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Monedas de chocolate

sábado 3 de octubre de 2020
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Creo en las monedas de chocolate que atesoro secretamente debajo de la almohada de mi niñez.
Aquiles Nazoa.

A mí no me da pena tener algo de niño.

Acaso mucho.

La primera vez que fui a Oriente no tendría dos años de edad.

Cuando llegué a Querequere, a un tío mío le dio por mostrarme algunos animales de granja.

La visión de una gallina que se me acercaba me aterrorizó tanto que me cuentan que largué el llanto como una sirena de ambulancia implorando por que alguien me quitara al horripilante monstruo de encima.

En razón de su trabajo, Eduardo, mi padre, nos comunicó que de manera inapelable nos mudaríamos a El Tigre. Adiós jardín.

Ese alguien fue mi viejo.

Un par de años después en Caracas, mudados al edificio Guayacán, en Los Chaguaramos, ya me dejaban bajar por las tardes al jardín de mis delicias.

La primera vez fui con mi padre. Jamás lo olvidaré. Es que nunca antes vi algo tan curioso: un saltamontes.

Sí, un simple saltamontes.

La emoción que sentí no la puedo describir.

Era muy grande. Y verde por donde lo vieras. Y pegaba unos saltos tan impresionantes, que me fue preciso querer atraparlo para poder detallarlo.

No pude.

Tuvo que venir mi padre a agarrarlo con cuidado de no lastimarlo. Lo hizo con tal facilidad —y en pleno salto— que yo quedé con la boca abierta.

Pensé: Ah, no. Si mi papá puede hacer eso, puede hacer cualquier cosa.

Y era cierto. Siempre fue cierto.

En razón de su trabajo, Eduardo, mi padre, nos comunicó que de manera inapelable nos mudaríamos a El Tigre.

Adiós jardín.

Pero la casa que escogió como vivienda cobró vida en un sueño impensable por capitalino: tener perros.

Para un niño como yo, caraqueño de edificio y de paseos de concreto y de metal, poder tener un perro y un patio era esencialmente un prodigio extraordinario.

Y no fue un solo perro sino dos: Tigre y Tita.

En todo el trecho de vida que nos acompañaron fueron perros excelentes y muy sabidos.

Cuando nos mudamos de El Tigre a Cumaná, nuestra casa era igual pero mejor. Si me entiendes.

No sólo tuvimos dos perros, sino también gansos, palomas, patos, una gallina con su gallo y un guanaguanare que cayó del cielo.

Literalmente.

Algo le pasaría en las nubes porque un día amaneció en el patio con el ala rota.

Ya mi viejo había mandado a hacer un estanque inmenso para los patos y gansos, de modo que no hubo problemas con el palmípedo que desentonaba con su entorno. Pero él se creía un príncipe de traje azulado y no le importaba mucho eso de ser distinto.

Papá adoraba su guanaguanare.

Lo curó hasta que se restableció totalmente y un buen día lo dejó ir.

Cuando almorzábamos, el ave tenía la absoluta licencia para entrar hasta el comedor.

El viejo le daba cualquier cosa y el pájaro tan tranquilo se lo comía sin mayor problema.

Amante del picante, mi papá un día se confundió y le lanzó un pedazo de pescado ensalsado en ese picante tan bárbaro.

Para nuestra sorpresa, el guanaguanare tomó el pedacito, lo saboreó, no le gustó y se fue tan campante a lavarlo al estanque para engullírselo después.

En silencio obediente, tomamos la vía de El Peñón, buscando un sitio adecuado para enterrar a nuestro perro.

Todavía sonrío al pensar en eso.

Cuando se es un niño los rostros se espejean en alegrías y las risas son de las almas sinceras.

Pero cuando duele, duele.

Por esos días atropellaron a Tigre, nuestro perro. Al rato murió moviendo la cola como quien dice ahí nos vemos, no se preocupen.

Fue una tragedia, te digo.

Papá llegó del trabajo.

Lo que ve lo para en seco. Caras desencajadas y pechos muy temblorosos.

No dijo nada sino al rato:

—Vamos a enterrar a Tigre —comunicó gravemente.

Así, en silencio obediente, tomamos la vía de El Peñón, buscando un sitio adecuado para enterrar a nuestro perro.

Leo, mi hermano, y yo, cavamos un pequeño hoyo para Tigre.

Al terminar, mi papá dijo:

—Vamos a orar.

Eso, sin yo saber que por un perro también puedes elevar una plegaria: Amado Padre celestial, gracias por Tigre, gracias por todo el tiempo que lo disfrutamos. Gracias… Y ahí se frenó. El llanto pudo más.

Nunca antes lo vi llorar.

Pero ese día aprendí a llorar agradecido y que alzar el rostro a los cielos es un acto muy valiente.

Chico, increíblemente, aún entiendo algunos misterios que entrañan el mirar la vida cual si fuera un niño. Yo creo que tú también lo entiendes.

Un saltamontes verdecito. Un guanaguanare. Mi perro. Mi padre.

Son tan sólo parte de las monedas de chocolate que me guardo en el alma.

Yo creo en eso.

Eziongeber Álvarez Arias
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