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Tres relatos de Adriana García Sojo

sábado 7 de agosto de 2021
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El domador

Algunas personas no enloquecen nunca. Qué vida tan horrible deben tener”
Charles Bukowski

Escribí un libro, que nadie ha leído. Igual maté ayer a un hombre y nadie ha venido por mí. Mi soledad es impune, nadie vendrá por mí.

Vivo rodeado de raros, cada cual en su entierro. Puedo mezclarlos y cambiarles la vida, ser mezquino con su felicidad. Será porque vivo en cada distorsión que describo. Ninguno me pertenece, aunque así lo piense. Cada bicho va agarrando cuerpo, desmontando mis juicios y creciendo en su desacierto. Los escribo con la tinta de la tristeza que me producen, el asombro y la pena de verlos volar con su desencanto. Quiero creer que así los quiero, no puedo ocultar que así se quieren ellos, explotando en palabras, entre comas y párrafos incompletos.

Puedo dormir tranquilo, no me atormentan el sueño. Se escurren al amanecer, me tuercen lo cotidiano. Respetan el rol que juego, se manifiestan cuando la hoja los describe y les da vida propia a través de las historias, pero todos somos un cuento necesario. Ellos son la historia que arranca cuando el roce de sus tormentos salpica mi normalidad. Me hacen narrarles en relatos ordinarios, incorrectos. A veces ruedan en palabras mugres, no son pérfidos, ni injustos, ni buenos, ni perversos, a veces son héroes de una existencia atormentada de la que nadie habla. Parecen gente de circo, de esas que tienen caspa y no se afeitan las barbas. Huelen a piratas de río, son corsarios de charcos, gente de agua empozada, de uñas mordidas, o suelas gastadas. Los acompañan botellas y cucharas plásticas llenando pocillos con azúcar de piedras. No tienen bandos ni esteras, sólo sus salivas y sus alientos, todas inventadas por mí. Son vidas cortas, que parece no valer la pena que nadie lea. Soy un domador de circo, no soy ni escritor ni poeta.

 

El último libro

“Todas las obras de arte deben empezar por el final”
Edgar Allan Poe

Aún recuerdo las palabras de mi madre cuando me entregó aquella caja de madera oscura, hermosamente labrada. La colocó en mi pecho, cruzando mis brazos sobre aquel tesoro que me confiaba, y me dijo: Encuentra el lugar más árido, el centro de toda la sequía que ahora nos cubre de polvo y, una vez allí, ábrela.

Caminé por meses, dejando mis pasos regados por los desiertos que hallé; casi toda la tierra estaba arrasada por las plagas prometidas. Crucé ríos extintos, bebí de mi empeño para no desmayar, porque no había ya siquiera hierba con rocío ni día ni noche escrita. Cuando llegué a la génesis de tanta calamidad pude por fin sentarme, cruzando mis piernas sobre el silencio rígido de aquella tierra. Debí olvidar, para hallar la poca fuerza que había en mí, para abrir la preciada caja, seguir sus instrucciones y cumplir mi encargo. Luego podía morir en paz. No era yo por quien se esperaba, era sólo el oficiante de aquella tarea que estaba por honrar.

Sabía lo que aquella caja contenía, me lo había dicho para asegurar mi empeño, mi obligación y el acuerdo: Es el último libro. En cada hoja encontrarás un árbol que plantar, cada página contiene ideas para ver crecer, cada palabra traerá los ecos de las lenguas que se pronunciaron. En cada frase se renovará la fe en los muchos mundos que faltan por nacer. Es el último libro, siémbralo y crecerá en los ojos de todo aquel que lo vea, cultívalo en tu corazón para que seas semilla. Es el último, pero no el final de la palabra.

 

El escritor

“¿Para qué quieres ser alguien si puedes ser nadie? Hazte nada y disfruta el gozo de la vacuidad radiante”
Anónimo

Leer sus artículos en la prensa del domingo era rito obligado. Buscar sus libros, sus cuentos, ensayos, entrevistas y opiniones. Seguirlo en Twitter e Instagram. Mirarlo tomar el café de la mañana, mojando un croissant en la tibia infusión. Saber ese detalle, conocer la hora en que aterriza allí y verlo, sin que él supiera, ejecutar su rutina personal. Sentarse en la misma mesa, incluso esperar por ella si está ocupada, tamborileando sus dedos en la barra, apremiando a los inoportunos ocupantes con ese gesto inútil. El escritor es un hombre de pequeñas maniobras, como ella, que también divide el día en precisas ejecuciones, en ejercicios claves para administrar los vacíos intolerables.

Luego seguirlo calle abajo, hasta parar en la librería de siempre, donde toma otro café con el librero, amigo de muchos años. Saberles conversando sobre las novedades, que nunca son tan nuevas. Esperar después en la misma fila del bus, a prudente distancia, viéndole poner en práctica las mismas expresiones y gestos cuando alguien le reconoce, algo que pasa cada vez menos. Acompañarle a lo lejos en los recorridos estériles por los lugares en los que antes su palabra gozaba de atención, los lugares que narraron su notoriedad. Las palabras del escritor, antes dirigían coros. Era una débil voz ahora, incluso en la sinfonía breve de la virtualidad

Él no sabe que ella rodea cada aspecto de su blanda existencia. No la presiente, siguiéndole inadecuadamente, con imprudente morbo.

Puede parecer patético que ella estructure sus horas huecas a través de las horas estériles de él, pero la rutina elástica del escritor es la cotidianidad que da sentido a su soledad. Ambos han perdido la forma del presente, no lo entiende sino a través de sus vagas escenas y por ello se sienten completamente inadaptados. Algo que ella entiende, pues ser inadaptada ha sido la costura de su vida misma. Ella ha pasado por todas las escenas: hija, esposa, madre, amiga. Todas actuaciones ejecutadas con una pulcritud aburridora. Su mejor desempeño fue ser pésima consigo misma, por eso ha salido de todos sus montajes sin pena ni gloria y encontró en invisibilidad el mejor desempeño para sus horas.

Él no sabe su nombre, ni necesita su sombra. Ella sabe todo de él y va siempre rezagada para que la transparencia que la arropa no la delate. Comparten vivir desfigurados por el tiempo y encajan, sin tormento, cada uno en la zozobra del otro.

Adriana García Sojo
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