
Urbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Hacía ya mucho aguardaba a la mesa, con verdadera resignación, por el cuarto de pizza que había pedido, mientras esperaba con mayor ansiedad por la llegada de Minerva. Esa mañana habíamos concertado este encuentro, que se anunciaba prometedor, según mis cálculos. En eso estaba, cuando creí advertir su presencia al final de la calle. No. No se trataba de Minerva, a quien esperaba. Acabé por decirme, con verdadero desencanto, que ya no vendría. Y enseguida, ensayé a hallar explicaciones que trajeran, más que nada, algún género de alivio a mi lastimada autoestima. En ese instante alguna de las camareras me alcanzó, al fin, el cuarto de pizza correspondiente, por el cual había esperado al menos tres cuartos de hora. Sin decir palabra lo depositó sobre la mesita a la que yo esperaba, antes de alejarse nuevamente. Desistí de suplicarle un vaso de agua al tiempo, naturalmente. No tenía que estar fría. Alguien volcó sin proponérselo otra de las mesas situadas en el exterior de la pizzería al levantarse, evidentemente contrariado por una espera que seguramente había sido tan larga como la mía. Todo esto debió bastarme para olvidarme del plante de Minerva. Como decía, alcancé a ver a la muchacha. La mirada había acabado por detenerse en su figura, que parecía ocupar, ella sola —se me antojó repentinamente—, el otro extremo de la calle, estrecha y peatonal, donde estaba situada la pizzería. No sabría decir qué cosa hizo que me fijara en ella, inicialmente. ¡Tal vez el mero hecho de ser ella! Me explico: una verdadera desconocida. Alguien que ocupa de repente todo el ámbito de nuestra retina, sin habérselo propuesto. Sin que nos lo hayamos propuesto. De no haber sentido verdadera hambre, me habría olvidado del cuarto de pizza. Hubiera querido devorarlo en un abrir y cerrar de ojos, pero el primer bocado me abrasó el paladar. No sé por qué razón había anticipado que estaría más frío que el agua del vasito. Habría querido que ella también alcanzara a verme, a descubrirme entre la gente vociferante que colmaba el local. ¡Si al menos pudiera disponer de algo en qué envolver mi cuarto de pizza para llevármelo, habría abandonado la mesita para marcharme! Me habría acercado a ella, pero se trataba de un verdadero dilema.
En silencio —reconcentrada en lo que hacía—, la muchacha iba poniendo, con absoluta determinación, una hoja suelta en las manos de los que pasaban. Yo podía verlo. Algunos se detenían un momento a examinar el volante. Otros, así que comprobaban de lo que se trataba, lo arrojaban de inmediato, cual si les quemara en las manos, o sin manifestar el menor interés por lo que pudiera ser. Algunos rechazaban con un gesto predeterminado la hoja mimeografiada que ella quería poner en sus manos, antes siquiera de percatarse de su contenido. Cumplida su labor, en poquísimo tiempo la desconocida desapareció de mi vista. Ocurrió en un instante. No podría decir cómo, sino que ocurrió así mismo, poco antes de que el acomodador del cine más próximo, a mitad de la calle, abandonara su desempeño, y saliera a la calle para hacer sonar aspaventosamente el silbato de que iba provisto.
Al comienzo no conseguí imaginar que se tratara de ella. ¿De qué manera podía ser así? Yo seguía empeñado en acabar la pizza.
