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Déjà vu

sábado 19 de febrero de 2022
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(A la admirada poeta, amiga y luchadora venezolana Rosana Hernández Pasquier)

La llamada a la sede consular había sido atendida prontamente, y con singular solicitud. El que llamaba se encontró de repente sin saber qué decir, exactamente, pero pronto se repuso a su desconcierto y en poquísimo tiempo estuvo concertada la cita que solicitaba con carácter urgente. La recepcionista le había indicado esperar, luego de escucharlo, y le pasó con el cónsul en persona. Éste pareció hacerse cargo de la seriedad del caso, y le prometió que les enviaría de inmediato un chofer encargado de recogerlos, a él y a los suyos, y traerlos a la sede diplomática sin inconvenientes, donde podría cursar su solicitud de asilo. En vano le había insistido su mujer en lo importante de indicar sus credenciales. Con igual vigor, lo había exhortado poco antes a abandonar precipitadamente la residencia, llevándose con ellos nada más que lo esencial, y sólo entonces, puesta de por medio cierta distancia entre ellos y la casa abandonada, llamar desde una cabina telefónica. Sin llevarle la contraria, él se había rehusado a esto de “sus credenciales”, pues le parecía bastante con decir su nombre, y ella optó al cabo por no reprocharle su renuencia. En un vilo de expectación, aguardaron ahora en el lugar convenido la llegada del automóvil de la Cancillería que había de recogerlos. Transcurridos unos diez o quince minutos, de ella procedió la idea de abandonar el lugar cuanto antes y desplazarse unos metros calle arriba, alejándose razonablemente del café donde habían convenido aguardar. El auto negro con placas diplomáticas y las insignias de la embajada los sobrepasó, y el chofer aguardó junto a la acera a que sus pasajeros lo abordaran. Pasados unos minutos, por el retrovisor los vio acercarse a pasos rápidos, y se bajó para abrirles la puerta trasera y dar a sus huéspedes la bienvenida.

En la sede, los recibió un funcionario sin mayor relieve, encargado evidentemente de esta función. En cumplimiento de sus instrucciones, éste los hizo pasar y, apenas con un ademán, les indicó esperar en el mismo vestíbulo donde aguardaban más de una docena de personas. Una mirada en redondo bastó a quienes llegaban para cerciorarse de no encontrar a ningún conocido entre los que ya aguardaban. Con un esfuerzo supremo, el hombre consiguió controlarse, someter el escandaloso temblor de sus manos y recobrar el dominio de la voz, que había sonado algo tartajosa en el primer momento. No quería transmitir la imagen de un cobarde, si bien era cierto que ahora temía por su vida, y por la seguridad de los suyos. ¿Qué ejemplo de fortaleza —ahora más necesario que nunca— iba a dar a su mujer y a su hija, con ese temblequeo? La primera de éstas, percatándose del temblor que agitaba las manos del hombre, hizo por someterlas entre las suyas, a pesar de ser éstas unas manos pequeñas, diríase ineptas para la empresa. Mientras él intentaba recobrar su serenidad, se dijo que aquello que sentía no pasaba de ser un reflejo condicionado, consecuencia del efecto que inevitablemente le provocaba la evocación de lo ocurrido entonces. De eso, ¿cuántos años no habían transcurrido? Y, sin embargo, el recuerdo pertinaz de aquellas horas de incomunicación y desamparo, a la espera de lo que se le anunciaba inexorable, no parecía abandonarlo nunca, sino de tiempo en tiempo, cuando pasaba a ocupar un segundo o tercer plano, del que en cualquier momento podía salir con un ímpetu arrollador para ocupar el primero de ellos.

El chofer de la embajada que había estado encargado de recogerlos donde habían acordado esperarlo, y traerlos en el auto con matrícula diplomática, asomó unos instantes por el pasillo que conducía al despacho consular, y habiéndolos divisado allí, los saludó sonriente llevándose a la gorra la mano derecha. Poco después, los recibía el cónsul en persona.

Hombre, Novás, pero ¿cómo no exigiste de inmediato verme a mí, en persona?

—Mire usted, señor cónsul —decía ahora el solicitante de asilo con algo de apremio en la voz—. Poco antes de llamar para pedir la protección de esta embajada, recibimos noticias de una fuente confiable de que se preparaba mi arresto con carácter inmediato, para dentro de unas horas. Asumiendo un enorme riesgo, que bien pudiera costarle la vida, este individuo en posición de saberlo me notificó lo que debía aguardar si antes no escapaba al amparo de alguna sede diplomática acreditada en la capital. No disponíamos de tiempo para nada, de modo que abandonamos nuestra casa subrepticiamente, tomando todas las precauciones del mundo, y alejándonos lo más posible de ella antes de acudir a un teléfono público.

