Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

¿Hay alguien con vida?
(del libro Para no morir tanto, de Carlos Decker Molina)

lunes 15 de noviembre de 2021
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Carlos Decker-Molina
El escritor boliviano Carlos Decker-Molina, residenciado en Suecia desde los años 70, ha reunido en su libro Para no morir tanto las historias que la pandemia le ha dictado. Hoy ofrecemos a nuestros lectores la primera de las que componen esta colección de cuentos publicada este año por Caligrama.

—¡Por Dios, cállate!

—¡Deja de gritar, boliviano, cabeza negra!

—Nos despertaste con tus gritos, no te lo vamos a perdonar.

Los clientes del asilo de ancianos, ¿clientes?, sí, clientes, como se dice en estas épocas, suelen dormir sin molestar. El único que grita alguna que otra noche es el boliviano, que explica su comportamiento diciendo:

—Me salvé de un fusilamiento. Estuve preso de una dictadura. Perdí todo, mujer, hijos y futuro. Cuando sueño que estoy otra vez frente al pelotón de fusilamiento, entonces grito. Es mi defensa.

Los encargados de turno suelen recriminárselo a la hora del desayuno, excepto Britt-Marie, la enfermera, en lugar de medicarle calmantes o dormideras le dice:

—Cuéntame la pesadilla de anoche. Si me cuentas, esta noche dormirás como un nene bueno.

“Para no morir tanto”, de Carlos Decker-Molina
Para no morir tanto, de Carlos Decker-Molina (Caligrama, 2021). Disponible en Amazon

Una abuela casi sin cabellos y con los dientes postizos de los antiguos, que debió ser de dos metros, hoy parece una flor marchita de tallo largo que cuelga del florero de la vida, dice que las pesadillas del boliviano son predicciones del fin del mundo y explica sus razones:

—Los indígenas de esos lados tienen el poder de predecir el futuro. Sé que lo hacen con hojas de coca. ¿Por qué no le preguntamos quiénes morirán la próxima semana?

El grupo que terminó de desayunar se prepara para hacer ejercicios físicos simples. Hacen un semicírculo con sus sillas, se levantan tomándose de los espaldares, levantan las piernas como bailarinas hemipléjicas. Levantan las manos como si alguien les hubiera amenazado con llevarlos a un campo de concentración y dan vueltas como nenes desorientados.

El único que no acude a la gimnasia es el boliviano, que tiene pegada a su oreja una vieja radio a transistores, esas que ya no existen en el mercado.

—Fui periodista, por eso escucho las noticias —justifica su audiencia.

 

***

 

Esta vez los gritos del cuarto del boliviano son tan fuertes y graves que acudieron los tres empleados del turno de la noche, los curiosos y Britt-Marie, la enfermera que le pide calma.

—Calma, Juan Antonio. Calma. Qué pasó, ¿soñaste con el fusilamiento?

—No… no.

—¿Con quién peleabas? Cuando llegamos dabas golpes a la almohada como si fuera un animal o alguien que quería hacerte daño. ¿Era alguien o era un animal, un monstruo tal vez?

—¿Cómo explicar? Lo único que sé es que se quería meter dentro de mí como un gusano invisible para comerme por dentro. Vamos a morir todos porque el gusano invisible está por llegar. Hizo estragos en Wuhan.

Los empleados y los viejos curiosos agolpados en la habitación de Juan Antonio quedaron en silencio, sobre todo Britt-Marie; dos días antes había recibido una instrucción de sus jefes que se resumía en una afirmación. La Organización Mundial de la Salud decretó la pandemia del virus COVID-19, “seguir los protocolos de emergencia”. Britt-Marie sabe lo que está pasando en Wuhan, por eso lanzó la segunda pregunta:

—Y dime, Juan Antonio, ¿cómo es ese gusano invisible?

—En mi pesadilla, estaba caminando por una calle y sentí que alguien me seguía, para comprobar me di la vuelta y no había más que una mujer vestida de negro. Estoy seguro de que era una de las tres Parcas, las que hilan el nacimiento, la vida y la muerte; no se le veía el rostro, se acercó y me estornudó en mi cara y desapareció. Entonces sentí un ruido igual al de las abejas en celo, quedé aturdido. Parece que me desmayé, después sentí que entraban por mi nariz porque no me permitían respirar. Cuando llegaban al fondo de mi ser, irían a destrozarme por dentro, entonces grité. Pido disculpas por ello, lo único que quiero es salvar mi vida.

