cosecha de plátanos estaba cubierta. Los daños se calcularon en $1.598, pero el deducible es de $1.000, así que eso es lo se le aprobó. La carta se le envió por correo. Puedo adelantarle una copia por email. No podemos hacer más nada.

—¿Y no habrá algún otro programa de ayuda a los agricultores?

—No. Lo sentimos mucho —acto seguido, me enganchó. No sé cómo pude conciliar el sueño esa noche. La angustia de los pensamientos de cómo iba a reconstruir la finca no me dejaban dormir.

Una frustración mezclada con rabia me carcomió en lo más profundo. María destruyó mi finca, pero el gobierno me la mató.

Finalmente, de la Fema me contestaron. Me concedieron solamente dos mil dólares para reemplazar todo lo que perdimos en la casa. A mí me pareció una broma de mal gusto lo que nos dieron por nuestras pertenencias. Sólo reemplazar los enseres eléctricos costaba al menos mil quinientos dólares. Para una familia como la nuestra, que teníamos muchas cosas, esa cantidad era irrisoria. Pero nuestra situación era desesperada. No podíamos aguantar un día más en el coliseo.

También nos concedieron setecientos dólares para alquiler temporero. Al menos podíamos salir del refugio. Con ambas partidas de dinero, alquilamos un cuarto en el pueblo. Pero rápidamente el dinero se nos agotó. Tuve que pagar a varios suplidores que me amenazaban con pleitos judiciales. El alquiler del cuarto era como de trescientos dólares. Allí pasamos las Navidades, el Año Nuevo y hasta San Valentín también. Lo único que no pasamos fue la llegada de la luz.

Un amable y joven empleado, de apellido Juárez, recuerdo yo, me confirmó que me pagaban cualquier hotel en donde quisiera ir en los Estados Unidos.

Estaba exasperada. No sabía qué más hacer. Estaba desempleada, Cristina también. Al menos Carlos y Manuel comenzaron a ir a la escuela; la abrieron, aún sin luz, pero por lo menos tenía agua. Allí ellos desayunaban y almorzaban.

Fui a la casa alcaldía para solicitar algún consejo. Allí una funcionaria municipal me atendió.

—Mira, con Fema te puedes ir a un hotel en Florida, donde hay luz, agua y todas las amenidades. También puedes encontrar trabajo allá. Pagan bien, y se consigue rápido.

—¿En serio? ¿De veras que Fema me paga un hotel?

—¡Pues claro! Ahora todo el mundo se está yendo a Florida. La cosa está muy buena allá. Vete a la Fema, para que te den un vale, te montas en el avión y ya.

No lo pensé dos veces. Me dirigí a la Fema. En efecto, cuando fui allá, un amable y joven empleado, de apellido Juárez, recuerdo yo, me confirmó que me pagaban cualquier hotel en donde quisiera ir en los Estados Unidos.

Hablé con Alberto, con Cristina y con los gemelos. Orlando, un mundo de ensueño para nosotros. Hay trabajo en cada esquina, a veinte pesos la hora, mínimo, y todo es baratísimo. Al menos eso es lo que nos dicen, que la cosa en los Estados Unidos es mucho mejor. Allá Carlos y Manuel pueden terminar la escuela, Alberto puede recibir atención médica y yo puedo conseguir trabajo como secretaria de nuevo. Atrás dejaría la finca, que, para el gobierno, en realidad no significaba nada.

Con el poco dinero que nos quedaba, compramos cinco pasajes de ida. Tan pronto llegáramos, tendríamos hotel, con piscina y todas las amenidades.

Llegamos a Orlando un sábado en la mañana. En el aeropuerto, había una mesa dedicada a la gente que llegaba de Puerto Rico. Allí nos dieron los números de teléfono de al menos tres hoteles que estaban aceptando desplazados de Puerto Rico.

