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Mierda de suerte

domingo 27 de marzo de 2022
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El balín volvió a perderse por alguno de los huecos que separaban los palillos hincados en hilera frente al fondo de chapa de la caseta de tiro, sin tocar ninguno.

—¡Mierda de suerte! —gruñó Pedro con los blandos mofletes rojos y los ojos chispeantes de rabia. Empuñó el cañón de la carabina con la mano diestra, apoyándola en su rodilla derecha, y tiró con fuerza hacia abajo abriendo el arma por la mitad. Sus gordos dedos se deslizaron por la chapa del mostrador, buscando un pequeño balín que amenazaba con resbalarse hacia el suelo. Mientras cargaba la carabina giraba la cabeza hacia su izquierda en breves sacudidas nerviosas. Sus castaños ojillos angustiados atisbaban la silueta de la mujer que tenía a su lado y volvían a supervisar la operación de carga del balín, escurridizo como un pez.

—Esta vez te juro que sí, esta vez te juro como que me llamo Pedro Manuel González García que rompo el palillo.

Debía conseguirlo. Se lo había jurado a sí mismo y a Sonia.

A su lado, la mujer que lo acompañaba, una figura delgada y alta en torno a la que flotaba un ligero vestido verde que estremecía la leve brisa de la noche, permanecía quieta y muda como si no prestase atención al absurdo drama de su acompañante. Su cabeza parecía completamente envuelta por una suave cortinilla de pelo liso y moreno que le caía hasta los hombros, salvo por una estrecha franja que se abría sobre el escote del vestido y que dejaba entrever una nariz alargada y la mirada de unos ojos asustados.

Y, sin embargo, lo que la rodeaba era el alegre barullo de una noche de feria en el pueblo: el trasiego de gente a lo largo de la calle, paseando y hablando, deteniéndose ante los tenderetes de artesanía o ropa, retándose ante los puestos de tiro y dardos, acodándose en las barras de las cantinas y llenando las mesas de las terrazas, mezclando su murmullo con la música de los bares y la cercana verbena en el aire con olor a pincho moruno y nube de algodón.

El robusto torso de Pedro volvió a encogerse en torno a la carabina. Su gordo moflete abrazaba la culata mientras su ojo derecho trataba de alinear el palillo con la guía y la ranura del alza. Al fondo la recta sombra de la guía no lograba fijar la escurridiza nebulosa amarillenta del palillo. Pero debía conseguirlo. Se lo había jurado a sí mismo y a Sonia. No por la tontería de conseguir algún premio hortera que regalarle, sino por sentirse capaz de vencer su mala suerte. El psicólogo al que había acudido cuando estuvo depresivo le había dicho que dejara de lamentarse tanto y que le plantase cara a la vida, que no había que dejarse vencer, que había que pelear siempre, se ganase o se perdiese. Y desde entonces había decidido ser fiel a ese consejo. Al recordar sus cuarenta y dos años sólo veía a un tipo apocado que se había dejado arrastrar por lo que la vida había querido hacer de él. Un hombrecillo insignificante que había visto transcurrir la adolescencia sin pena ni gloria, sin ni siquiera ser plenamente consciente de vivir hasta que se vio atrapado en la pesada rutina del trabajo en la construcción, que le machacaba los huesos y le minaba el ánimo. Con la crisis de 2008 acabó en el paro. Sin saber qué hacer de sí mismo, tomó conciencia de lo que le hubiera gustado ser, otra cosa muy distinta de la que era. El abismo que de repente sentía abrirse entre lo que presentía que hubiera podido ser su vida y lo que en realidad era terminó por hundirle en una profunda depresión. Aunque se resistió al principio, acabó aceptando los servicios de un psicólogo que le ayudó a ver la vida de otro modo. Si no era posible cruzar por completo el abismo, para lo que hubiera sido necesario nacer de nuevo, al menos era posible alejarse un poco de esa orilla en la que era tan desgraciado. Se sacó la secundaria y el bachillerato en el turno de noche y estudió un módulo de administración. Hizo las prácticas en un taller mecánico y le cayó bien al dueño. Le acabó contratando a media jornada, aunque por lo general trabajaba la jornada completa. Pedro no se quejaba. Peor era en la obra, peor era no tener trabajo. Había comenzado una nueva vida.

