Volví a casa después de comprar en el market de una gasolinería las papas y golosinas que me urgían para abastecer la larga noche de videojuegos. Solía dejar resuelto cada detalle desde mucho antes para que nada me hiciera falta a última hora y tuviera que dejar todo a un lado y salir del cuarto y resolver la carencia en el tiempo previsto para mi esparcimiento y placer. Sólo bolsas de papitas y gaseosa en lata y algunas golosinas que eché al carrito sin ojearlas demasiado. No hacía más de dos horas que había emergido de mi sueño matutino, envuelto en una frazada de Pac-Man que compré en Miami la Navidad del año en que Greta Thunberg intervino en la cumbre climática de la ONU. Tiré las llaves sobre la repisa de la pared, metí las gafas de sol en la cavidad de la gorra y la eché a continuación sobre la cama, engaveté el tapabocas en el nochero, me enjuagué las manos en el lavabo. En las pequeñas bolsas biodegradables había los carbohidratos y la fructosa suficiente para mantenerme despierto y a gusto durante toda la madrugada. Aún no había almorzado, pero la sola promesa de amenidad y alegría que me brindaba una nueva noche de videojuegos y transmisión en vivo bastaba para contentarme y relegar incluso cualquier otro afán fisiológico que me apremiara de repente. Esta era la vida que había escogido vivir desde los dieciséis, y no me arrepentía de mi decisión.
Desde hacía ocho años me dedicaba a jugar en línea y a grabar y subir a mis redes todas las hazañas que lograba en cada uno de los juegos electrónicos en los que existía como usuario. Mi computadora era una Razer Blade, un artefacto más costoso que cualquier electrodoméstico o mobiliario que hubiera o pudiera haber en cualquiera de las estancias de mi apartamento. Mi nombre de gamer era PatrickMorse. Mi nombre de pila no importa. Nadie en mi familia devengaba más que yo, ni siquiera el hijo más aventajado y estudioso de cualquiera de mis tíos, y nadie sabía, ni siquiera mis papás, a cuánto ascendían mis ingresos, y lo que hacía con ellos. Yo era una cosa aparte. PatrickMorse, el ermitaño. Sólo ese nombre escuchaba a diario, y a ese solo nombre atendía cuando alguien deseaba conversar conmigo. Si dirigía la mirada a mi izquierda, una consola PlayStation 5 que compré a dos semanas de su aparición en el mercado; si la orientaba hacia la derecha, tres o cuatro mandos periféricos y unas gafas de realidad virtual. En esta madriguera electrónica permanecía casi todas las horas del día, y sólo en ella me sentía feliz y realizado, dichosamente excluido de un mundo exterior que apenas sí reconocía cuando andaba fuera del apartamento y me codeaba con otros hombres y mujeres de los que nada me intrigaba o seducía. Los acontecimientos de fuera llegaban a mí a través de la cobertura que hacían de ellos los medios de comunicación, y lo que mis seguidores me informaban, o lo que conseguía viralizarse en redes. A sólo eso me atenía, y con eso estaba conforme; tampoco era que ocurriera demasiado fuera de mi escondrijo, o por lo menos no algo más interesante o significativo que lo que ocurría dentro.
En mi apartamento sólo ingresaba la señora Delfina, una vecina de mi mamá que cada tres días se presentaba en mi puerta para adecentar un poco la suciedad y el caos que se tragaba todo en esos pocos días que pasaban entre cada visita. Bolsas, migajas, envases, latas, todo lo que barría y desechaba durante mis horas de sueño.
Destapé una de las latas de gaseosa, metí un pitillo en el agujero y empecé a beber ese néctar azucarado que me refrescaba el alma. Un estrépito reventó abajo, y después una detonación, y unos gritos de socorro que se ahogaban entre más cañonazos. Recordé que había leído en el chat de uno de los videojuegos algo acerca de la represión y el atropello que sufrían los manifestantes en unas protestas aparentemente ocurridas mi país. No podía precisar a qué se debían, pero tampoco me inquietaba descifrarlo. Pensé en la gaseosa, que se habría estado entibiando mientras me interesaba por el estampido y su causa. Asomé la cabeza a través del tragaluz, vi que un oficial le atizaba unos golpes de cachiporra a una jovencita de cabello azul y lóbulos dilatados que se le escurría entre los brazos y se esforzaba por correr y salir de su aporreo, buscando el refugio de sus compañeros de asonada, casi cayéndose sobre sus pies, sollozando. Sentí frio, el aire acondicionado a veces era una molestia. Inspiré un poco de aire, no demasiado, y bostecé. Otros dos jóvenes se batían con los agentes, eludiendo las pipetas de gas lacrimógeno y las municiones de goma, increpándose. Uno de ellos se tambaleó y cayó al andén, exánime. En todas partes, un chaparrón de fluidos. Sudor, sangre, gases, agua. Una bengala atronó en el cielo.
Volví mi cabeza al cuarto, tiritando de frío, sediento. Cogí el control del aire y reduje su capacidad. El ruido me había distraído más de lo que hubiera supuesto. Volví a pensar en la noche de hoy. Eché un vistazo al reloj del monitor y descubrí con agrado que eran las cuatro, puse una canción de Iron Maiden a todo volumen, me coloqué sobre la cabeza unos audífonos de diadema, abrí Fortnite y me dediqué a jugar. Hasta que volviera a ser de noche.
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