—¡Ataja!… —gritaba el chivato, entre uno y otro soplido, indicando un punto al final de la calle por donde la chica había desaparecido—. ¡Ladrón!… ¡A cogerla! Es una ladrona contrarrevolucionaria. ¡Ataja! ¡Una carterista! Una carterista…
Al comienzo no conseguí imaginar que se tratara de ella. ¿De qué manera podía ser así? Yo seguía empeñado en acabar la pizza, inmóvil en mi puesto. Una señora me pidió autorización para sentarse en la silla colocada al otro lado de la mesa. Naturalmente, le dije que podía ocuparla, y me incorporé para hacerle lugar junto a ella. La buena mujer me lo agradeció. Parecía triste. A decir verdad, interesado como ahora estaba en lo que sucedía a pocos metros de donde nos hallábamos, temí que la mujer fuera a aprovecharse de mi caballerosidad, o de mi bondad, o lo que fuera, para hablarme de su tristeza, o del motivo de ésta. No lo hizo, y me reproché luego haber dado acogida en el pecho a este género de egoísmo. Fui yo quien, a pesar de tener mi atención en otra parte, intentó dedicarle al menos alguna palabra de aliento que la sostuviera, pero ella pareció no necesitarlas, o hallarse por encima de tales exquisiteces. Devoró ante mis ojos, que no la miraban, el cuarto de pizza con verdadera rapidez, después de cortarla en pequeños trocitos con unos utensilios que sacó de una bolsita. Todo esto debió suceder vertiginosamente, tuve la impresión, y entonces se marchó, no sin alcanzar a darme las gracias.
—De nada, señora. De nada —balbuceé—. ¡Que le vaya muy bien!
Creo que sonrió. ¿Me sonrió a mí, o se trataba de un mero gesto en correspondencia a mis palabras?
Todo esto quedaría, por así decir, en la lejanía de la conciencia, porque mi verdadero interés, ahora, se concentraba en lo que sucedía o parecía suceder a poca distancia. Hallé el modo de ir devorando yo también el cuarto de pizza, casi sin darme cuenta de hacerlo.
Movilizados por la aspaventosa incitación del acomodador, varios individuos se habían lanzado de inmediato en persecución de alguno cualquiera, sin más idea de lo que perseguían o de por qué lo hacían, según pronto se hizo evidente. El hombre que así los soliviantaba con sus órdenes, no obstante, permaneció en su sitio habiendo asumido un aire de resolución, cual si pudiera tratarse de una operación militar a su cargo. Al dar unos pasos, noté ahora que cojeaba acentuadamente. Dos milicianos, o soldados, armados con sendos rifles, lo reconocieron y, tras cruzar unas palabras, el acomodador indicó el rumbo que habría seguido la muchacha.
Algunos de quienes habían partido antes en pos de algo regresaban en ese momento con aire satisfecho. Arrastraban con ellos a una pareja de jóvenes. La muchacha lucía un peinado estilo “afro”, al que también llamaban “espendrún”, en tanto que él llevaba el pelo largo hasta la cintura.
—No la toques, ¿me oíste? Te lo advierto. Tú lo que eres es un abusador y un oportunista. Me cogiste a traición. Suéltame, anda, y pelea como los hombres, de frente —decía el muchacho. Le calculé unos diecisiete años. Tenía casi cerrado uno de los ojos y una especie de aureola de color marrón alrededor del mismo.
Conseguí reconocerlo enseguida. Era de “los pepillos del comercio”, es decir, de quienes pasaban la mayor parte del tiempo libre de que disponían, o se agenciaban, por la calle Maceo —que una vez fuera la calle del Encanto, entre otras grandes tiendas— y sus alrededores. Sí. Lo reconocí enseguida. Joaquincito Gálvez Mena me lo había presentado alguna vez.
—Un tipo bacán bacán. Fonsi. Quiero que lo conozcas. Es casi primo mío. Lo botaron del pre porque dicen que es un problemático. Lo que pasó es que le hicieron un número ocho, seguro que para que lo coja enseguida el Servicio Militar Obligatorio, cuando mejor les parezca, o lo metan preso. La ley contra la vagancia ésa sirve para todo. Y si no, te aplican la de la peligrosidad social.
La muchacha no me resultó conocida. Tenía un tipo como para no olvidarla. Esbelta, delgada. Las facciones y la piel del rostro parecían espolvoreadas con canela fina. Me recordó el color que adquiere esta especia cuando mi madre la espolvorea sobre el arroz con dulce, y se impregna de la humedad de la leche y el arroz. No. Se trataba de una desconocida para mí. De haberla visto antes, ya la recordaría yo.