Este encuentro con el cónsul había tenido lugar antes de que el mismísimo embajador, enterado por éste de lo que estaba sucediendo a pocos pasos de su despacho, se apareciera en persona para recibirlos y agasajarlos.

—Hombre, Novás, pero ¿cómo no exigiste de inmediato verme a mí, en persona? —pese a su origen bogotano, la amistad que mediaba entre ellos y, sobre todo, los años de servicio en la capital cubana, hacían que, en ocasiones, el embajador acudiera al tuteo, tan extendido entre los capitalinos—. ¿Los han atendido con la debida cortesía? —dijo, besando en ambas mejillas a la mujer de su amigo, y a la hija de la pareja, antes de estrechar la mano de él. Ahora se dirigía a la esposa, que, aunque dejándole al hombre todas las palabras, daba la impresión de tener mucho que decir por su cuenta. Ella asintió y se limitó a sonreír—. ¿Les han ofrecido algo de beber o de comer? A estas horas seguramente no habrán cenado aún. Pasen, pasen, por favor. Vamos a mi despacho donde estaremos más cómodos. Haré que les traigan de inmediato algo de comer.

—No es necesario que se moleste, señor embajador —dijo por fin la mujer, sintiéndose obligada a emplear un trato deferente a la vista del cónsul, y en consideración del lugar en el que se hallaban.

—Vamos, mi querida Herminia. Dejemos las fórmulas protocolares. Quiero que se sientan en su casa.

La mujer agradeció, con una sonrisa dirigida a su interlocutor, la generosidad que había indudablemente en las palabras de éste, pero no pudo menos que pensar en el abandono de su hogar poco antes, cual si los precipitara fuera un incendio que súbitamente hubiese prendido en una de las piezas y avanzara raudamente, amenazando con devorarlo todo. Su marido, sin embargo, a pesar de la urgencia de la situación presente, estaba absorto en otros pensamientos, preso de otros recuerdos.

 

—De aquí no sales… —recordaba haberle oído decir incontables veces al que parecía allí el jefe.

A pesar suyo, de la gravedad de la situación en que se encontraba, le pareció éste un buen título para un cuento. Sí, lo escribiría si conseguía salir de aquel infierno. Tal vez se dijera esto para darse ánimos, esperanza, vaya usted a saber por qué motivo lo hiciera. Aquello le sonaba bien, es decir, la frase. A menudo el mismo individuo, u otro cualquiera buscando imitarlo, podía añadir algo como aquello de “a no ser con los pies por delante”, o “en posición horizontal”. Le parecía que esto servía únicamente para estropear la frase original. Sin embargo, oírla reiterarse aun con aquellos rabos le daba esperanzas. A otros, ni media frase. Tal vez —se decía— algunos de sus compañeros estuvieran enfrascados en quién sabe qué gestiones por salvarle la vida. ¿A causa de qué malentendido del demonio había venido a parar donde se encontraba? —se preguntó en más de una ocasión. Por este camino llegó a considerar igualmente, si otros como él podían hallarse entre quienes ocupaban el estrecho calabozo donde se apelotonaban a veces hombres y mujeres, que en cualquier momento podían ser extraídos en una de las llamadas “sacas” para no regresar. Pensó que sólo a causa de que existiera semejante puja por parte de amigos y colegas que lo conocían bien, debía el hallarse aún con vida. Quizás, hasta su embajada se hallara detrás de unas gestiones que suponía ingentes, cuando no lo abandonaba del todo la esperanza de salir vivo de este antro. En cuanto a machacarlo, lo habían hecho con moderación, y sólo durante los tres interrogatorios a los que hasta el presente lo habían sometido, como si no contaran todavía con la autorización necesaria. Sin embargo, junto a él habían baleado a varios presos, uno de los cuales no pasaba de los doce o trece años.

—¿Y tú, por qué estás aquí, chaval?

La vista del muchachito le había comunicado la necesidad imperiosa de saber quién era y cómo podía ser posible que se hallase en la misma celda donde se apretujaban hombres, y algunas mujeres, de cualquier edad.

—Por robar pan, señor.

—¿Cómo te llamas?

Así murió el pequeño combatiente, detenido y encerrado allí con los “fascistas” por haber robado un trozo de pan en su unidad de combate.

Antes de que el chiquillo pudiera responder, se oyó la ronca voz de alguien que lo acusaba de ser allí un infiltrado.

—Ven aquí, rapaz —le llamó entonces otro cualquiera de los hombres—. Toma, come esto —y, sacando del bolsillo de la americana empercudida y en girones que llevaba, lo que parecían ser unos mendrugos de pan, los puso en las manos del chico, que comenzó a devorarlas sin detenerse en ceremonias.