El balín volvió a perderse entre los intactos palillos.

—¡Me cago en mi perra suerte! Ahora sí, ahora sí… —vio que se había quedado sin balines. Buscó algunas monedas en su cartera.

Sonia no estaba a gusto. Y no era por Pedro… o sí. Era eso que la rodeaba, aunque sólo fuera el alegre ambiente de una noche de feria. Le daba miedo la gente. Siempre le había dado miedo. Era una sensación que se remontaba a muy atrás en su vida, casi tanto como sus cuarenta y cinco años. Siempre había tenido miedo, siempre le habían hecho sentir miedo. Desde que era pequeña la gente se metía con ella. Y sólo porque había nacido con esa cara tan rara que solía ocultar entre sus largos cabellos. Decían que tenía cara de pera puesta del revés porque su frente se abultaba más de lo normal mientras que su barbilla se estrechaba desmesuradamente hasta el acusado saliente de su mentón. Sus compañeras de primaria habían empezado a llamarla Pera y desde entonces todo el mundo la llamaba así. En el colegio de monjas en el que estudió nunca tuvo amigas. Cuando llegó a bachillerato, pese a sus buenas notas, no se atrevió a matricularse en ninguna universidad. Intentaban convencerla diciéndole que en la universidad todo era diferente, pero para entonces Sonia no temía las circunstancias sino el simple hecho de vivir entre otras personas. La universidad a distancia le permitió estudiar Administración y Dirección de Empresas, pero cuando llegó la hora de buscar trabajo no se atrevió a acudir a ninguna entrevista. Tampoco tuvo suerte con las oposiciones. El mundo le seguía dando miedo. En la gente sólo reconocía una hostilidad que había asumido como la forma natural de su relación con los demás.

Era una mujer tan tímida, tan asustadiza, que pronto sintió hacia ella algo especial.

Pedro había cambiado de carabina. En un gruñido casi incomprensible le dijo a Sonia que estaba trucada. Probaría con otra. La cargó. Se recostó de nuevo sobre el mostrador de chapa, frente a las hileras de burlones palillos. Se daba cuenta de que había empezado a temblar, aunque no sabía si de rabia o desesperación. No es que su vida hubiera sido especialmente dura. Tampoco fácil. Sólo una vida en la que nunca pasaba nada, ni para mal ni para bien. Una vida en la que los hechos se ajustaban estrictamente a su lógica, sin grandes tragedias ni golpes de suerte. Nunca le había tocado nada en la quiniela, ni al cupón de la Once, ni en la lotería de Navidad. Había tenido exactamente lo que se había ganado, lo que se había ganado con mucho esfuerzo. Había dejado atrás la obra, el paro y la depresión, pero porque se lo había trabajado a fondo. Esperaba que su jefe le hiciera pronto el contrato a jornada completa. Se lo había prometido. Estaba contento con él. Sería un paso más en el pedregoso sendero de su vida. El siguiente ya lo tenía en mente. Casarse, tener hijos. Casarse con Sonia, tener hijos con Sonia. Le daba igual lo que decía la gente, le daba igual que la llamasen la Pera. Si alguien lo dijera delante de él le partiría la cara, eso lo tenía claro. ¿Le gustaba? ¿Estaba enamorado? No estaba seguro. La había conocido en los años de su depresión. Era una mujer tan tímida, tan asustadiza, que pronto sintió hacia ella algo especial. Era algo que le hacía sentirse más cerca de ella que si hubiera sido de otro modo, una chica normal como cualquier otra. No quería llamarlo pena, pero se le parecía. Tampoco compasión, pero también era algo así. Era como si pudiera sentir en su propia piel el mundo tal y como lo sufría ella. El miedo a la gente. Él también lo sentía entonces, cuando estaba convencido de que no valía nada. Todo le asustaba. Por eso comprendió a Sonia y por eso comprendió lo que necesitaba, alguien que le hiciera ver lo que de verdad valía, alguien que le diese el empujón que necesitaba para salir de ahí abajo.