—Al Jesucristo este —se adelantó uno de los captores— lo pescamos con la mano en la masa. Los otros se piraron y lo dejaron solo. Quiero decir, con la negrita esta que quiere pasar por blanca.
El grupo rio la declaración del chivato, tal vez por aquello de la comparación con Jesucristo.
Tiraban de él, y cuando cayó al suelo, después de dar un traspié, le obligaron a incorporarse sin contemplaciones.
A Fonsi, que se resistía a ser conducido por las buenas, lo habían maniatado con la correa ancha que antes llevara alrededor de la cintura para sostener en su lugar el pantalón. Mediante un trozo de cuerda atado alrededor de las muñecas tiraban de él, y cuando cayó al suelo, después de dar un traspié, le obligaron a incorporarse sin contemplaciones. La muchacha, entre lágrimas, se dejaba conducir con docilidad, pese a lo cual también a ella le propinaban algún que otro empujón. Cuando por fin estuvieron todos junto al acomodador, que debía ser el “jefe de operaciones”, éste los observó de arriba abajo con dureza antes de decir a la cuadrilla que no, con insistencia y evidente contrariedad.
—Pero estos dos también podrían estar metidos en algo. O saber algo que van a decirnos —dijo uno de los uniformados, mirando con verdadero odio al joven enclenque del pelo largo—. ¡Mira para eso! ¡Qué facha…! —dirigiéndose a los que lo habían traído—. ¿Ustedes qué creen, compañeros? ¿Que “eso” pueda algún día ser un hombre? ¿Y esto otro?… ¿Quién ha visto nunca una negra hippie?
Las risotadas llenaron la calle, aunque fueran menos los que rieran.
Fonsi y su compañera fueron conducidos a pie a lo largo de la calle, y también ellos desaparecieron al alcance de mi vista. Recordé las palabras de Joaquincito y sentí mucha pena por Fonsi y su muchacha, y un resentimiento grande que se apoderaba de mi pecho. Temí que no hubiera en él bastante espacio para contenerlo.
* * *
A Minerva no le guardo rencor. Parece como si me evitara. Ni una mínima explicación para justificar el plante. Yo me había hecho alguna idea a propósito de este encuentro, lo mismo que si se tratara de un gran descubrimiento, que no resultó ser en absoluto. O a lo mejor sí, aunque se tratara de otro descubrimiento. ¡Lo mismo que Colón, si vamos a ver! En busca de las riquezas de la India, dio con las riquezas de otro continente mayor. Sin saberlo, naturalmente. Bueno, tampoco yo lo sabía entonces. Desde entonces, a menudo repaso los hechos.
Ocupaba una de las mesitas que desbordan el portal de la pizzería del Gallo de Oro, aguardando allí, obedientemente, a que me sirvieran mi cuarto de pizza, mientras aguardaba ansiosamente la aparición de Minerva. Había visto por azar a la muchacha que intentaba, y muchas veces conseguía, poner una hoja suelta en las manos de los transeúntes, a medida que se alejaba calle arriba. Alcancé a ver el aspaviento del acomodador del cine próximo y lo sucedido con la pareja “capturada” a la que se llevaron sin miramientos de ninguna clase. Un instante la perdí de vista… No sé bien si distraído con la masticación, o por causa de la desconocida con la que compartía mesa. ¡Un instante apenas, y al mirar de nuevo en dirección a donde debía hallarse, se había esfumado toda traza de ella por el laberinto de calles de la ciudad vieja! Y esto, el hecho de haberla perdido de vista, se me reveló claramente un hecho trágico. Sin dudas lo era. Pues de ella partían los hilos que conducían a alguna parte. Su presencia allí, y su desaparición, eran esenciales para explicarlo todo. A partir de esta realización sentí verdadera curiosidad por examinar el contenido del impreso. Abandoné el sitio que hasta entonces ocupaba y me dirigí en pos de su estela rutilante. Furtivamente, me acerqué a un latón desbordado de basura. Con determinación y prontitud recogí una de las hojas que habían caído próximas a éste, la coloqué en un bolsillo y me alejé del lugar. Con el mayor disimulo, al resguardo de un zaguán, leí lo que decía la hoja suelta.
