Cuando salí de la alcoba toda envuelta en el albornoz y vi que los pies descalzos de Manuel habían diseminado en el suelo, andando sin cautela desde el patio, una constelación de minúsculas motitas de mugre y unas partículas oscuras que se adherían al piso de teca como si ellas mismas tuvieran ventosas y no fueran grumos inanimados de tierra sino un organismo repulsivamente viviente, me cubrí la boca con la palma de mi mano y vociferé unas cuantas frases inelegantes y no suspendí mi asedio hasta que regresó por una escoba y una pala y volvió al pasillo y entonces, siempre a regañadientes, se puso a barrer, dirigido y adiestrado por mi acecho —así no está bien, amor, más despacio; coge bien la escoba, no te arquees—, la exasperante suciedad que había esparcido aquí y allá. “Como mande la señora de la casa —dijo él, y sonrió—, a su orden”. Ese mismo día, miércoles veintidós de octubre, Lily me dijo que ella quería disfrazarse este año para las fiestas del Día de las Brujas de bailarina de ballet. Asentí. No le expresé nada pero su escogencia incauta del disfraz me hizo pensar un poco y consideré que no era este, el traje curvilíneo de bailarina, con sus largas medias veladas y su tutú desmelenado y su trufa y sus pendientes, el disfraz idóneo para ella; sólo contribuía a afianzar, pese a sí misma, el prejuicio soso o el estereotipo de niña de bien. ¿Por qué no podía elegir por su cuenta un disfraz de abogada, o de futbolista, o quizá de bombera? Un disfraz que fuera a su vez una reivindicación social y una protesta. O de mi oficio, mujer entre la horda de hombres: arquitecta. O de una cebra, o una larguirucha jirafa.
Lily salió del colegio poco antes del mediodía y fui por ella, como era costumbre de larga data entre nosotros: era yo quien acudía por la niña al prejardín y la llevaba a almorzar conmigo y la dejaba a continuación en el apartamento de mis papás en tanto salíamos Manuel y yo de nuestros respectivos trabajos y volvíamos por ella, cada tarde, sin excepción, para adentrarnos los tres a un mismo tiempo en la casa limpia y desierta que habíamos abandonado durante todo el día o que no albergaba a nadie desde las seis de la mañana. Pero esta vez fue distinto el itinerario. Lily y yo nos dirigimos a una estrecha tienda de disfraces que parecía desde fuera la cabina de una nave espacial, desprovista de vitrales y estanterías, sólo una sucesión de ganchos colgados en un asta de madera dispuesto horizontalmente a lo largo del almacén. Di un fugaz vistazo en derredor y comprobé que la tienda era un exuberante surtidor de estereotipos. Allí estaba la causa de la elección desprevenida de Lily. Ella no lo sabía, no podía saberlo aún, pero lo que estaba favoreciendo en esa petición del clónico y grotesco disfraz de bailarina era la violencia misógina y el feminicidio y las indefendibles convenciones de género contra las que su madre se había enzarzado desde siempre y había tratado de erradicar en cada uno de sus usos y costumbres y por las que se había convertido gozosamente en una activista. No podía consentir que mi propia hija incurriera, sin que yo hiciera nada por impedirlo, en este sexismo precoz al que tanto me había opuesto. Ese era Mal, y yo tenía frente a mí, en esta encrucijada familiar y cotidiana, el campo de batalla en el que debía contender pacientemente y salir airosa. El objetivo a combatir era, ahora, ese pequeño disfraz de bailarina. “¿Qué te parece este de astronauta, corazón? —dije—, con este vas a dar envidia a tus compañeritas. Mira cómo se abre, así, y mira el casco”.
—Yo no quiero eso, mami, yo quiero el disfraz de ballet.
Lily se encogió de hombros y exhaló un tenue gruñido. “¿Y qué me dices de este? —señalé con mi dedo índice el disfraz de agente de tránsito—, es luminoso, mira”. Pero ninguna de mis expresiones tenía efecto en ella, y entonces frunció la carita, y chistó, y las aletas de su nariz se dilataron espaciosamente.
