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La masajista del presidente
(in memoriam JFK, 22 de noviembre de 1963)

domingo 21 de noviembre de 2021
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Junto a la puerta del spa, como estatuas, quedaron los dos guardaespaldas con trajes azul oscuro, altos, fornidos, expresión hermética, auriculares incrustados en el tímpano.

El presidente les dedicó un breve gesto de saludo alzando la barbilla y se introdujo en la estancia. La puerta se cerró a su espalda, él no necesitó mover la hoja de madera. No estaba obligado a hacer nada, todas sus necesidades quedaban resueltas sin su intervención.

La atmósfera que le envolvió estaba gratamente perfumada. ¿Jazmines, azahar, magnolia? ¿Una mezcla de todos esos aromas? Él no se preocupó de averiguarlo, simplemente aspiró hondo y se sintió mejor.

“Vintage ‘63: JFK y otros monstruos”, varios autores
El cuento “La masajista del presidente”, de Àngels Gimeno, fue incluido en la antología Vintage ‘63: JFK y otros monstruos (Sportula, 2013). Disponible en Amazon

Las manos suaves de la mujer le despojaron de la chaqueta, comenzaron a desabotonarle la camisa, le bajaron la cremallera del pantalón. Él la dejaba hacer, ella conocía su cometido que ejecutaba con profesionalidad y exquisita delicadeza. Sus dedos apenas le rozaban al despojarle de la ropa de diseño, el precio de aquel traje hubiera bastado para alimentar a una familia durante un mes.

No tardó en envolverle la cintura con la gran toalla blanca, no hubiera hecho falta, pero era parte del ritual que él aceptó. Anduvo los cuatro o cinco pasos que le separaban de la camilla y se tendió de espaldas, el rostro ligeramente ladeado, apoyado en el orificio del cabezal para respirar sin trabas. Su postura recordó la de un lagarto perezoso.

La estancia estaba sumida en grata penumbra, sólo iluminada por gruesos cirios de ceras olorosas también, había bastantes velas, pero no un exceso, se pretendía conseguir una relajación total y allí, poco había que ver. Una ciega podría haber realizado perfectamente su trabajo sobre el cuerpo de aquel hombre que yacía boca abajo completamente tranquilo, ansioso de neutralizar toda la inquietud, el nerviosismo acumulado en sus músculos, en su mente.

—Thai, tus manos son únicas —musitó.

Conocía bien a la masajista de aspecto oriental. La llamaba Thai por comodidad, no se había entretenido en memorizar su nombre real, tampoco sabía dónde había nacido, posiblemente en los Estados Unidos. Ella nunca puso objeción alguna, tampoco se molestó en dar mayor información sobre sus orígenes, a su cliente no le interesaban. Viajaba de un lugar a otro del mundo acompañando a aquel hombre, el hombre más poderoso de la Tierra, formaba parte del séquito, algunos creían que era una intérprete, otros una asesora, algunos más pícaros le colgaban otro cometido menos confesable. Lo cierto es que Thai, sigamos llamándola así, sólo utilizaba sus manos para relajar los entumecidos miembros del presidente. Se había convertido en algo imprescindible para él, era como una dosis masiva de aspirina que no le producía ningún efecto nocivo secundario.

Allí, a su merced, yacía un hombre que se suponía abrumado por la responsabilidad, con dolorosas punzadas en la espalda causadas por varias lesiones de columna, con los músculos ahítos de tensión que culminaban en jaquecas que, si intentaba controlar con fármacos, le restaban parte de esa lucidez imprescindible cuando las vidas, la economía de tantas personas y países, dependían de decisiones tomadas por su gobierno. Él era el sheriff del mundo.

Thai impregnó su piel con un aromático aceite, algo frío debió parecerle al hombre porque exteriorizó un ligerísimo estremecimiento, tan ligero que se transformó en deleite. Las manos de la mujer eran pequeñas pero fuertes y terriblemente hábiles. Comenzó a trabajar la vértebra atlas, la musculatura a la altura de la nuca, y lo hacía de tal manera que el presidente se decía a sí mismo que incluso veía más nítido cuando Thai daba por finalizada la sesión de masaje.

Se entretuvo largamente en la columna. Siguió en los omoplatos, los brazos, descendió al antebrazo, las muñecas, los dedos de las manos… Él la dejaba hacer, se entregaba totalmente, sólo emitía algún tenue ronroneo de aprobación, y con aquel ronroneo pedía a Thai que se entretuviera más en aquel músculo u otro, sus manipulaciones le producían un hondo bienestar y le aliviaban los dolores producidos por las viejas lesiones, la tensión nerviosa actual que en ocasiones casi le paralizaba.

Mientras, Dallas se bañaba en un sol radiante, muchas calles ya cerradas como un puño, pero en aquel recinto, la penumbra y la temperatura eran muy agradables, 23 o 24º Celsius, y una melodía sutil, en tono muy bajo, se enseñoreaba del ambiente ahogando cualquier otro sonido que pudiera perturbar su placidez.