Luego, todo alrededor pareció volver entonces a la rutina que había prevalecido, hasta la aparición de la joven con las octavillas. Hasta que algo diferente ocurrió luego.
Llegué a pensar que se trataba de algo “oficial”, a causa de aquello de “Movimiento Estudiantil”, con que a veces empezaban.
Por toda la ciudad aparecieron letreros, colocados al resguardo de la noche. Llegué a pensar que se trataba de algo “oficial”, a causa de aquello de “Movimiento Estudiantil”, con que a veces empezaban, pero después seguían las palabras “Por Cuba Libre y Democrática”, y los primeros versos de la hoja suelta del día anterior. Enseguida nos “movilizaron”. Es decir, nos sacaron de las aulas a todos los estudiantes de secundaria y nos trajeron para pintar encima de las pintadas otras consignas. A semejante operación le llamaron “una movilización combativa”. Entonces nos dimos cuenta de que algo verdaderamente serio estaba pasando delante de nuestras narices. Con muchísima cautela lo comentamos, cuanto era posible hacerlo, con algún compañero de suma confianza. Algo ocurría que rebasaba esas palabras con que se intentaba explicarnos lo ocurrido, dejándolo sin verdadera explicación, a la vez que nos utilizaban para borrarlo, y esta realización elemental conseguía soliviantarnos. Entonces pensé en ella, en quien, de todos modos, no dejaba de pensar. ¿Cómo no acordarse de ella y sus proclamas? Bueno, a decir verdad, recordarla no pasaba de hacerme una idea de quién pudiera ser. Y ese había venido a ser mi problema precisamente, que no podía acordarme, tal y como hubiera querido, de cómo eran sus facciones. La imaginaba, naturalmente, y dicha imagen podía antojárseme real. La imaginé entonces. La sentí, como a cualquier otra muchacha de su edad: los ojos eran los de Enriqueta Vélez —¡oh, Enriqueta!—; el pelo el de Laurita Moya; la piel de Isaura Hernández; la boca de la otra Laura, Medina; las piernas y el caminar de Anna Gabriella Manzoni; los brazos y las manos de Celia Gómez de Aguilera, y la gracia de conjunto de Diana. (¡Decir Diana es ya decirlo todo!). No negaré que me sentí incómodo con la pintura cubista que acababa de lograr. De Minerva, que me había dejado esperando en la pizzería y luego no supo o no quiso darme una verdadera satisfacción, no quise ni acordarme. De todas las demás sí debería tener un poco mi retrato. Aunque no llegara a confesárselo a ninguna de ellas, yo estaba bastante enamorado de todas, un poco por lo menos. Creí recordar que la muchacha llevaba unos espejuelitos montados. ¡Herencia de familia o enviados de afuera, porque quién tenía aquí, hoy, unos así!
La voz del profesor Utreras me sacó de repente de tan reconcentrados pensamientos. Dijo algo de apretar más la brocha y siguió de largo, repitiendo seguramente la misma cosa. Ahora muchos parecían intrigados. Habíamos sido sorprendidos por la rapidez de la maniobra oficial, y no habríamos podido esquivar el cuerpo con una excusa convincente, pero al menos yo no tenía el menor interés en que se apagara la luz que procedía de aquel muro. El letrero subversivo seguía estando allí, empecinadamente. Más bien arriba que debajo de la capa de pintura con que intentábamos taparlo. Se trataba de un intento oficial, inútil, según yo lo veía, de comprometernos en un empeño que no tenía nada que ver con nosotros, por lo que no poníamos en desempeñarlo verdadero interés. Entre tanto, nos interrogábamos. ¿Quiénes eran aquellos desconocidos? Y todo ese asunto de “tiranías que se disfrazan con buenas intenciones y gestos altruistas”, que atribuían a Martí, nos ponía a pensar. La ciudad entera andaba revuelta, y esto de “movilizarnos” contra “las tentativas de unos descarriados” conseguía encender todavía más los ánimos. La Avenida de los Mártires se llenó de carteles y banderas cuyo verdadero propósito se nos escapaba. “La ciudad de los Agüero y no sé quiénes otros…”, dijeron los improvisados oradores que nos aburrían con sus monsergas, sin que supiéramos entonces a qué mártires de los innumerables que podían citarse en caso de necesidad se referían, ni la relación entre éstos y la avenida por la que desfilamos.