Uno de esos hoteles nos dijo que tenía habitaciones disponibles. Fue un alivio. Por primera vez en meses me pude dar una ducha con agua caliente. Podíamos ir a un restaurante cercano, donde servían comida criolla, y no era muy costosa. Cuando fuimos a comer allí, conocimos a una corredora de bienes raíces, quien nos orientó para que buscáramos un apartamento. Me explicó que por la gente que estaba llegando de Puerto Rico, no había mucha oferta para casas y apartamentos modestos para alquiler. Ella tenía una casa pequeña disponible, pero tenía que tener un trabajo para pagarla.

Así que me di a la tarea de buscar trabajo.

Esa empresa se me hizo muy difícil. En una semana, solicité a cinco ofertas de empleo. Sólo de una plaza de trabajo me llamaron. Era de asistente administrativa. El gerente, un anglo, apenas miraba el formulario de empleo que había llenado. Sólo tenía sus ojos fijos en mí, lo cual me hacía sentir incómoda. Después de varias preguntas de rigor, me preguntó si era de Puerto Rico. Cuando le dije que sí, me comentó sobre lo “calientes” que eran las puertorriqueñas como yo. Yo le dije que era casada y que me estaba faltando el respeto. Entonces tuvo la osadía de decirme que, si dejaba a mi marido y me iba con él, me daría una casa con todo. Yo le miré con cara de disgusto, me levanté y me fui. Ni siquiera le di las gracias. Abandoné el edificio entre sollozos.

No bien pasaron dos semanas en el hotel, y me llamaron del área de recepción.

Ma’am, you must check out by tomorrow.

Lo miré con ojos de suspicacia. Yo protesté. Tenía una certificación de la Fema y se la mostré. Ellos no le dieron la más absoluta importancia. Lo sabían, y era motivo adicional de su prepotencia cuando me hablaban.

Fema has told us that you have assistance until tomorrow. If you’re planning to stay, you’ll have to pay from your pocket. Otherwise, you’ll have to leave —me dijo sin emoción ni empatía alguna.

What can you do for us? —le imploré, sollozando.

Not our problema —me dijo el anglo, impertérritamente—. You’ll have to go somewhere else. You wetbacks can always go back where you belong —me dijo antes de dar media vuelta y entrar a la oficina.

Cuando busqué el centro de Fema de mi pueblo, ya había cerrado. El Juárez había desaparecido sin dejar rastro. No sabía si llorar o gritar.

Sólo mi dignidad me hizo recomponerme, y nos hizo dejar con orgullo un hotel de basura que nos trató con indolencia racista. Pero al menos no me fui sin antes asegurarme —mediante una querella— de que la cadena nacional al cual están afiliados supiera del discrimen del que habíamos sido objeto.

Pero para nosotros, era la Fema la que realmente encabezaba nuestro disgusto. Esa gente no nos había dicho nada. Cómo estos anglos podían tener comunicación con los burócratas de la Fema, era algo que escapaba a mi lógica. Y para estos blancos americanos, el mero hecho de ser puertorriqueños era suficiente para tratarnos con desprecio. Tener pasaporte americano para ellos no tenía ninguna importancia. Mexicanos o puertorriqueños, era lo mismo. Somos gente a la que se podía despreciar sin sentir vergüenza alguna por ello.

Estábamos desesperados. No sabía qué hacer. No había estado antes en Orlando, y me sentía perdida. Menos mal que Cristina llamó a una amistad que conocía a la familia de un pastor luterano. Cuando nuestro predicamento llegó a sus oídos, nos llamó para decirnos que tenía un cuarto disponible para alojarnos en lo que podíamos resolver.

