A punto de iniciar su tournée por los campos siderales, El Creador recibió la visita de San Pedro. Como no quería postergar sus tareas por atenderlo, decidió pedirle al Santo que lo acompañara. Durante el recorrido, El Creador pudo constatar que la posición de las galaxias y la alineación planetaria permanecían intactas. Sin intenciones de modificar su Plan Divino, lejos estaba el momento para permitir los acercamientos cercanos entre los individuos que habitaban los diferentes planetas. De esta forma, se esquivaban mayores estragos de los que ya existían en los espacios ocupados del Universo.
—Parece que todo está en orden —comentó San Pedro.
—Como debe ser, como lo deseo yo —respondió El Creador, evidentemente satisfecho.
Luego del recorrido y sentados sobre unas poltronas de nubes y de luz, el Santo, en cumplimiento de sus atribuciones, se dispuso a revisar los pergaminos, según las prioridades para el próximo evo, y a poner en orden la agenda clasificada entre el Alfa y el Omega. El Señor de todos los cielos meditaba, entre tanto, sobre la sabia decisión de conservar separados, años luz, los planetas habitados. De esa manera, y por los momentos, no habría nave espacial que uniera a las inteligencias intergalácticas. Así eliminaba la posibilidad de enredar, aún más, la convivencia entre los seres vivos. ¿Un ejemplo? Los Terrícolas, pluralistas en su limitada vastedad. La Tierra era un desaguisado, donde nadie se entendía ni se ponía de acuerdo. ¡Qué manera de complicar las cosas! Nada le valía a los humanos, poseer los tesoros para ser felices: flora, fauna, mar y cielo…, ni la gracia del libre albedrío, la razón y el discernimiento, las leyes celestiales y la posibilidad de acercarse a Él, cuando lo desearan.
A Celestino Simplicio le estallaba la emoción como maíz en sartén ardiendo porque, convertido al catolicismo, le habían invitado a viajar con un grupo de peregrinos.
No hacían más que buscar problemas para hacer de sus vidas una calamidad. Por eso, mientras perdurara este estado de cosas, era preferible que se conformaran con los encuentros cercanos del tercer tipo que brotaban de la imaginación de Steven Spielberg, entre otros. Si a los humanos se les dificultaba manejar sus asuntos, ¿qué sucedería si les permitía convivir con extraterrestres? Mejor se quedaban así, enredados dentro de su propio entorno.
Entre tanto, en la Tierra, a Celestino Simplicio le estallaba la emoción como maíz en sartén ardiendo porque, convertido al catolicismo, le habían invitado a viajar con un grupo de peregrinos. A tal fin, dejó sus dominios para viajar a otro continente. Pensaba que, con este viaje, llegaría al final de la búsqueda de la paz espiritual que tanto anhelaba. Esto, después de varios años, de raparse la cabeza, de rendir culto a Mahoma, de cubrirse con la llama violeta, y unos cuantos ritos más. Récord que le llenaba de orgullo porque Aquel que todo lo sabe, todo lo oye y todo lo ve, tomaría en consideración el fervor de un alma que trataba, por todos los medios, de alcanzar la Perfección Divina. Sin dudas, llegado el inexorable momento, le abriría las puertas del cielo. Las incursiones anteriores le habían facilitado el camino. Ahora estaba convencido de que hoy, mañana y siempre sería, irreversiblemente, un católico consumado. Y como todavía era joven, si se lo proponía, ¿quién pudiera impedirle alcanzar el sacerdocio, trasladarse al Vaticano y obtener el rango de Santidad Papal?
El Omnipotente y Omnipresente se divertía frente a tales delirios.
—¿Por qué sonríe, Señor? —preguntó San Pedro.
—Por las cosas de un siervo que se la pasa dando vueltas y nunca llega al centro. Me provoca tomarle el pelo —contestó el Magno Bromista del Infinito.
Celestino Simplicio había hecho de todo. En una oportunidad, con tantos giros y con la fe dando traspiés, tomó la senda hacia el Corán. Allí conoció sobre la vida de Jacob, Abraham, Jesús y Muhammad. Proclamó a los cuatro vientos el monoteísmo, alabando a Alá. Pero no supo interpretar, con el sentido del equilibrio, el rol de la mujer dentro de esa corriente religiosa, tal cual lo pregonaba el libro sagrado del Islam. Cuando pretendió aplicar las normas, usuales entre las mujeres de aquellas tierras, la novia lo abandonó en un santiamén. Celestino se sintió más solo que una palmera en un islote. Entonces, exclamó: “¡Qué va, el Corán no es para mí!”.
