La mujer barbuda
“No soy extraño, simplemente no soy normal”.
Salvador Dalí
He decidido no depilarme más. Me he enterado esta mañana de que pronto viene a mi pueblo un circo, para hacer presentaciones en los días de Navidad. Pienso dejarme crecer el bigote y los pelos de mi quijada, para ser una mujer barbuda y unirme a ellos. Una vez que mis pelos sean abundantes, esperaré sentada, toda peluda y confiada a que llegue la caravana. Tendré listo un vestido de seda china, unas peinetas brillantes de carey y mi cartera. No necesito maleta.
Haré de seguro una pequeña audición para el dueño, quien será además el presentador, un maestro de ceremonias alto, delgado, grasoso y oloroso a jabón de panela y tabaco barato. Él me hará mover objetos pesados con la fuerza de mi barba trenzada, como prueba de mi acto, y quedará encantado con mi presentación. Tocará mis muslos, pellizcándolos para su aprobación, pero inútilmente su gesto se perderá en el decorado, porque yo estaré, lo sé, hechizada con tan sólo ver a Ladislao, el enano del circo, al oír su potente voz.
De inmediato me contratará y me convertiré en un éxito sin precedentes, por la fuerza de mi barba y mis chispeantes ojos, que entre vellos y cabellos brillarán ilusionados, no sólo por los aplausos que recibiré en cada función, sino por el amor de mi enano, ronco y fajado. Ladislao mantendrá el tráiler que compartiremos limpio y ordenado, cocinará todo muy rico y endulzará mis sábanas con sus toscas palabras y sus intrépidas acrobacias. Será un amor desnudo de prejuicios, a él no le importará que no cocine, a mí no me importará que sea rico.
Neftalí me hará reír a mí también, para hacerme olvidar mis penas y mis pelos, hasta que los tenga de nuevo largos y fuertes.
Imagino el nuevo cartel del circo, yo sentada al centro como atracción principal, desplazando a Madame Esmé, la muerta viviente. A mi lado, peinando con esmero mi barba extravagantemente fuerte, Ladislao, vestido de luces como un diestro matador para mi faena. Veo todo con claridad, puedo ver incluso cómo al cabo de unos meses, a causa de una frenética alergia producida por las cremas alisadoras —que usaré en bigote, barba y entrepierna para más lucimiento en mis actos de indómita fuerza peluda—, tendré que afeitarme cabello y pelo por igual, con la promesa de mejoradas y nuevas capas. A instancias de mi enano practicaré otros actos circenses y seré muy buena contorsionista, pero la desgracia vendrá cuando a causa de mi alopecia mis ojos se hagan crudos y faltos de poesía. Ladislao perderá su hermoso contorno, volviéndose pequeño, defectuoso, pavorosamente frío y sudoroso.
El lío que se armará cuando Ladislao se entere de que le he sido infiel y para mayor desdicha con alguien cercano a él. Morirá de amor al saber que en un par de mulas robadas al anochecer me fugaré con Neftalí, el payaso novato del circo, la persona más dulce que jamás conoceré, el payaso más auténtico; el que hace reír a hombres, mujeres y niños; al que le aplauden y piden que vuelva a la carpa, una y otra vez, una y otra vez. Neftalí me hará reír a mí también, para hacerme olvidar mis penas y mis pelos, hasta que los tenga de nuevo largos y fuertes.
Entonces mis ojos ya no querrán reír, llenos de pelos por todos lados, y en poco tiempo odiaré a Neftalí. Con el tiempo correrá la historia de una mujer barbuda que, sentada en la carretera de un pueblo, espera el paso del próximo circo para unirse a sus talentos.
La historia de la tristeza
“Esta lágrima fácil que no me abandona”.
Sonia M. Pérez
Era pequeña, casi un punto. Una manchita tímida, asomando de vez en cuando. Una nota discordante, una rareza en su carácter. Una conducta contraria al impulso primario de desterrar tristezas, a punta de una energía y un optimismo infatigable; tratando siempre de ser empática y coherente con los demás, desechando todo tufo de frustración o melancolía, agradeciendo cada día por su fortuna y repitiéndome siempre el mantra “La tristeza no está en mi ADN, Ladislao”.
Aun así apareció, de la nada, aunque de la nada no viniera. La recibió con falso dominio de sí misma. Aceptándola con melosa satisfacción de autocontrol. Se permitió el conato casi como un lujo emocional. El ego le sugería que podía manejarla y ella, empeñada en la soberanía de sus sentimientos, puesto que otras soberanías las tenía negadas, le dio cabida sin recelos. Era pequeña, casi un punto. Una manchita tímida asomando breve e imperceptible para los demás.