Alberto me sugirió que regresara a Puerto Rico, que fuera a Barranquitas para que me entrevistara con aquel Juárez de la Fema que me dio el vale para el hotel. Hablamos con el pastor, quien me pagó un pasaje, y regresé a Puerto Rico. Una prima me recogió en el aeropuerto y me trajo a Barranquitas. Cuando busqué el centro de Fema de mi pueblo, ya había cerrado. El Juárez había desaparecido sin dejar rastro. No sabía si llorar o gritar. Mi prima me dijo que había unos abogados en Barranquitas que estaban ayudando a damnificados con lo de Fema. No sabía dónde estaban; menos mal que vi el centro comunal desde el otro lado del barrio, y pude llegar.

 

Mientras doña Cristina me hacía esta historia, ella no dejaba de sollozar.

—Yo me voy mañana en la madrugada —me dijo—. Pienso que me jugué la última carta. ¿Qué se puede hacer? —sus ojos claros me miraron, con un tono de súplica y aire de expectativa.

A mí me estremeció en lo más profundo. Sentí su angustia en mi interior.

—Vamos a ver qué podemos hacer —le dije con confianza.

Con mi computadora portátil, y apenas con la poca señal de Internet que tenía disponible, abrí su expediente en línea en la Fema. Mucha de la correspondencia que la Fema había generado hacia ella no le había llegado. Tampoco la Fema jamás le había explicado que ella y su familia tenían derecho a una extensión de hasta dieciocho meses de alquiler temporero, para permitirles reconstruir o irse a otro lugar. Para mí, era evidente que ella y su familia habían dado la batalla acá, y ya a ella la sentía drenada. Quería una nueva oportunidad, un nuevo comienzo, un renacer. Luego de hacer la investigación en línea, le preparé una solicitud para la extensión de la asistencia, a la que tenía derecho. Con calma, le brindé el asesoramiento y sometí la documentación requerida. Cuando terminé me dio las gracias, y me obsequió con una hermosa sonrisa. Su prima le esperaba afuera. Antes de irse, me dijo que pasara por su finca. Me dio las indicaciones para llegar. Le prometí que lo haría.

Mientras contemplaba el abandono del proyecto de su tierra, de nuestra tierra, el dolor de la desesperanza desgarró mi corazón.

Ella salió con una sonrisa de satisfacción en sus labios. Cuando llegó a la puerta, se dio media vuelta.

—Gracias mil, licenciado —me dijo con aire de alivio.

—De nada. No se preocupe, estoy seguro de que a la Fema se le hará muy difícil rechazar su caso esta vez.

Mientras le decía esto, cruzaba mis dedos. Para estos insípidos burócratas federales, cualquier cosa era suficiente para rechazar cualesquiera solicitudes de ayuda que tuvieran su origen en Puerto Rico. Pero para esta gigante, la solicitud y los trámites que le completara eran un aliciente para otra batalla que ella daría, para sí y para los de ella, y para lo cual ya estaba acostumbrada. Esa noche volaba de regreso, aliviada, y dejando atrás los sinsabores de una devastación ya cotidiana, a la vez que planeaba hacia un futuro muy duro e incierto. Pero para ella, eso no importaba. La frustración de sus tropiezos no se comparaba con su entusiasmo de encaminarse y dar otra buena batalla. Su familia le respaldaba, y para ella eso era suficiente.

Cuando salí, me dirigí a Helechal. En el camino, lleno de recuerdos nostálgicos, vi que muchas casas de madera conservaban los toldos azules de la Fema, y más de un ranchón de polleras estaba destruido, sin visos de saber cuándo serían reconstruidos. Ya en Helechal supe dónde estaba la finca, pero conservé mi distancia. La contemplé de lejos. No tenía el valor de acercarme a ella, porque su destrucción me llenó de dolor. Mientras contemplaba el abandono del proyecto de su tierra, de nuestra tierra, de todas las esperanzas desgarradas por la indolencia de aquellos que tienen el poder y nos destierran, el dolor de la desesperanza desgarró mi corazón. ¿Puerto Rico se levanta así?

Me sentí solo e indignado. No paré de llorar.

José Luis Ramírez de León
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