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Todo sobre mi padre

martes 5 de octubre de 2021
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“—Ella te hizo esa cicatriz, ¿verdad?
—No, esa cicatriz me la hizo el tiempo, ella sólo me provocó la herida”.
Víctor de la Hoz

El 13 de enero de 1966, en un pozo bajo tierra, el ejército norteamericano detonó la bomba atómica Maxwell, la Nº 442 de las 1.132 pruebas nucleares hechas entre 1945 y 1992.

Nací en 1966. Sólo conservo una foto con mi padre. Mis fotos de infancia están llenas de abuelos maternos, tíos maternos, primos maternos y amor materno. La genética también fue esquiva, ni el rubio ni los ojos azules; el gen moreno de mi madre fue el dominante.

 

El 7 de febrero de 1966 el ministro de Turismo español del generalísimo Francisco Franco, el señor Manuel Fraga, se bañaba en una playa de Almería, en el extremo sureste de la península ibérica; la idea era contrarrestar el temor popular a la radiactividad por una bomba H estadounidense perdida en el mar tras la colisión de un bombardero B-52 —que transportaba cuatro bombas termonucleares— con un avión nodriza, y que pudo ser recuperada ochenta días después.

Decir que crecer sin padre no hizo mella en mí sería asumir un superpoder que no tengo, aunque presumí de tenerlo por algún tiempo. Crecí rodeada de figuras paternas amorosas y constantes; de manera que sólo extrañé lo que el reflejo de otras imágenes me mostraba y con mi reflejo tuerto seguí sin drama. En casa me enseñaron que la pérdida es una constante en nuestras vidas y ciertas pérdidas son hasta renovadoras; como dice el poema de Elizabeth Bishop, perdemos llaves, zarcillos, amores, un labial, oportunidades y perdemos continentes. Gracias a mi madre la ausencia de mi padre no fue un extravío doloroso.

 

Mi padre se presentó con varios regalos y un tío hippie, de abundante barba y simpatía.

En marzo de 1966 la sonda espacial Luna 10 entra en órbita alrededor de la Luna.

A mis nueve años papá decidió que quería vernos, a mí y a mi hermano. No recuerdo que la planificada cita fuese una ocasión feliz, pero tampoco triste o ambigua. A pesar de mi edad manejaba en neutro mis expectativas sobre él. El punto de encuentro, escogido por mi mamá, fue un sitio lleno de gente y por naturaleza entretenido: un parque de diversiones. Era imposible que algo saliera mal en ese lugar. Mi padre se presentó con varios regalos y un tío hippie, de abundante barba y simpatía.

 

A mediados de 1966 Mattel Inc. presentó su modelo #1150, la Color Magic Barbie Doll; tenía piernas movibles y su cabello y traje de baño cambiaban de color al aplicarles una solución. Entre otras amenidades el estuche en el que venía se convertía en closet y se presentó en dos versiones, Color Magic Designer Set y Color Magic Fashion Fun Set.

Las Barbies fueron mi obsesión de niña. Papá me regaló varias en el curso de los tres encuentros que siguieron a aquel primero, siempre con la presencia del tío hippie. El último fue en su casa; mi hermano y yo fuimos la novedad, en una línea de exhibición que comenzaba con otros tíos y terminaba con una señora de manos heladas y distancia absoluta: una abuela inhóspita. Desde ese día comencé a tener una pesadilla recurrente: una viejita de mal aliento me perseguía y yo huía de aquella doña helada, empeñada en llevarme con ella. Me despertaba sudorosa, aterrada con la posibilidad de no ver más a mis abuelos de verdad, a mis tíos y a mis primos de verdad. La solución a mis pesadillas me la susurró mi abuelo materno, único y extraordinario. “Aprende a volar”, me dijo. Así lo hice, aprendí a volar en sueños, a elevarme por encima de la viejita de mal aliento. Más nunca soñé con ella.

 

El 21 de abril de 1966, en un hospital de Houston, Texas, Marcel DeRudder recibía el primer corazón artificial; cinco días después del implante falleció.

Después de algunos regalos aparatosos, como el carro de la Barbie, la casa de la Barbie, la piscina de la Barbie, o el catamarán de la Barbie, papá hizo lo que mejor supo hacer toda su vida: desaparecer. Yo aprendí a no pensar en él. Tengo un corazón muy práctico.

 

Me observaba, pero le era imposible recordarme. Nos sostuvimos la mirada, la de él curiosa, la mía insolente.

El 17 de noviembre de 1966 las Leónidas, una lluvia de meteoritos, asombraban al mundo con su iridiscente espectáculo.

A mis diecisiete años mi hermano retomó el contacto con papá y fuimos a encontrarnos con él. De haber ido sola, no me habría reconocido. Le vi la duda en los ojos, pero reaccionó rápido y terció el olvido, nos invitó un juguito cualquiera y hablamos de cualquier vaina, a tono con el momento. Volvió a desaparecer. Unos años después, en un vagón del metro, reparé en el hombre sentado en diagonal a mí; viejo, rubio y de impresionantes ojos azules. Me observaba, pero le era imposible recordarme. Nos sostuvimos la mirada, la de él curiosa, la mía insolente. El anuncio de la siguiente parada me ubicó. No es mi parada, pero me bajo. Siento lágrimas como astillas de vidrio, nadie las ve, pero yo sé que están hincando mi corazón, parecen inofensivas pero duelen.

 

Luego de tres días de debates los delegados miembros de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas resolvieron desechar el último patrón físico que quedaba para el kilo, en la búsqueda de una nueva definición para éste. A partir de mayo de 2019 la referencia básica de peso para el kilo será una ecuación matemática.

Hay grietas que no se rellenan, sus bordes son una arruga, nada las alisa, pero puedes vivir con ellas, si las incorporas al conjunto que eres. Estoy tabla. La ausencia perdió peso. Todo está dicho en esta ecuación.

Adriana García Sojo
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