A media noche se produjo una de las sacas de rutina. A veces llamaban por el nombre a uno o varios de los detenidos, y como el procedimiento resultara tedioso, o lento, varios milicianos armados procedían con frecuencia a tirar de las camisas de los que se hallaban más inmediatos, cual si ahora fuera este su nombre, o en el colmo del desafuero disparaban allí mismo contra la masa indefensa, y luego se marchaban con los que habían extraído de la celda, dejando a los muertos o agonizantes desangrarse ahí mismo, delante de sus aterrorizados compañeros. Así murió el pequeño combatiente, detenido y encerrado allí con los “fascistas” por haber robado un trozo de pan en su unidad de combate.

Otro de los cuentos que escribiría más adelante —se dijo—, producto de esta experiencia única, se llamaría “El paseo”. Eso se prometió hacer, si bien nunca lo escribió luego, porque lo concibió todo de una pieza, encargando a la memoria conservarlo, y al ser excarcelado con posterioridad, ya no pudo sentarse a transcribirlo. Tal vez sintiera vergüenza de haber salido en libertad al cabo, con vida, sin que se cumpliera aquella amenaza que era a la vez una advertencia y una sentencia que pesaba sobre él: “De aquí no sales…”. ¿Por qué sino adverso o favorable —se preguntaba— se había visto perdonado? Las peticiones y gestiones de sus amigos o colegas, la filósofa María Zambrano, el celebrado y prestigioso comandante Valentín González, alias “el campesino”, y, según supo con posterioridad, el delegado especial de prisiones Melchor Rodríguez, habían surtido al fin el efecto buscado. Una carta “del conde de Casa Bayona”, según insistían en arrostrarle sus interrogadores de la primera hora, que no era otro que su amigo, el reconocido estudioso y diplomático cubano Chacón y Calvo, le había sido requisada, y bien pudo haber tenido un efecto contradictorio, dado el rango diplomático, y el prestigio intelectual de que gozaba el dicho “conde”. De cualquier modo que fuere, la experiencia lo dejaría marcado para siempre. Gracias a tantos empeños a su favor, y a las consideraciones políticas del momento, había salvado la vida y le habían devuelto su libertad. Sin embargo, aunque sumamente agradecido por el don de la vida, y no menos por el de la libertad que le fueran hechos, no estuvo seguro una vez a salvo, de qué habían de servirle ambas en adelante. ¿Habían conseguido aquellos de sus amigos y garantes, además de la hazaña que suponía salvarle la vida, y devolverle su condición de hombre libre, imponerle asimismo un absoluto silencio con la inmensa gratitud que sentía? Sí, pensaba que algo de eso debía ocurrirle pues, pese a todos los razonamientos, algún género de sombrío silencio se apoderó de su ser, como si una losa callera sobre él, aplastándolo. De momento, se propuso abandonar lo más prontamente que le fuera posible, sin despertar nuevas sospechas, el escenario del conflicto español, desplazándose a Francia por la frontera, lo que consiguió finalmente con ayuda de la Cancillería cubana, y algún amigo, que asimismo lo puso en guardia contra otros de aquellos que lo habían salvado, pero no tendrían a menos despedazarlo si llegaran a enterarse de esta “nueva traición”. En años posteriores se preguntaría por qué muchos otros, sacrificados sin piedad, entre los que contaba por igual a Federico García Lorca y a Ramiro de Maeztu, no habían sido librados milagrosamente de una muerte y un escarnio inmerecidos, como ocurriera con él. No había sido nunca lo que se dice religioso, ni siquiera estaba convencido de ser creyente a la manera de muchos otros, pero su escepticismo venía ahora a estrellarse contra un verdadero escollo, el mayor que hubiera encontrado nunca en su camino lleno de escabrosidades. Aquella reflexión misma tenía la facultad de paralizarlo en cierto modo, si bien, con el transcurso del tiempo, sentía igualmente que iban madurando, en el asiento de ese pozo de sombras, algunas cosas que decir. Ya se curaría del todo, le había dicho alguno en capacidad de comprender de lo que se trataba. La propia María Zambrano, o el ex comandante González, ascendido luego a general, habían alcanzado a ver la luz por sus propios medios, o en medio de sus propias tribulaciones, como consecuencia natural de haber tomado parte en aquel conflicto. A ratos, sin embargo, dudaba de sus propios razonamientos, mientras intentaba dar continuidad a su vida de antes, ubicándose en la normalidad de la vida, su familia, los amigos, el trabajo. Las relaciones de amistad con muchos de quienes fueran sus amigos habían terminado sin siquiera proponerse que así sucediera, otros habían muerto en medio de la masacre de la Guerra Civil. ¿Se trataba, acaso, de una engañosa promesa a la que echaba mano con tal de no hundirse definitivamente en aquel mar muerto de su vida posterior a la guerra?