—Thai, tú eres dulce como Marilyn… Qué bonita era, tan femenina. Ella te encerraba entre sus pechos y tú no querías escapar de aquel refugio, te sentías tranquilo, protegido, no temías ninguna crítica, ningún reproche. Ella te entendía aunque no hablaras, era como si compartiera contigo una misma sustancia, una misma onda. Mereció la pena llegar a presidente sólo para que Marilyn no pudiera rechazarme…

La masajista permaneció en silencio, estaba habituada a las confesiones entrecortadas del presidente. Era como si sus dedos, al manipular las vértebras del presidente, obtuvieran la contraseña para abrir la caja fuerte de su pensamiento, las emociones agazapadas en su cerebro y que él dejaba fluir sin controlarlas, sin siquiera ser consciente de ello.

—En cambio Jacky, qué dura es la condenada, qué irascible bajo esa careta de mujer sofisticada y hermética… A veces le digo que para mí es peor que el destructor Amagiri de los malditos nipones. Sólo le intereso como presidente, ser la primera dama era la ambición de su vida, como hombre le importo menos que sus bragas. Ni siquiera le molestaba que me acostara con Marilyn, una obligación menos que tenía, me lo escupió abiertamente y fue para humillarme, era su pequeña y refinada venganza. Ella estaba demasiado arriba para sentir celos de una actriz de pelo oxigenado y celulitis en el culo, una actriz por la que todos los hombres del mundo suspiraban y que yo me llevaba a la cama cuando me daba la gana. Soy el hombre más poderoso del mundo y puedo elegir lo que me atrae. Jacky no entendía que lo que yo adoraba de Marilyn era esa femineidad atávica que irradiaba por todos sus poros, era la Mujer, ella me hacía sentir mi diferencia, me hacía sentir más hombre, pero también como un niño que desea abrazarse a las caderas de su madre de la que está secretamente enamorado. Ella, con un susurro, parecía decirme: “Yo cuidaré de ti, John, te cuidaré porque yo te amo”.

Las manos de Thai fueron descendiendo por la espalda, apartó la toalla y se entretuvo impregnando con óleos perfumados las nalgas del hombre que amasó hábilmente. Él la dejaba hacer; en aquellos momentos el presidente sólo era un hombre desnudo boca abajo, como un esclavo que abandona sus glúteos en las manos del ama hábil que, además de masajes, parecía obsequiarle con sabias caricias.

El hombre se dio la vuelta como obedeciendo a una llamada inaudible pero imperiosa. Cambió de postura sin abrir los ojos, una postura completamente relajada. Se sentía a salvo de incómodas miradas de censura, sólo la masajista podía verle y ella era tan discreta como sutil. El pecho amplio, de pronunciadas mamilas, quedó visible, oscurecido por el vello. La mujer aplicó un gel oleoso sobre sus propias manos y movió sus sensitivos dedos como para impregnarlos de un calor añadido. Entornó los párpados y suspiró, tan tenue que fue imposible oírla, quizás se concedía una breve pausa antes de iniciar el lento descenso sobre el tórax varonil donde ningún músculo era superfluo, todos cumplían una misión coordinada y necesaria en un cuerpo todavía joven. El vientre se mostró prieto, libre de grasa superflua. Thai no se molestó en cubrirlo con la toalla antes de proseguir con su especial y delicada tarea que ella casi convertía en ritual.

El hombre ronroneó una vez más, luego fue un sonido ronco, gutural. Sus párpados se cerraron y se sumió en algo muy parecido a un ensueño que le transportaba a un oasis de placer y armonía, lejos de la turbulencia del mundo que aguardaba en la calle, personas que ansiaban verle desfilando en la limusina descubierta, que aguantarían mucho rato de pie con tal de quedar cerca, de poder verle con sus propios ojos y luego contar a los vecinos: “¡El presidente me saludó a mí, me saludó a mí con la mano…!”.

¿Cuántas horas han transcurrido?

¿Thai va a volver a darme un masaje? No me duele nada, pero no me importa, ella sabe transportarme al cielo, me alivia el dolor, las preocupaciones, el miedo. Pero ahora no estoy nervioso, qué paz, qué tranquilidad… así debe ser el más allá. ¿Por qué diablos tememos a la muerte si debe ser la ausencia de dolor?

Me veo tendido en la camilla otra vez… Qué placer, qué agradable sensación. Pero no huelo a azahar, a jazmín… ¿Qué es ese olor? Me recuerda el olor de un quirófano, pero no, no puede ser, debo seguir en el spa del hotel… Alguien se me acerca, parece un hombre… ¿Dónde estará Thai? Yo no quiero que me masajee ningún hombre. Lleva algo brillante en su mano, no alcanzo a verlo bien, parece algo metálico, no sé… Me siento tan a gusto, es como si el alma escapara de mí, qué agradable es todo… Veo luz, mucha luz, una luz que poco a poco se apaga… ¿Encenderán ahora las velas?

—El electroencefalograma es totalmente plano, el presidente ha muerto. Anota la hora exacta… Los hombres del Secret Service están ansiosos por llevarse el cadáver y embarcarlo en el Air Force One rumbo a Washington para hacerle la autopsia oficial. Esta gente es capaz de sacarle el cerebro durante el vuelo, como el cerebro parece de plastilina y conserva todas las huellas…

Àngels Gimeno
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