Volvió a fallar. Pero Sonia apenas prestaba atención al agobiado Pedro, que volvía una vez más a cargar la carabina, ahora sin mirar a nadie. Pensaba en por qué había aceptado salir con él esa noche si sabía que todo sería igual que siempre. Sabía que no hubiera podido negarse, no por complacer a Pedro, sino por algo en ella que se resistía a asumir la verdad, algo que en sus cuarenta y cinco años de humillaciones y soledad no se resignaba. Algo que la agitación febril de los días de feria despertaba, algo que la hacía añorar experiencias que no había vivido y cuyo eco rastreaba más allá de las paredes de su casa y por encima del murmullo de la tele, barreras con las que había pretendido ponerse a salvo, algo que le hacía sentir como recuerdos sensaciones que no había conocido pero que de algún modo sabía cómo eran, como si su piel albergase la memoria de otra persona que había conocido un mundo negado para ella y al que anhelaba retornar, seduciendo a su escarmentada mente con la promesa incierta pero realizable de revivir noches que nunca tuvo pero que añoraba volver a tener. Por eso había aceptado la invitación de Pedro y por eso estaba ahí, arrepintiéndose de haber aceptado porque nada más cruzarse con el primer grupo de gente reconoció la mirada curiosa y cruel que disipaba toda promesa y volvía a meterla en la piel de la Pera. Y como la Pera había recorrido las calles atestadas de gente, intentando ocultar el rostro entre sus largos cabellos, intentando esconderse entre la multitud, intentando no estar, no ser, caminando a disgusto sin prestar atención a las palabras de Pedro que intuía lo que le pasaba e intentaba ayudarla. Pero esas ayudas ya no funcionaban con ella. Habían dejado de funcionar hacía mucho tiempo, allá en su aborrecida adolescencia cuando intentaban convencerla de que no era verdad lo que veía en los ojos de la gente, de que merecía una oportunidad y de que alguien se la daría, alguien que nunca vino y nunca fue. Ahora sólo quería volver a casa, volver y olvidar, retirarse tras las paredes de su casa y refugiarse tras el murmullo de la televisión y perseguir y atrapar y ajustar cuentas con la intrusa que la había engañado con la ilusión de poder ser otra de la que era en realidad y siempre sería.

Esta vez la ranura del alza y el estrecho vástago de la guía parecían haberse alineado con la panza ovalada de un palillo. Pero la ansiedad no le permitía mantener la calma necesaria. Seguía temblando ligeramente y de nuevo el palillo bailaba en torno a la estrecha sombra de la guía. El corazón había empezado a latir deprisa y le zumbaba en los oídos. No quería fallar de nuevo, no podía fallar otra vez. Ante Sonia se había propuesto hacer de esa estúpida hazaña un símbolo del nuevo Pedro, del nuevo hombre que no se dejaba vencer por las circunstancias, el hombre dispuesto a poner la voluntad necesaria para que ambos pudieran tener la vida que siempre habían querido tener. Por eso era tan importante romper ese palillo. Ahora lo tenía claro, ahora que experimentaba su tenacidad, las dudas se disipaban. Esa misma noche hablaría claro con Sonia. Le diría que ya tenían una edad, que había que darse un poco de prisa, que lo mejor sería casarse en la primavera o el verano del año siguiente y tener pronto el primer hijo y después, si Dios quería, alguno más. Es verdad que su contrato era de media jornada y que Sonia no trabajaba, pero estaba decidido a darle un ultimátum a su jefe. O le hacía el contrato a jornada completa o se iba del taller. Sabía que se había vuelto imprescindible para su jefe, que nadie como él conocía las cuentas del negocio.

Se dejaba llevar como un lastre de vergüenza y miedo, un lastre del que el nuevo Pedro pronto pensaría en desprenderse.