Luego del regreso a Cuba, Ernest y él volvieron a verse, e incluso se vieron a menudo, aún más, cuando el primero lo persuadió de hacer la traducción de su libro “cubano”.

A Ernest lo había conocido antes de que el conflicto los reuniese en España, en su casa habanera (el norteamericano había venido a conocerlo en persona, acompañado de un amigo en común), pero no habían entablado lo que se dice amistad hasta encontrarse allá como corresponsales. En realidad, el “inglés” —como le llamaban muchos para fastidio de Hemingway— actuaba más en calidad de aventurero, que indudablemente era, desvergonzadamente incluso, que en la de reportero. Las veces que coincidieron en Madrid, o en otros frentes, intercambiaron noticias, opiniones y algún trago. A pesar de no haber sido nunca bebedor, a desemejanza del otro, la guerra debía haber despertado en él una sed que a ratos conseguía apagar con un vaso de vino o una cerveza. Parecía como si el norteamericano dispusiera en alguna parte de una despensa de whisky para él solo, pero igual bebía cualquier cosa que se presentara. No era su caso. Tampoco el del “gallego” Montenegro. Con éste, su dos veces compatriota, también hablaba algo, pero mirarse en su alma era aún más desolador que mirar en la propia. Esto había sido, claro está, antes de sufrir él mismo la pasión de la cárcel en Madrid. Carlos guardaba en el fondo de su alma el insondable que sólo la cárcel abre para el inocente que llega a conocerla en su total indefensión. La suya había tenido lugar en Cuba, mucho antes de la guerra de España, pero si dos cosas se parecían como gemelas que fueran, ellas debían ser las celdas de todas las cárceles del mundo, particularmente cuando el preso que la ocupaba no había cometido crimen alguno. Después de su propia experiencia, cuando se encontraba con el otro, lo que debió ocurrir dos o tres veces, no hacía falta siquiera que se dijeran palabra. Montenegro, que no era efusivo (tampoco él lo era en absoluto), parecía comunicarle una profunda simpatía, un calor que ninguna palabra habría sido a trasladar.

Luego del regreso a Cuba, Ernest y él volvieron a verse, e incluso se vieron a menudo, aún más, cuando el primero lo persuadió de hacer la traducción de su libro “cubano”, según lo llamaba, el mismo que aparentemente le había ganado las simpatías del comité que concedía el Nobel de literatura.

Luego de publicado en español, primero en la revista Bohemia, de la que el propio traductor era el “Jefe de Redacción”, y más adelante en forma de libro, ambas acogidas con igual éxito que el original inglés, Ernest y él lo celebraron en un bar que contaba asimismo con un buen restaurante, en el poblado pesquero de Cojímar. La Grulla había pertenecido a una canadiense de nombre Aurora, que al morir se lo había dejado en herencia a su hijo Horacio, el principal cocinero del establecimiento, un hombre bondadoso, aunque asimismo poco efusivo. Las visitas a Montenegro, o las que éste podía hacerle, a diferencia de las que intercambiaban él y Ernest, no respondían al mismo pautado ritmo. Carlos Montenegro había tenido casi igual recorrido que él, a partir del nacimiento de ambos en sendas aldeas gallegas, del que la miseria los había lanzado a la vida como quien lanza al mar un animalito, el cual, con una increíble fortuna acaso pudiera llegar a alcanzar alguna costa favorable en su horizonte, pasando luego por toda clase de labores manuales para subsistir, a la vez que intentaban superarse intelectualmente y conseguían abrirse paso en ese mundo que tan ajeno debía serles a causa de sus orígenes. Ambos se habían sentido atraídos por las ideas “progresistas” del momento, representadas con ventaja por los llamados “socialistas”, y habían participado activamente del deslumbramiento “revolucionario” del que todos parecían participar, sin que ninguno pudiera sustraerse al ideal y a las consignas “reivindicativas”. Ambos habían pasado por la cárcel siendo inocentes del crimen que se les atribuía. Montenegro, antes que él, en el país de adopción. De esta condena le libraría finalmente una efectiva campaña nacional e internacional, apoyada por los intelectuales y el partido socialista; él, por su parte, conocería la cárcel (en la que esperó ser fusilado, según le anunciaban reiteradamente sus carceleros) a causa de una acusación tan infundada como malévola, de haber ido “contra los mineros asturianos reprimidos” en alguna de sus crónicas de la guerra publicadas en alguna parte. Ambos, Montenegro y él, habían visto de cerca el verdadero rostro de la guerra “popular” y el comunismo en España, en su propósito “liberador y emancipador” del hombre. Ambos habían perdido amigos que peleaban, convencidos de la justicia última de la causa que defendían. Ambos habían podido cotejar luego sus experiencias con las de otros sobrevivientes igualmente desengañados, y al regreso a Cuba ambos habían encontrado la incomprensión y las calumnias de los mismos socialistas de carné y verbolibrismo que se abstuvieron de participar en la contienda española, acogidos a sus cuarteles de propaganda y desinformación, en la retaguardia de sus hogares cubanos. Acabada la guerra, de la que los azuzadores del conflicto desertaran con alacridad, para ponerse a salvo a expensas de quienes no podrían huir, o elegirían quedarse, desde México y otras plazas, llegaban los ecos de los enfrentamientos entre estos antiguos caciques “republicanos” y “comunistas”, como una extensión del conflicto provocado y auspiciado por todos ellos en la Península, con sus efectos devastadores de larga y penosa duración. Dichos enfrentamientos serían, casi siempre, por reclamaciones de dinero, y aquella parte del patrimonio nacional incautado antes por ellos, al que ambas partes se sentían con derecho de pertenencia exclusiva.