—Lo que haría falta es pintura de aceite —dije distraídamente, con algo de fastidio, por decir algo. Enseguida me pesó haberlo hecho. Otro de los muchachos se fue a donde los profesores con la idea.
—¿Y de dónde la sacamos, Urrutia…? ¿Tú no crees que si hubiera pintura de aceite…?
El compañero pensó ahora en la conveniencia de deshacerse de su idea inútil como de un fardo. Yo le oí decir:
—Es cosa de Agramonte. Dice que si tuviéramos un poco de pintura de aceite…
En eso el director tuvo también su idea. Para algo era el director, después de todo.
—No es una mala idea. Se la pediremos al ministerio. No nos la van a negar. ¡No para esto!
La incógnita se despejó al cuarto de hora, cuando el director regresó radiante con un galoncito de pintura de aceite negra.
No hubiera sabido decir a qué ministerio podía estar refiriéndose: pensé en el de la Construcción, que seguramente disponía de algo así; tal vez el de Educación; acaso en el Ministerio de Cultura, cuya delegación provincial nos quedaba cerca. O tal vez al del Interior, que también tenía cerca uno de sus innumerables cuarteles.
La incógnita se despejó al cuarto de hora, cuando el director regresó radiante con un galoncito de pintura de aceite negra, cual si pudiera tratarse de un aceite precioso otorgado por los dioses del Olimpo.
—Yo sabía que en cuanto Domínguez supiera de lo que se trataba, no me fallaba…
Domínguez, según sabíamos, era la máxima autoridad del Ministerio de Educación en la provincia, por lo que el director se sentía henchido de orgullo con su triunfo.
Ni a él ni a nadie parecía importarle que el muro, originalmente gris mate, hubiera sido recubierto por nosotros con aquella precaria lechada sin asiento, sobre la que ahora intentaríamos una nueva pintada.
—Hay que ahorrarla, muchachos —nos indicó el director a los que había designado para cubrir el letrero. Yo estaba entre ellos, en premio a la dudosa paternidad de la idea que se me atribuía, y que tal vez fuera, después de todo, mía—. ¡Nada más que para tapar las letras! ¿Entendido?
La pintura dio escasamente para esto. Y el resultado fue un festón negro, una franja gruesa e irregular que manchaba la pared y daba al lugar un carácter seguramente no buscado. La gente lo reconoció muy pronto, y bautizó el sitio como el parque de “las pompas fúnebres”.
Con la pintada oficial se ahogaba, al parecer, aquel intento audaz de unos desconocidos. Mediante titulares, y con reiteración, se nos presentaban éstos como “maleantes indignos de la generosidad de la Revolución”. Obstinadamente me los representaba jóvenes, como aquella muchacha de facciones cada vez más vagas en mi recuerdo. Pese a mi incapacidad para recordar cómo era, insistía en imaginármela, también sin éxito. En todo caso, podía decirme cómo no era. Entonces me aferré a un hecho innegable. ¿Qué duda podía caber de esto? Era, en fin, joven. ¡Muy joven como todos!