Le advertí, desde el conocimiento de sus más antiguas penas: “Destiérrala”.
La sombra le cubre y lleva una pena incrustada, en la nada de las razones que se crea.
No me hizo caso, estaba ocupada peinando sus greñas. Pero la tristeza era de una persistencia perniciosa. Agarraba cuerpo, comenzaba a nublarle momentos cada vez más largos, le aupaba recuentos de infortunios pasados, se imponía. Yo trataba de llegar a tiempo, la sacudía, le espantaba la lágrima que se le hacía laguna en el pensamiento. Pero ya nada era breve e imperceptible. Hice un pésimo cálculo de silencios por calma, dejé que sumara perezas y el punto fue creciendo, ampliando espacio y espectro. Quedé atado de manos.
Nadie les hace caso a los payasos, mucho menos si son enanos. La lágrima halló cuerpo en el ánimo, el ánimo se hizo cansancio y desconsuelo. No me ayudó la circunstancia. No podía negarle que tenía justificadas razones para su melancolía, incluso algunas muy viejas y mutiladas que yo ni conocía. ¿Acaso era parte de ese dolor?
Ahora llora, constantemente, tiene turbias las ganas y se desploma. La sombra le cubre y lleva una pena incrustada, en la nada de las razones que se crea. Es un reflejo transparente y lampiño de la alegría que fue. Con ella sucumbo yo, que no soy más que una representación de la alegría.
Debo decir que me sorprende la integridad de esta sombra. Enmudece todo, incluso mi voz. Es incuestionable, desmenuza cada acto, cada gesto, cada detalle de nuestro amor. Me siento, he de decirlo, blando en la niebla que nos tiñe. Confieso incluso que es hermosa la manera en que nos toma, es un abrazo dulce y lacerante; se diluye en un lamento pulcro, austero. Sé que somos una sombra de lo que fuimos, pero no encuentro fuerzas para desterrarla de mi vida, y no tengo claro que eso en realidad nos haga más felices.
Se me han fugado el amor, la amistad y la alegría. Todas las tardes espero que aparezca de nuevo, barbuda y feliz.
Madame Esmé
“No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas”.
Julio Cortázar
Me costó mucho llegar a donde estoy, nadie sabe con certeza lo que he sufrido, ni lo que padezco a diario. ¿Es que acaso creen que es fácil fingir estar viva, cuando te sabes muerta? ¿Acaso no entienden el heroísmo de mi acto, hacer de circo la tragedia de estar entre vivos, cuando hace tiempo que mi carne ya no tiembla?
No tienen idea de mi coraje ni miden la dimensión de mi pena. Si supieran mi doble esfuerzo, el arrojo de mi apuesta. Cuesta mucho fingir la sangre hervir, a pesar de que nada fluye en mis arterias, cuando esa mujer llena de pelos y sin vergüenza me restriega el amor de Ladislao por ella. No saben cuán muerta estoy, por dentro y por fuera. Una muerte que bailo al público como un truco de temporada, aunque la carne me cuelga. Un latido que finjo a diario. Un corazón partido, pero que aun exánime ama. Debo aparentar apetito, debo simular limpieza, debo enmascarar mi palidez, debo disfrazar mi tristeza, aunque por dentro me pudra y no se me ensanchen las venas.
Ella, tibia y viva, es el odio muerto de mis días, la rabia viva de mis noches.
Debo ser solitaria para evitar la vergüenza de los olores que arrastro y las moscas que se me pegan. ¿Quién quiere hablar con un tieso? Ni siquiera ese enano torcido pudo quebrantar mi promesa de no mostrarme tan viva para que no sospechen que esté tan muerta. No importa cuánto me duela, mi alma ya está seca. No importa cuánto extrañe las lágrimas, para llorar por su indiferencia. Mis ojos no miran las cosas vivas y hermosas, sólo reflejan, como espejos, lo que mi mente de muerta piensa.
Ya no soy la atracción principal de este circo de esperpentos, de repudiados y perdidos, de raros y tuertos. Hasta mi nombre morirá de mengua y Madame Esmé quedará en el olvido, mientras ella, la Mujer Barbuda, se coge a los enanos, al domador y a los payasos. Ella, tibia y viva, es el odio muerto de mis días, la rabia viva de mis noches. Ella es la pala que entierra lo único vivo que de mí queda: mi acto de circo.
- La Mortuoria - sábado 6 de agosto de 2022
- El guitarrista - jueves 4 de noviembre de 2021
- Todo sobre mi padre - martes 5 de octubre de 2021