Las conversaciones con Montenegro estaban, por lo general, llenas de silencios, como hechas de frases y declaraciones que no fuera necesario emitir. A veces se ensayaban a hablar de la familia, de algún proyecto u otro, que posiblemente ninguno llevara adelante, a fin de cuentas. Y podían concluir, sin más, con el vago apoyo de un gesto, que podía significar: “Gusto de verte” o “Hasta la próxima”, “Ahí nos vemos”.

 

Los Novás fueron, sin lugar a dudas, sus primeros amigos en el nuevo país, y pronto le invitaban a cuanto suceso de importancia tuviera lugar en la capital cubana.

Las voces de su mujer y el embajador lo trajeron de nuevo al presente.

—No puedo sino experimentar esa confusa sensación a la que los franceses llaman déjà vu, según tú bien sabes —dijo entonces, como recuperando el hilo de un pensamiento, dirigiéndose a su anfitrión.

Bien sûr, il est naturel qu’il en soit ainsi! —creyó oportuno decir el embajador. El huésped sonrió, al recordar que se habían conocido cuando el diplomático decidió emplear su tiempo libre, del que disponía entonces en exceso, según le confesó mientras bebían un café, asistiendo a las clases de francés que él impartía en las aulas de la Escuela Normal, a la que había sido referido el diplomático por otro—. Quelle horreur, mon cher ami! Je pense que je comprends tout clairement.

Se trataba de la mejor manera de que disponía para matar el tedio de sus horas libres, mientras ocupaba un cargo de bajo rango, en una ciudad a la que llegaba sin conocer a nadie. No era él hombre al que le gustara perder el tiempo de manera frívola. Los Novás fueron, sin lugar a dudas, sus primeros amigos en el nuevo país, y pronto le invitaban a cuanto suceso de importancia tuviera lugar en la capital cubana. Todo esto le sirvió de mucho con posterioridad, cuando se vio encargado del consulado, y este desempeño, a su vez, pudo abrirle el camino al siguiente puesto, hasta su nombramiento como embajador.

—Hombre, cuéntemelo todo de la a a la zeta. ¿Cómo ha sido eso de que me dio cuenta el cónsul? ¿Cómo se atreven a hacerle esto a un hombre como tú? ¡Un prestigiosísimo intelectual! Ampliamente respetado y considerado dentro y fuera del país. Por supuesto que aquí estarán protegidos, y daré curso cuanto antes a los trámites para el asilo o lo que prefieras hacer. Pero mejor será que me den cuenta de todo con lujo de detalles, a fin de proceder. Con estos desgraciados hay que hilar muy fino, para que no enreden la pita con cualquier pretexto y nos hagan el trámite más difícil. Ya hemos tenido un par de casos.

A diferencia de algunos otros representantes del cuerpo diplomático, el embajador no se contaba entre los simpatizantes de aquellos “atarbanes”, cuyo comportamiento delincuencial había presenciado con apenas catorce años en su natal Bogotá, cuando más de una tercera parte de la ciudad había sido destruida por el fuego, los saqueos y la violencia en los que, bien lo recordaba el embajador, se habían visto involucrados algunos extranjeros, destacadamente el cabecilla revolucionario cubano, que, seguramente haría lo mismo con su país. No le quedaban dudas al respecto. Por esta causa, había dado órdenes pertinentes a sus subordinados, luego de consultas con el ministro de Exteriores, de abrir y facilitar en cualquier momento la acogida en territorio colombiano a quienes solicitaran asilo, aduciendo persecución, especialmente los intelectuales, periodistas y otros de las profesiones liberales que, según pensaba, serían los primeros. En efecto, ya lo habían hecho algunos profesores universitarios, dos conocidos poetas y un abogado criminalista, encarcelado brevemente en dos ocasiones, acusado de defender demasiado vigorosamente a sus clientes “contrarrevolucionarios”.