—¡Como mis compañeros! ¡Como yo! —me dije reiteradamente, cual si en este momento ser jóvenes, con mis quince, bueno, casi dieciséis años…, pudiera constituir una virtud. Conseguí olvidarme de la sombra onerosa del Servicio Militar Obligatorio planeando sobre nuestras cabezas, como un ave de mal agüero. ¡Éramos jóvenes! Pensando en esos otros jóvenes desconocidos, me preguntaba si no irían ellos también a las fiestas de quince, a las que íbamos a bailar mis amigos y yo, con la música de José Feliciano, que estaba oficialmente prohibido, por no sé qué declaraciones que había hecho en algún sitio, pero que tan bien venía para apretar a las muchachas, que dejaban hacer y se apretaban también, gustosas como lapas, hasta que alguien avisaba que venía “la jara” y escondíamos el disco, para que no pudieran dar con él. A mí, la verdad sea dicha, no me importunaban para nada las declaraciones del Felo, fuesen las que fuesen, con tal de que cantara siempre aquellas canciones. Y hasta creía, lo juro, que lo de “diversionismo” de que tanto se hablaba últimamente en los medios oficiales, y nos restregaban por los ojos en las clases, quería decir aquello que hacíamos, pero sin nada que ver con la ideología, sino una simple diversión. ¿Qué podía tener nadie en contra de esta necesidad que sentíamos de divertirnos cuando era posible? A veces un chivato daba cuenta exacta de dónde habíamos escondido el disco, y entonces se llevaban a quienes les parecían “los cabecillas”. Y otras, de cualquier modo, se producían arrestos, por causa del pelo demasiado largo de los muchachos, o sin más explicaciones que “acabar con todas las lacras sociales” o “con toda clase de desórdenes”.
* * *
Volví a verla después de algún tiempo, cuando ya francamente no lo esperaba, o más bien desesperaba por temor a que no volviera a ocurrir.
Por casualidad, o porque estuviera escrito que así fuera, volví a verla después de algún tiempo, cuando ya francamente no lo esperaba, o más bien desesperaba por temor a que no volviera a ocurrir. Sucedió en el mismo lugar de la vez anterior. Entre el cine La Avellaneda y la calle República. Pude reconocerla de inmediato. No negaré que el corazón me dio un vuelco en el pecho, y me pegué tremendo susto. De los buenos, pero susto, al fin y al cabo. Al acercármele, por entre el gentío que iba a lo suyo como un hormiguero, no estuve seguro de que fuera ella. Podía tratarse de un muchacho que fuera su gemelo. Los mismos espejuelitos montados; idéntico cerquillo sobre la frente cual si se tratara de Ringo, o cualquiera de los Beatles a los que había visto en alguna fotografía en blanco y negro; la misma pasión de antes iluminándole el rostro y la mirada. La misma fragilidad del cuerpo. Observando su figura, me pregunté qué fuerza interna podía sostenerla todavía, cuando era obvio que el cuerpo no bastaba a sostenerse por sí solo. Y aunque me diera esta impresión de no ser ella, fui reconociéndola en él. Sabía que muy pronto ocurriría lo inevitable: el chivatazo, procediera éste del acomodador, o de otro de su misma condición; la denuncia artera de algún transeúnte. Y, no obstante, me le acerqué con determinación. No cruzamos palabras. No disponíamos de tiempo. Sabía que este acto de mi parte constituía mi Rubicón. Extendí la mano, no para estrechársela, sino más bien para que pusiera en ella un manojo de hojas sueltas. Me prodigó entonces una sonrisa inolvidable, y concebí que podía muy bien tratarse de ella, cuyos pechos —pequeños como sus manos, y turgentes— creí notar debajo de la camisa suelta. Me pareció muy joven, y al mismo tiempo sin edad. Que era, a la vez, muy vulnerable y muy resistente.
—Ignacio… —dije, a manera de presentación, mientras intentaba poner en las manos de los transeúntes las hojas subversivas—. Ignacio Agramonte. ¿Tú cómo te llamas?
—Patria… —dijo, animada de aquella energía inexplicable que ya antes le había visto derrochar—. ¡Démonos prisa…! Antes de que vengan y nos arresten, Ignacio. Tarde o temprano sucederá. Hay que sacudir a tanta gente dormida, para que despierte de su letargo.
(Del libro inédito Clandestinos)
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