Sonia también lo tenía claro. Pedro no era el mismo que había conocido. Entonces era un hombre abatido por la depresión. No miraba como los demás hombres. No había hostilidad en sus ojos. Sólo miedo. Por eso se había abierto a él, por eso había comenzado a hablar con él por teléfono y había accedido a quedar con él para tomar café y salir a cenar y empezar a llevar esa vida de novios. Pero había cambiado. A medida que remontaba y salía de su depresión su mirada, su forma de hablar, su actitud, ya no eran las mismas. Había ganado seguridad en sí mismo. Hablaba de tener las mismas cosas que los demás hombres. Sus palabras habían comenzado a construir un anodino futuro de estabilidad laboral y tranquilidad familiar. Estaba empeñado en llevarla hacia ese porvenir tan corriente. Y, sin embargo, Sonia cada vez se sentía más lejos de Pedro. Sabía que llegaría el día en que ya no la entendería. En que achacaría su actitud a debilidad, a falta de coraje. Alguna vez llegó a ser eso, pero había estado tanto tiempo tan sola, había pasado tanto miedo, que la debilidad había llegado a ser parte inseparable de su ser. No quería un futuro como el que Pedro le ofrecía, no deseaba en verdad ninguna forma de futuro. Sólo poder estar tranquila lejos de la vida que tanto miedo le había hecho pasar. Le hubiera gustado tener compañía en ese refugio de olvido y silencio. Por un momento parecía que Pedro compartía su anhelo de no futuro. Pero no era así. Esa noche había podido comprobar lo lejos que estaban uno del otro. Pedro se movía entre aquella multitud con la seguridad de un hombre que ha recuperado la confianza en sí mismo. Detrás, ella, se dejaba llevar como un lastre de vergüenza y miedo, un lastre del que el nuevo Pedro pronto pensaría en desprenderse si quería completar su proceso de recuperación. No había porvenir con él, por eso tenían que romper, cuanto antes mejor, esa noche, esa misma noche, al final, a la hora de volver a casa hablaría claramente con él.

—¡Me cago en mi perra suerte! —gruñó Pedro tras ver de nuevo el balín perderse por algún hueco entre los palillos. Su obstinación y falta de puntería había comenzado a llamar la atención de algunos curiosos que formaban un difuso grupo en torno a Pedro y Sonia. La desgarbada figura de la chica y su rostro medio escondido entre los cabellos aportaba un toque más penoso si cabe a la ridícula figura del tirador sin suerte. Algunos, los de más edad, habían reconocido en la chica a la Pera, la tía más fea del pueblo. Allí estaba, al lado de ese pobre idiota dispuesto a dejarse el sueldo en balines. Parecían estar juntos, ser novios. Pronto, en todas las caras, aparecieron risas que en seguida degeneraron en carcajadas. El mote de la Pera se escuchaba lo suficientemente claro entre los murmullos de la gente como para saber de qué hablaban y en qué tono. Sonia empezó a ponerse nerviosa, pero Pedro seguía absorto en la carabina y los balines. El mundo había desaparecido a su alrededor. Sólo existían él y esa forma en que su mala suerte se manifestaba para reírse de él. Antes, en otros tiempos, se habría rendido. Habría identificado en ese estúpido juego para el que carecía de destreza el carácter inexorable de su malogrado destino. Pero ahora era diferente. Si había quienes conseguían todo gracias a un golpe de suerte, muchos eran los que sólo podían contar con su voluntad y su tenacidad para conseguir las pocas cosas de las que disfrutaban en la vida. Él era uno de estos, un pobre imbécil obligado a pelearse duramente cada pequeño triunfo. Es lo que había, para qué darle vueltas a la cabeza, sólo había que actuar y, tras cada derrota, volver a la carga una y otra vez, hasta conseguirlo o quedar vencido pero inocente. Esta vez el balín debió rozar uno de los palillos, que se sacudió en un rápido estremecimiento, pero sin llegar a romperse. Pedro dirigió una implorante mirada al dueño del puesto, que negó con la cabeza al tiempo que le sonreía divertido. Pedro se giró en busca de Sonia, en busca de su reconocimiento, quería encontrar en sus ojos la confirmación de que iba por buen camino, de que el siguiente balín o el siguiente del siguiente rompería en pedazos alguno de aquellos malditos palillos. Pero Sonia no estaba donde Pedro pensaba que estaría. Se volvió hacia todos lados, no la encontró por ninguna parte. A su alrededor sólo veía caras rientes que le decían algo sin entender qué. Hasta que escuchó el mote de la Pera y comprendió lo que había pasado. Dejó la carabina sobre el mostrador, junto al último balín sin disparar, y se abrió paso entre los que se agolpaban en torno al puesto de tiro. Miró la calle llena de gente. Sonia no estaba en ninguna parte.

Juan José Sánchez González
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