—Es lo mismo que si la historia no fuera otra cosa que un ritornello sin armonía ni propósito de resolver nada. ¡Claro que no habría que citar aquí a Marx ni a Hegel para llegar a igual concepción! —declaró Novás.

—¡Dios nos libre! —declaró con aire festivo el embajador—. Y nos coja confesados…

Un empleado de uniforme, de los encargados de las despensas de la embajada, hizo su entrada, empujando un carrito con toda suerte de comestibles, luego de tocar a la puerta del despacho, para anunciar su presencia. Algo en el rostro del sirviente le evocó al refugiado otros rasgos conocidos.

 

¿Por qué no lo verían a él también, quienes posaran en él sus ojos, del modo descarnado, crudo y realista con que contemplaba ahora a su antiguo camarada de ideas? ¿Ideas?

Un breve reencuentro en La Habana, con su otrora camarada, el llamado “campesino”, que éste procuró durante su visita a Cuba, tuvo en el momento de producirse la facultad de remover en él emociones fuertes que parecían enquistadas. La “inadecuación” del personaje, en primer lugar, ahora perfectamente observable, a quien observaba desempeñarse en un escenario enteramente nuevo, lo llevó a cuestionarse con renovada claridad cosas que iban desde el propio mito creado y alimentado por los comunistas alrededor de la persona de Valentín González, hasta sus propias ilusiones y compromisos políticos de entonces, que lo habían conducido al epicentro de la guerra, azuzado por el maridaje de sus ficciones y las de los “intelectuales revolucionarios”, o filorrevolucionarios, que eran casi todos sus amigos de entonces en una Cuba en constante fermento revolucionario. Se trató, inevitablemente, de una reunión que lo dejó angustiado y roto. Por entre el revoltijo de emociones que experimentaba, pudo ver la falacia en torno al hombre que, aún cuando hubiera alcanzado una estatura más a tono consigo misma, revelaba por sobre todas las cosas el enorme embuste de la propaganda comunista precedente. Aunque ahora se revelara un anticomunista, cuya experiencia en cárceles y campos de concentración en la república soviética lo habían enfrentado a la verdad espantosa, del comunismo en la práctica, algo en él —creyó notar el observador— seguía “aferrado”, cual si no pudiera librarse enteramente de ellas, a ciertas ideas “progresistas”, de las que seguía cautivo. La falsa antinomia entre “socialismo” y “comunismo”, o entre “fascismo-nazismo” y “comunismo”, seguía persiguiéndolo y confundiéndolo, lo que se hacía evidente en su discurso. De esta “ambigüedad” o falta de consecuencia podían sacar provecho los rojos, aduciendo, en primer lugar, aquello tan socorrido de que el estalinismo había sido “inevitablemente” “duro”, “a veces”, por causa de las condiciones desiguales a las que se vio enfrentada, “contra su voluntad”, la Rusia soviética, y más adelante, afirmando que “el estalinismo” era la “corrupción” del comunismo, obviando que Stalin seguía con fidelidad los pasos de Lenin y sus bolcheviques, incluido Trotsky, y los seguidores de éste. La otrora rudeza y jocundidez características del “campesino” al que había tratado, según él las recordaba, habían sido limadas en parte por las asperezas del largo camino andado desde entonces, pero habría sido inconcebible pensar que podían originarse en él conceptos de alguna profundidad, o que no estuvieran referidos a su temprana formación anárquico-comunista. El antiestalinismo proclamado ahora por el visitante, y su denuncia del mundo oculto tras la cortina de hierro, del que el propio héroe comunista había terminado siendo víctima al acogerse al amparo de la Rusia soviética tras la derrota de la causa que defendía en España, cojeaba —pensaba Novás, según su nuevo ver— por cuenta de las rémoras ideológicas que aún pesaban sobre el otro y su incapacidad para trascenderlas. Pensó, a la vista del otrora camarada, en el poema que le dedicara Miguel Hernández, y en las exaltadas palabras de su amigo Pablo de la Torriente Brau cuando se vieron en Madrid, al comienzo de la Guerra Civil. Palabras que eran, a la vez que un retrato del “campesino” hecho por el puertorriqueño, un reflejo de su propia naturaleza impetuosa, irreflexiva, irresponsable, romántica. Pablo se había inmolado en una trinchera de Majadahonda, ciego de pasión, y no menos de furor. Poco antes le confesaba al amigo su deseo y disposición a morir cuanto antes. Su vida era poca cosa, paja seca al viento, pero algo valdría si, incendiada, servía para sumarse al siniestro que se propagaba para inflamar el mundo. Sí. El mundo en su totalidad debería arder de un extremo al otro para ver si de él renacía un mundo nuevo, consumación del mito del Fénix resurrecto. ¡La humanidad toda debería arder para alzarse nuevamente, redimida, de sus propias cenizas! Sin embargo, aún entonces él no había conseguido ver en esa retórica de pacotilla, procedente del otro, que tan evidente se le hacía ahora, ninguna señal de vesánica locura, sino puro y exaltado heroísmo. Se le ocurría pensar ahora que Pablo venía a constituir la otra cara del llamado “campesino”, cara y cruz de una misma falsa moneda. Desde su muerte perversamente inútil, y desde su supervivencia de héroe de una causa que lo había traicionado, uno y otro se habían convertido en comisarios ciegos, todavía, al servicio de aquello que los cegara. Pensó asimismo que también él —sí, era imperioso admitirlo—, y muchos otros como él, bien pudieran constituir un verdadero ejército de “comisarios ciegos”. ¿No estaban ahí, acaso —se dijo—, todos sus escritos a favor de la llamada República Española, de “la causa” republicana, antes y después de hallarse en el epicentro de la guerra, sin verdaderas referencias que no fueran las de la bien coordinada propaganda promovida por Stalin en todo el mundo, de la que las izquierdas se hicieran eco en Occidente? ¿Por qué no lo verían a él también, quienes posaran en él sus ojos, del modo descarnado, crudo y realista con que contemplaba ahora a su antiguo camarada de ideas? ¿Ideas? ¿Desde cuándo podía llamarse “ideas” a aquel furor ciego y sordo a cualquier razonamiento, que no sirviera sino para reafirmar un meollo de creencias dadas por “científicas”, según el criterio de gente atrabiliaria? Recordó con vergüenza haber escrito (y lo peor, publicado), muy al principio de iniciarse en el mundo de las letras, un poema llamado “El camarada” que, además de tratarse de un pésimo poema, resumía su ingenuidad e ignorancia del momento. ¿Qué no daría él por disponer de una máquina del tiempo como esa de H. G. Wells para volver, con toda la experiencia acumulada, al momento anterior a que todo eso tuviera lugar? El encuentro habanero con “el campesino” probó, entre otras cosas, ser un verdadero desengaño, y paradójicamente lo liberó de ataduras invisibles que aún liaban sus extremidades y su propio pensamiento. A partir de entonces, volvió a sentirse un hombre libre, o lo fue como tal vez nunca antes consiguiera serlo.