Decidió tomar un nuevo atajo: las riendas de la filosofía oriental. En una librería, entre novelas de moda, libros de autoayuda y buena alimentación, se dejó llevar por los hilos de la intriga: las Tres Joyas, el Buda, el Dharma y la Sangha atesoraron su atención. Así supo que Buda, más que un nombre, era un título o epíteto que significaba “alguien que está despierto”, en el sentido de “despertar a la realidad”. ¿Qué decía Buda? A través de un conjunto de ideas y métodos, se podía aprovechar la vida al máximo y liberarse de los peores opresores: el odio, la codicia y la ignorancia. Siempre que se desarrollaran cualidades de bondad y sabiduría. Para ello, se hacían necesarios estados mentales positivos, caracterizados por la calma, la concentración, la ecuanimidad, entre otros, a través de períodos de meditación. La verdad era que, no más cerrar los ojos, Celestino, en vez de “despertar a su nueva realidad”, se quedaba profundamente dormido.
Con optimismo, se lanzó a la peregrinación. Cada quien debía llevar una cruz a cuestas. No lo pensó para tomar la suya.
No se dio por vencido. El Nuevo Pensamiento arribó para ofrecerle una vida plena. Sin ritos complejos ni muchos sacrificios, la panacea venía cubierta con las promesas de la Nueva Era. De acuerdo a su particular mecanismo de entendimiento, supuso que le iría mejor con una especie de credo, según él, algo light. El Kybalión, con el precepto de “Todo es mente”, le llevó por extraños derroteros. En la comodidad de una hamaca, creía que, con sólo utilizar la mente, el Universo le llenaría de bienes materiales. No entendió que, además de sus empeños esotéricos, debía trabajar para convertir en realidad sus impulsos metafísicos.
El fracaso lo llevó al descontento. No podía percibir que la búsqueda empezaba dentro de sí mismo. Por lo tanto, continuó hurgando el exterior, pues en algún libro sagrado debía encontrarse el crisol de la verdad. Pero ni la Enseñanza del Mishná, los Círculos Rabínicos del Talmud, el Conocimiento de Los Vedas, La canción del Señor del Bhagavad Gita, el Camino del Dharma, de El Dhammapada, pudieron brindarle el fuego sagrado que disipara el desconcierto en su Chispa Divina. Y si no se sometió al estudio de la recopilación de los pensamientos de Confucio, fue porque creyó que el confucionismo no era más que una milenaria tradición de confusiones.
Por fortuna, todo había cambiado, gracias a su última conversión religiosa. Era Semana Santa, época de actos de contrición y pagos de promesas. Con optimismo, se lanzó a la peregrinación. Cada quien debía llevar una cruz a cuestas. No lo pensó para tomar la suya. Sin embargo, no habían avanzado mucho cuando Celestino comenzó a sentir el peso en el hombro. Protestaba sólo para sí. No se atrevía a romper el silencio. Pensó que, si la fe era cargar con ese tormento, sin dudas no la necesitaba. Antes de caer en la tentación del ateísmo, prefirió elevar su protesta a las alturas:
—¿Por qué me asignas una cruz tan pesada? ¡Ayúdame, Señor!
Si Él no lo escuchaba, ya buscaría la oportunidad de cambiar su cruz por una más liviana. Para ello, contaba con el descuido de algún peregrino.
El Creador, que todo lo oye, hasta el pensamiento más profundo, decidió que había llegado el momento de jugarle la broma. Si Celestino quería pasarse de listo, pronto comprobaría que no era tan sencillo.
Comenzó a llover. Los peregrinos vieron una cabaña abandonada y decidieron entrar. Cansados, dejaron las cruces a un lado y se durmieron. Menos Celestino, que encontró la ocasión que, según él, Dios le estaba enviando. Eligió la más pequeña de ellas y dejó la suya a cambio. Feliz, esperó a que terminara de llover. Cuando dejó de hacerlo, todos continuaron el camino. Las cruces, a sus espaldas, aún más grandes que cuando llegaron a la cueva, parecían rellenas de aire, a punto de levitar. En cambio, la de él, esa que había sustituido por una más pequeña, pesaba tanto que apenas podía arrastrarla.
—¿Qué pasa? —se preguntó—. No lo entiendo.
Sólo Celestino escuchó la carcajada celestial.
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