 

***

 

Juan Antonio es un ser de estatura baja para los cánones suecos, tiene ojos achinados, como todos los indígenas de América Latina, es más bien enjuto, tiene pocos pelos, entre negros y blancos, en una testa increíblemente redonda, su rostro tiene una nariz aguileña que sostiene unos anteojos a punto de caerse. Manos llenas de pecas. Viste vaqueros, camisas de franela y zapatos cómodos, especiales para paseos largos. Y, si es invierno, viste un abrigo de cuero negro un poco largo y ancho para él. Cuando se lo pone, su figura hace recuerdo a los SS alemanes que aparecían en las películas de los 60.

Está asustado porque en esta primera semana de pandemia vio salir ocho bolsas con cadáveres, entre ellos el de la abuela sin cabellos y dientes postizos que lo creía adivino.

Decidió hablar con Britt-Marie para confesarle sus temores.

—Tengo mucho miedo —le dijo.

—Todos tenemos miedo. Yo también tengo terror a contagiarme con el virus. Juan Antonio, aquí estás más seguro que en la calle. Por eso no puedes ir a dar tus paseos matutinos. Está prohibido recibir visitas.

—A mí no me visita nadie.

—Sí, ya lo sé. No olvides que desde hace una semana también está prohibido salir a la calle.

—Pero el noticiero de la radio dice que las calles están vacías.

—Sí y no. Hay poca gente porque todavía circulan el metro y algunos buses, que son los que nos llevan de ida al trabajo y de vuelta a nuestros hogares a los que trabajamos en casas de ancianos y hospitales.

—Me quiero ir.

—¿A dónde?

—Donde mis antepasados.

—¿Tus antepasados?

—Sí.

—Deben estar muertos, ¿no?

—No. Yo hablo con ellos, me visitan por las noches. Me comunico con ellos. Esta es una carta que me dictó mi propio padre.

Britt-Marie tomó los papeles escritos a pulso y se los puso al bolsillo para tirarlos o leerlos si encuentra tiempo y voluntad.

 

***

 

El otro día vi que dos de mis vecinos intentaban poner al muerto en un carromato tipo carretilla cuando el policía gritó: “¡Ignorantes de mierda, no saben que se pueden infectar con el virus!”.

Querido Juan Antonio:

Te escribe tu padre muerto. No vuelvas por estos lados, que la cosa está que arde, con fiebre de cuarenta grados y sin oxígeno en los nosocomios.

Vivo en un barrio de emergencia, antes le decían villa miseria, en realidad es un suburbio miserable, mucho más que el de adelante. Al barrio que nos antecede llega el bus; al mío no llega ni el sol.

La gente gana sus billetes vendiendo todo lo vendible, muchos venden ilusiones con ayuda de un loro verduzco que saca unos papelitos con los buenos augurios. Otros venden galletitas; más bien revenden.

Unos pocos viven de robos menores, las viejas leen la suerte; pero ahora, en este tiempo, la mayoría se gana la vida, y tal vez la muerte, levantando muertos de las calles y plazas y bancos de los parques donde antes de ser cadáveres se sentaban a tomar aire.

El otro día vi que dos de mis vecinos intentaban poner al muerto en un carromato tipo carretilla cuando el policía gritó: “¡Ignorantes de mierda, no saben que se pueden infectar con el virus!”. Será por eso que él no lo levanta o no llama a la ambulancia, su conmiseración llega sólo a espantar moscas de la cara del occiso.

La radio cocina informa de que era un hombre mayor que iba camino al hospital cuando de pronto lanzó un grito como si la muerte lo hubiese cogido del cuello, y zas, quedó tieso y cayó en un charco de aguas sucias que tiran del balcón de esa casa a medio construir donde viven los Tiburcios.

Dos chicos descalzos y por eso grandes corredores han ido volando al otro barrio para avisar de que hay un muerto ajeno; quizá les falta alguno.