Ya no volvieron a verse más. La visita terminó en breve cuando “el campesino” regresó a Francia, donde había conseguido establecerse luego de su huida del Gulag soviético a través de la frontera con Irán. La lectura, posterior a la visita del otrora camarada, de su libro testimonial Yo escogí la esclavitud, encargado a la destreza gráfica de Julián Gorkin, servía para mostrar tempranamente, de manera vívida y contundente, la experiencia del gulag, pero, asimismo —conjeturaba el lector de esta obra—, demostraba entre otras cosas, evidentes a cualquiera, según estimaba, que Valentín González seguía siendo un analfabeto funcional, a pesar de la pericia de Gorkin, o por ella misma. Esto no menguaba el valor de su denuncia, si acaso le añadía el valor de proceder de un no intelectual; un hombre “simple”, o eso que suele llamarse “elemental”, sólo que esas mismas características venían a revelarle ahora, con harta tardanza, la fabricación de que fuera objeto la figura del “campesino”, a partir de ese atributo con que se le diseñaba, con vistas a crear un arquetipo al servicio de la mentira comunista. Se había sorprendido, en su momento, de emplear tan duro lenguaje contra el que solía ser su hábito de austeridad. Era como si repentinamente se destapara un frasco que contuviera, hasta este momento, la dispersión de un gas muy concentrado, considerado tóxico y, por lo mismo, amenazante.

 

El testimonio reciente y descarnado de su vida, y sobre todo el de otros de sus compatriotas enfrentados a los desmanes de los revolucionarios de “profesado” nuevo cuño, aflorarían en su literatura.