Regresé con Lily de la tienda de disfraces sin haber alcanzado ningún consenso entre nosotras.
—Que no, mamá, no, quiero es el disfraz de ballet, sólo quiero ese, solamente ese.
Volví a suspender el gancho con el disfraz de agente en el asta del que lo había retirado hacía unos segundos. “Liliana —dije—, tú estás en edad de obedecer”. Ella me miró con desabrimiento y metió sus manos en los bolsillos del overol y dijo que si no era ese no quería nada. Sus palabras venían maleadas sonoramente en una mezcla de audacia y desconsuelo pero yo estaba resuelta en mi oposición y no le permitiría, a cuenta de qué, rebatir mi frágil autoridad.
Regresé con Lily de la tienda de disfraces sin haber alcanzado ningún consenso entre nosotras. Abrí la puerta y, contra cualquier previsión acostumbrada, Manuel se encontraba ya dentro de la casa. Había pedido que otro docente lo relevara en la universidad y salió a hacer unas diligencias y a comprar algunas cosas por ahí.
—¿Por qué está molesta la bebé, cielo?
—Porque no le compré el disfraz que quería.
Lily dio dos trancos ligeros hacia su papá y comprimió su boquita antes de hablar. “Yo quería el disfraz de ballet —dijo—, y mi mamá me trajo un disfraz de otra cosa, a mí no me gusta otra cosa, papito”.
Manuel traía consigo, bajo el brazo, una modesta bolsa negra con un monograma de color violeta en la mitad. Era un asalto, una provocación, lo que la bolsa contenía era el disfraz anhelado de bailarina de ballet y unas zapatillas de satén que parecían un listón para el cabello. “¿Qué traes ahí? —dije—, no me digas que es otro disfraz”. “Las escuché esta mañana hablando del disfraz y decidí yo mismo ir a buscarlo. ¿Hice mal?”. “Si no es de lo que creo que es..”. “Es el disfraz que ella quería”. Entonces le dirigí yo misma una mirada de indignación y enojo.
—No puedes sólo desautorizarme —dije—, eso no te lo permito.
El tenor de nuestra conversación fue ascendiendo poco a poco y volviéndose cada vez más hostil. Bajo nosotros, la carita pesarosa, expectante, de Lily se desdibujaba entre el intercambio mutuo de reproches. “Ella no está en edad de decidir, y es mi última palabra. Es que tú eres muy blando”. “Es una niña, déjala que se disfrace de lo que le plazca”.
Por eso mismo lo decía, ella era una niña y necesitaba alguien que la guiara. Y quién mejor que su mamá. “O su papá”, dijo él.
—Pero hoy decido yo —dije—, en esto decido yo.
—Ya me tienes cansado, Oriana, o se disfraza de lo que se le dé la gana o tú y yo nos separamos y me largo hoy mismo de esta casa.
—Entonces vete.
—Me voy. Y me llevo a Liliana.
Mi cara se contrajo, sentí un vago sinsabor en la garganta, la reacción imprevisible de Manuel y sus gestos duros y su bastedad me habían dejado turulata y sin poder hablar. “A Liliana no te la llevas —dije, titubeando—. Liliana no sale de esta casa”. Y no lo contuvo mi vacilante oposición y mis amenazas de demanda y aferró a Lily a sus brazos y salió diciendo, iracundo, embravecido, espumajeando saliva por la boca, que Lily se iba a poner el disfraz que a ella le apeteciera y que haría lo que fuera preciso para hacer que eso ocurriese, “me haría matar Oriana, te lo juro, pero Liliana se va a disfrazar de lo que le dé la gana”. Y salió, salieron de la casa, dejándome con el espeso disfraz de astronauta en las manos, y atónita, sin saber aún qué hacer o decir ante la estela que habían dejado Manuel y mi niña al partir intempestivamente de casa, y entonces palpé con la yema de los dedos la tela mullida y los relieves del atuendo de astronauta. “Si lo único que yo quería —musité, en sordina, para mí misma— era un disfraz para Lily”.
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