¿Solidaridad? No, nada de eso, van a avisar y, si encuentran a la mujer y a los hijos del muerto, pedirán “un pancito pues, en recompensa”.

Por eso yo me voy a los barrios de la colina, ahí viven los otros con auto y cocinera cama adentro, a preguntar: “¡¿Hay alguien con vida?!” para ver si me tiran unas migajas.

La mayoría no responden por temor, además, tienen la boca tapada con un trapo de colores ensalivado; seguro que ahí mora la Ñatita y ellos dicen que lo usan para salvarse de ella.

Me fue mal. Nadie les dio bola a mis gritos. Me volví al anochecer con las manos vacías y el vientre con dolor de hambre.

Hoy salí tempranito, uso el diminutivo para decirles que estoy en la calle antes de que el sol muestre su desnudez. No está permitido salir así por así porque la ciudad está prisionera de un enemigo que desató una guerra oculta.

El chingado es invisible y ataca en el momento menos pensado. Se parece un poco a mí.

Un amigo a la distancia me previno a gritos: “¡No salgas! Te van a denunciar a la policía por crumiro, esquirol o amarillo. ¡Rompecuarentena!”.

No le di bola y seguí mi camino hacia el barrio bacán. Tal vez se porten mejor que los clasemedieros del sur que miran de ocultas.

Tendré que gritar con más fuerza porque las casas están adentro, adelante hay jardines con flores y perros. Y, si me dicen que no hay muertos, podré entrar en un acuerdo que, estoy seguro, va a ser win-win para ambos lados. Tendrían que escuchar mi propuesta.

Nadie sabe por qué camino por toda la ciudad preguntando a gritos:

—¡¿Hay alguien con vida?!

No es por estadística que pregunto, es por otra cosa.

Saber si hay vida es importante, pero ¿qué carajo es la vida? Últimamente cada uno vivía en su burbuja, incluido yo. Y ahora se quejan del encierro, de la soledad, y “nadie me llama”.

Están en el séptimo círculo del infierno de Dante. Me dio pena cuando los encontré como momias sentadas.

Conocí a un tipo que quedó encerrado con su mujer, dos días bien, casi en luna de miel, dos días en silencio, dos días de odio, dos días de violencia psicológica y dos días de violencia física. Rompió el encierro y se fue donde la amante y allí los encontré cuando grité:

—¡¿Hay alguien con vida?!

No me respondieron.

Están en el séptimo círculo del infierno de Dante. Me dio pena cuando los encontré como momias sentadas, medio abrazados en el auto de ella, porque estaba frente al volante. Los dos bien muertitos pues, no les hacía mella el peritaje corporal de dos ratas grises olfateando cuellos, narices y senos.

Para mí está muy claro que la vida es basura y hay que tirarla sin reciclar. Es como un hilo, se rompe y te jode.

Comencé a caminar por todo el planeta a fines de febrero y sigo caminando y preguntando de barrio en barrio:

—¡¿Hay alguien con vida?!

De pronto aparecí en un lugar extraño, en una ciudad desierta; el viento me susurra al oído y me dice: “Volvieron, están a la vuelta de la esquina. Cuando me doy vuelta los veo”.

Tienen atados de ropa en sus cabezas, canastos en las manos, maletas de rueditas tiradas por la otra mano. Niños tomados de la mano, con los mocos chorreando, cogidos de la pollera de la madre. Es una avalancha humana que camina por una carretera donde no hay autos, ni buses, ni nada más que ellos.

El primero que llega hasta donde estoy yo es un bigotudo de tez oscura quemada por los varios soles; luce un traje de segunda, azul con rayitas blancas; en otras circunstancias, habría sido un traje de matrimonio.

Se para frente a mí, me aturde su mirada de hombre-nadie. No me sale la pregunta porque él es la respuesta, está con vida.

¿Lo dejo pasar o lo elimino?

Por fin pregunto: “¿Y tú qué?”. Y responde: “Queremos llegar a nuestros pueblos porque cerraron todos los trabajos y no tenemos con qué pagar el alquiler”. Lo miro sin entender. Se me ocurre preguntarle: “¿Ese ‘nosotros’ es tu familia?”.