El tiempo que duraron su estancia y espera en la embajada, aguardando por que les llegara la autorización para salir finalmente del país, tal vez no fuera tan prolongado, según le pareció entonces, mientras transcurría, en un vilo de expectativas y temores, como era aquel de que, una checa cualquiera, por otro nombre, pudiera irrumpir en la sede diplomática (ahora, desde hacía algún tiempo, vigilada ostensiblemente en todo momento, para impedir la afluencia de posibles refugiados) y secuestrarlo a la vista de su mujer e hija. Los dos últimos asilados en la sede, a quienes conocía, traían consigo noticias de continuos fusilamientos, particularmente en la Fortaleza de la Cabaña. Desde el mismo año cincuenta y nueve, la maquinaria de terror revolucionario había entrado en funcionamiento, y no parecía tener para cuándo detenerse. Aunque seguramente no fuera posible que ocurriese de este modo a causa de la distancia, y el ruido de la ciudad, algunas noches él estaba seguro de escuchar las detonaciones procedentes del llamado “Patio de Los Laureles”, donde se fusilaba noche tras noche, repetidamente. Las imágenes de los ejecutados delante de sus ojos, durante su encarcelamiento en la cárcel de Madrid, volvían a él, y llegó a pensar que no podría resistir. Se volvería loco. Y entonces, ¿qué sería de su mujer y de su hija? A España no pensaba regresar jamás. Demasiado encono en su alma, demasiada laceración para esperar nada. Allá, sin dudas, le quedaban amigos, algunos se habían reconciliado con el franquismo, o con la vida bajo el generalísimo, bien porque su régimen no los molestara, dejándoles hacer su obra y seguir el curso privado que hubieran elegido; bien porque, habiéndose hastiado de todo aquello que habían defendido, mientras lo creyeron bueno y verdadero, abrazaban, o aceptaban como superior, la causa de los llamados “nacionales”. Otros muchos habían muerto, en combate o asesinados por cualquiera con poder en sus manos, en virtud de la posesión de un arma, y aún otros habían escogido el exilio en el que habían muerto, tal vez de pena por todo el desperdicio de sus vidas. Mas no a Madrid, ni a ningún otro lugar de España volvería él nunca. Cuando por fin un día todo estuvo listo al fin, franqueadas todas las puertas, y el embajador —su amigo— en persona estuvo a despedirlos (y a ofrecerles protección, sin dudas) hasta el momento en que el avión rodaba por la pista, recordó su regreso años antes a este mismo aeropuerto, procedente de España, por la vía de Francia. Al llegar había sentido la acogida real de esta tierra que hiciera suya muy temprano, y ahora lo veía partir nuevamente. Lo embargaba un sentimiento de profunda decepción, no hacia la tierra de Cuba en particular, a la que tantas memorias, buenas y malas, pero sobre todo buenas, lo ligaban, sino hacia los hombres en general, a causa de la obstinación de muchos empeñados en abrazar ideales presuntamente buenos, que habían demostrado reiteradamente en todas partes ser malos, más allá de cualquier medida posible. El vuelo que lo alejaba de esta tierra tampoco debió demorar mucho, dada la corta distancia que separaba las costas cubanas de las del país al que llegaba en calidad de refugiado político. Aunque la Florida fue el primer destino de su nueva trayectoria, se acordó, a la vista de las luces de la ciudad que lo acogía, del Nueva York en el que viviera, trabajara y estudiara siendo apenas un adolescente. Había llegado a la ciudad en un barco de carga, en calidad de polizón. Apremiado de aprender inglés, y naturalmente interesado en adquirir el conocimiento de la lengua, había asistido religiosamente a una escuela nocturna donde no sólo aprendió la lengua sino que, gracias a la ayuda de sus maestros, en particular una Mrs. Rubby Cunningham, a quienes se les reveló su interés, llegó a conocer en poco tiempo en su lengua a los grandes narradores norteamericanos, y otros en lengua inglesa. Esta vez, a la ciudad de Nueva York (y más adelante a Syracuse) se desplazaría prontamente, cuando consiguiera empleo como profesor de español en la universidad, pero de momento se unió apasionadamente a la faena de algunos de sus amigos cubanos en tierras norteamericanas y otras del continente. El testimonio reciente y descarnado de su vida, y sobre todo el de otros de sus compatriotas enfrentados a los desmanes de los revolucionarios de “profesado” nuevo cuño, aflorarían en su literatura, y a pesar de que ahora anticipaba el rechazo y el intento de marginalización a causa de sus escritos (o de su adhesión a la causa “equivocada”), por los mismos que antes lo exaltaran, no sentía más la mordaza que a veces le imponía la memoria, el conflicto a causa de aquello que una vez había defendido, y esto que había conseguido sacar en limpio de todo aquello. Una lectura que había conseguido deslumbrarlo, y ofrecerle compañía durante su estancia al ala de la embajada, de una autora que le resultaba desconocida hasta entonces, Hannah Arendt, en el que la escritora hablaba de “la trivialización del mal”, le indicaba un camino por el que estaba dispuesto a andar, con toda cautela, y la requerida firmeza para desenmascararlo. Su Rubicón había sido cruzado, y esta vez no habría vuelta atrás ni vacilaciones de ninguna clase.

Su mujer comprobó, al acercarse a la mesa junto a la que él permanecía sentado, que no había tocado el desayuno. Frente a los ojos del escritor, un pliego de papel que irradiaba blancura aguardaba la consumación de las palabras.

Rolando Morelli
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