Luego de un silencio de serie de suspense me dice: “Nosotros somos 272 millones de inmigrantes que volvemos a nuestros países para sobrevivir con las sobras de la última cena de fin de año”.

“¿Y la corona?, ¿y el miedo?”, le pregunto despacito. “Están en mi valija, igual que la historia”, me dice y se va.

Hay un ojo que me mira, hay una oreja sucia por donde entra la voz que me recuerda que “el hombre está enfermo porque está mal construido”; se abre mi boca para hablar, pero lo que sale es un eructo, apenas puedo balbucir:

—¡¿Hay alguien con vida?!

Y voy cayendo desde el primer círculo hasta el que dice “Herejía” y me da el ataque de tos que me lleva dando tumbos por la violencia, el fraude y la traición. Llegué al infierno a balbucir:

—¿Hay alguien con vida?

¿Y tú quién eres?

¡El virus de la pobreza!

 

***

 

Esta vez Britt-Marie decidió darle una pastilla para calmar los nervios de Juan Antonio, porque temblaba como si tuviese mucho frío.

—¿Leíste la carta de mi padre?

—Sí.

—¿Ninguna opinión?

Britt-Marie quedó callada, no pudo decirle que no la había leído por falta de tiempo. Esta vez la enfermera los quiere tener dormidos a los pocos que quedan con vida. Salió de la habitación de Juan Antonio cuando el boliviano quedó dormido.

 

***

                                                                                                                                                                

¿Sabías que el imán de la mezquita del sur dijo que la pandemia es castigo de Dios por aceptar que los gais se casen?

Al otro día, a la hora del desayuno, Juan Antonio le dijo a Britt-Marie que sus antepasados le habían dado una tarea: salir a las calles de la pandemia a buscar historias. Y explicó:

—¿Te das cuenta? Hasta hoy salieron diez bolsas al cementerio. Son diez historias que nadie las podrá contar. Alguien tiene que hacerlo.

—¿Tú lo vas a hacer? Dime cómo, Juan Antonio.

—Narrando. Por eso te pido salir a la calle.

Britt-Marie no pudo disimular una sonrisa y volvió a explicar con una voz distorsionada por el barbijo y la visera de plástico sobre las nuevas reglas que rigen en el asilo de ancianos. Juan Antonio volvió a hablar:

—¿Sabías que el imán de la mezquita del sur dijo que la pandemia es castigo de Dios por aceptar que los gais se casen? Y el cura de la iglesia de Santa Cecilia dijo algo similar, aparte de agregar que es castigo divino por el libertinaje de la mujer, el aborto y la desintegración de la familia. ¿Y tú?, ¿crees en Dios?

—No, nunca puede encontrarlo, a pesar de haberlo buscado en la prisión y frente al pelotón de fusilamiento. ¿Y tú?

—Soy agnóstica, ¿sabes lo que es eso?

—Sí, claro. “Ver para creer”.

—¿Qué otro encargo dejaron tus antepasados?

—“No vuelvas al barrio donde naciste”, me dijeron, “porque los muertos están sentados tomando sol en los bancos de la plaza frente a una cancha de fútbol donde debieron construir un hospital”.

 

***

 

Britt-Marie y sus ayudantes enviaron otras dos bolsas negras al cementerio. Los ancianos ya no eran tantos, entre los últimos ocho estaba Juan Antonio, pero éste no apareció a la hora del desayuno. La enfermera, que le tenía una simpatía particular, fue personalmente a buscarlo, supuso que habría quedado dormido por efecto de las pastillas que le dio la noche anterior.

Dio unos golpecitos en la puerta y la abrió, la aturdió el cruce de viento porque la ventana estaba abierta de par en par. La cama estaba muy bien tendida y en la almohada había una decena de pastillas Sömn para dormir, un papel escrito a pulso con letras de imprenta muy grandes.

Britt-Marie:

Como no te interesan las historias de mis antepasados, me voy a buscar historias en las calles de Estocolmo, a ver si luego las lees.

¡SALUD O COVID! ¡VENCEREMOS!

P. D.: Britt-Marie, no te enojes y tampoco llames a la policía.

Carlos Decker-Molina
Últimas entradas de Carlos Decker-Molina (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio