En mis quince años como responsable de la Biblioteca Municipal de Villaumbría, nunca le había visto por allí. A decir verdad, estoy convencido de que nunca había pisado ninguna otra biblioteca. Se llamaba Alfonso y tenía el aspecto de un sencillo hombre del campo, pequeño, moreno, delgado, vestido siempre con camisa blanca, pantalones azul oscuro y unos viejos zapatos marrones. Caminaba despacio, en cortos pasos, un poco encorvado hacia delante. Cada vez que subía las escaleras que comunican la sala de lectura con la de préstamos, sujetándose con fuerza al pasamanos, peldaño a peldaño, lentamente, siempre como a punto de caer, me ponía nervioso. Si intentaba ayudarle, me rechazaba con un contundente gesto de la mano. Su cara era estrecha y morena, una de esas caras viejas curtidas en el campo durante toda una vida de trabajo. Peinaba su escaso cabello blanco con una precisa raya en el lado derecho. Daba la sensación de que esa raya siempre había estado allí. Sus ojos grises hacían un llamativo contraste con el oscuro tono de su piel. Miraban inquietos tras los gruesos cristales de sus gafas. Era una mirada curiosa y profundamente desconfiada. Hablaba poco y lo poco que decía lo expresaba con las mismas pocas palabras que utilizaba para escribir. Aunque tenía setenta y siete, parecía incluso más viejo, una vejez centenaria o milenaria, una vejez eterna.
La primera vez que lo vi se presentó ante el mostrador de la sala de préstamos con la humilde actitud de quien cree haberse metido en un lugar equivocado o, incluso, en el que no tiene derecho a estar. Me preguntó, con su forma directa de hablar, si era allí donde se prestaban los libros. Le dije que sí y le expliqué brevemente lo que debía saber cualquier usuario de la biblioteca. Me daba la sensación de que no prestaba atención a mis palabras. Mientras hablaba se giraba continuamente hacia los estantes repletos de libros. Cuando terminé de hablar volvió a preguntarme si cualquiera podía llevar un libro allí. Pensé que se refería a donarlos. Le contesté que sí, que la biblioteca tenía tan escaso presupuesto que toda donación de libros era bien recibida. Estiró sus secos labios en lo que pretendía ser una sonrisa y comenzó a pasearse entre los pasillos, ojeando algunos libros sin un criterio aparente, al azar. Cuando alguien entraba en la sala de préstamos para devolver o recoger algún libro, se quedaba mirando con una extraña cara de fascinación. Después de vagar un rato por los pasillos, volvió junto al mostrador para preguntarme si era mucha la gente que sacaba libros y si se leían todos. Por supuesto, no le dije la verdad acerca del desolador panorama que ofrecía la biblioteca en lo que a préstamos se refería, no quería desanimarle, aunque tal vez hubiera debido hacerlo. Le dije que sí, que mucha gente sacaba libros todos los días y que todos se leían. Eso pareció gustarle, las finas líneas de sus labios perfilaron una sonrisa ingenua, su dura cara de viejo jornalero mostraba en ese momento una alegría de niño, realmente conmovedora. Se despidió y volvió a bajar hacia la sala de lectura. Le vi pasearse entre las mesas, llenas de estudiantes en aquellos días de finales de mayo. Los miraba con una fijeza que me hizo temer que alguien se sintiera molesto. Después de pasearse durante un cuarto de hora, se fue.
Al día siguiente volvió muy temprano, cuando la sala de lectura todavía estaba vacía. Llevaba bajo el brazo una libreta de anillas, una sencilla libreta escolar que acababa de comprar. En el bolsillo de la camisa asomaban los capuchones de un bolígrafo azul y otro rojo. Parecía un escolar aplicado que acabase de envejecer repentinamente. Se sentó en el extremo de una de las largas mesas de la sala, sin encender la lámpara. Abrió la libreta por la primera página, sobre la que posó la mano derecha con el bolígrafo azul apretado entre sus dedos. Levantó la mirada hacia el techo de la sala. La frente arrugada sobre el frío reflejo de sus gafas y los delgados labios apretados en una fina línea, daban a su rostro una expresión de dolorosa crispación. Así permaneció durante un buen rato, mientras la sala se iba llenando. Después, repentinamente, como si una inspiración prodigiosa se apoderase de él, comenzó a escribir. Su mano derecha empezó a deslizarse sobre la hoja con una lentitud tensa, su cara se arrugaba en torno a sus gafas con la expresión reconcentrada de quien se esfuerza mucho en hacer algo, todo su menudo cuerpo encorvado sobre la mesa denotaba una tensión tenaz, un empeño que parecía más fuerte que su voluntad y más exigente de lo que su capacidad para escribir podía ofrecer. Su esforzada actitud era tan diferente a la perezosa relajación que mostraban los estudiantes que compartían su mesa, que pronto llamó la atención de todos. Cruzaban miradas entre sí, cuchicheaban, se levantaban sólo para pasar a su lado y echar un vistazo a lo que el viejo hacía. Yo mismo, dominado por la curiosidad, con la excusa de encenderle la lámpara, bajé para verlo. No prestó atención a mis palabras, lo que hizo reír al resto de la mesa, ni siquiera pareció darse cuenta del chorro de luz que cayó sobre la mesa al encender la luz. Por el angosto hueco que dejaban sus brazos, sólo acerté a ver unas cuantas palabras escritas con letras grandes, de trazo torpe, que parecían atropellarse unas a otras en una exasperada carrera.
En todos los años que llevo en este trabajo, he podido comprobar ese curioso fenómeno que hace de una biblioteca un abrigo para toda clase de gente singular.
Alfonso se convirtió en uno más de los tipos raros que encontraban refugio en la biblioteca. En todos los años que llevo en este trabajo, he podido comprobar ese curioso fenómeno que hace de una biblioteca un abrigo para toda clase de gente singular, gente a la que parece costar demasiado encontrar su sitio en el mundo de afuera. Desconozco los motivos, quizás sea porque flota en su ambiente, como emanado de los libros que atesora, esa desilusión beligerante que hace a un hombre o una mujer sentarse frente al mundo para interrogarle, desilusión que hace escribir libros y con la que esta gente, incapaz de creer, pensar y actuar como los demás, aunque nunca se les haya pasado por la cabeza escribir nada, sienten una reconfortante afinidad. Debió de ser ese ambiente de combativa desilusión la que atrajo hacia la biblioteca a ese viejo trabajador del campo, casi analfabeto, que de pronto comprendió que el mundo no le ofrecía las respuestas que siempre había esperado, las respuestas que quizás le enseñaron a esperar cuando era pequeño y las que esperó encontrar a medida que se hacía viejo, pero que, siendo ya viejo, no encontraba por ninguna parte, desilusión que le hizo dudar, tal vez por primera vez en su vida, en si tal vez no había sido víctima de un miserable engaño, y que le animó a ajustar cuentas con ese mundo mentiroso de la única forma posible a su edad y con las fuerzas que le restaban, con la palabra, con torpes palabras garabateadas en una libreta escolar.
Pero de todo eso me di cuenta mucho después, cuando ya era tarde, cuando sin querer había tomado la decisión equivocada que precipitó la catástrofe. Por entonces, Alfonso sólo era un viejo raro que se pasaba todo el día en la biblioteca escribiendo en su libreta, nadie sabía qué ni por qué, con cuya presencia se familiarizaron los demás habituales. De vez en cuando subía a la sala de préstamos, me saludaba y se daba una vuelta por los pasillos sin buscar nada en concreto, esperando tan sólo poder ver a gente devolviendo libros o llevándoselos en préstamo, como si ese sencillo ritual administrativo guardara para él algún misterio, algún oculto sentido. Ahora creo saber por qué lo hacía. Era su extraña forma de recuperar el aliento en los momentos de duda, de motivarse ante la dura tarea que se había autoimpuesto, un modo de anticiparse a la recompensa que esperaba obtener o, mejor, de saborear por adelantado el amargo regusto de una venganza consumada.
¿Cuánto tiempo tardó en hacerlo? La primera vez que visitó la biblioteca fue hacia finales de mayo. Lo recuerdo porque, por entonces, la sala de lectura se llenaba todos los días con estudiantes que preparaban sus exámenes finales o de selectividad. Allí pasó el caluroso mes de julio, con la sala casi vacía, sólo visitada esporádicamente por algún turista ocioso y por adolescentes en busca de conexión wifi gratis. Cuando regresé de mis vacaciones a finales de agosto lo encontré como si nunca me hubiera ido, sentado en el mismo lugar de la mesa, concentrado en su tarea. Así continuó durante el mes de septiembre y comienzos de octubre. Fue hacia mediados de mes, algunos días después de las fiestas del Pilar, cuando, a media mañana, subió a la sala de préstamos con su libreta bajo el brazo y los capuchones de sus bolígrafos azul y rojo asomando sobre el borde del bolsillo de su camisa. Se aproximó al mostrador, tan remiso y dubitativo como siempre, con ese aire de estar en un lugar que no era el suyo. Sin más rodeos, sin decir nada, depositó la libreta en el mostrador. Observé que le temblaba todo el cuerpo, que tenía la frente brillante de sudor, con su escaso pelo blanco apelmazado en pequeños mechones húmedos, y que respiraba deprisa por la boca entreabierta. Le pregunté si se encontraba bien. Lo único que me contestó fue: “Lee, lee”. Abrí la libreta al azar. Su letra grande y torpe llenaba las hojas crujientes, sin márgenes por ningún lado, amontonadas las palabras sobre ondulantes renglones apenas legibles. Hice un esfuerzo por leer, pero me costaba entender algo. Era una exacta traslación al papel de su escueta y oscura forma de hablar, libre de normas ortográficas o gramaticales. Mientras intentaba leer comenzó a preguntarme insistentemente: “¿Qué? ¿Eh, qué?”. Yo no sabía qué responder, porque tampoco comprendía qué pretendía el viejo. Me alcé de hombros, cerrando la libreta sobre el mostrador. Alfonso no la recogió, sus grises ojillos curiosos, tras las gafas, se movían con inquietud entre la libreta y mi rostro. Molesto con la situación le pregunté con brusquedad qué quería. Para el viejo la respuesta era evidente desde el principio, por eso pareció sorprendido ante mi pregunta. Se irguió ante el mostrador y se ajustó las gafas antes de responder: “Pos qué voy a queré, que pongas eso en un sitio pa que la gente lo lea”. Ahora el sorprendido era yo. El problema fue que, ante la sorpresa, en lugar de reaccionar el ser humano tolerante con las ilusas ambiciones de un anciano, el que reaccionó fue el funcionario puntilloso que acata el reglamento a rajatabla. Le contesté que eso no podía ser, que la normativa lo impedía, que sólo se admitían libros editados, que lo que debía hacer era intentar que alguna editorial se lo publicase, incluso le recomendé que consultara en el Ayuntamiento y en la Diputación Provincial la posibilidad de publicarlo con alguna subvención pública. Por la expresión desolada de su cara comprendí que todo cuanto le dijera era inútil. Preguntó varias veces más que por qué no era posible. No atendía a mis razones. Comenzó a temblar y a sudar más que antes. Recogió su libreta y salió sin decir nada. Fue la última vez que lo vi.
La verdad es que pronto me olvidé de él. Sólo había sido uno más de los tipos raros con los que me había acostumbrado a tratar en la biblioteca.
No me sorprendió que a la mañana siguiente no apareciera por la biblioteca, ni durante los siguientes días. La verdad es que pronto me olvidé de él. Sólo había sido uno más de los tipos raros con los que me había acostumbrado a tratar en la biblioteca, gente que aparecía y desaparecía sin motivos aparentes. Cuando me enteré de la noticia no establecí de inmediato una relación causal. Recuerdo la fecha, el 29 de octubre. Me lo dijo un joven que preparaba en la biblioteca su tesis doctoral y que también se había acostumbrado a la presencia del viejo. Me lo dijo así, como de pasada, que habían encontrado al viejo ahorcado en su casa. La noticia me conmovió, como suelen conmover esa clase de noticias desgraciadas cuando afectan a gente con la que tratas, pero en aquel momento no pensé que mi exceso de celo profesional hubiera tenido nada que ver. Fue más adelante, cuando comenzaron a circular rumores acerca del modo en que encontraron a Alfonso, cuando alguien comentó algo acerca de la presencia de una libreta junto al cadáver. No me cupo ninguna duda de que aquella libreta era la misma que Alfonso había estado escribiendo durante todos aquellos meses en la biblioteca. Esas palabras me quitaron el sueño. Comencé a sentirme culpable por la muerte del viejo y ese sentimiento de culpa me llevó a un estado de depresión tal que afectó todos los aspectos de mi vida. Por mucho que mi esposa, familiares y amigos intentaran consolarme, diciéndome que no tenía nada que ver, que Alfonso había sido un anciano muy solitario y desgraciado, nada podía consolarme. Pensé que debía hacer algo por él, algo por reparar lo que consideraba mi culpa. Decidí hacerme con la libreta y hacer con ella lo que el viejo pensó que haría, exponerla en la biblioteca para que sus vecinos leyeran lo que tenía que decirles.
Alfonso no tenía hijos. El único que tuvo murió a causa de una sobredosis de heroína, sin haberle dejado nietos. Su mujer había fallecido muchos años atrás a causa de la diabetes. Sus herederos eran unos sobrinos nietos que vivían en Madrid y con los que apenas había tenido trato a lo largo de su vida. A finales de noviembre uno de ellos vino a Villaumbría para gestionar los trámites de la herencia. Me puse en contacto con él. Era un tipo al que sólo le importaba vender la casa y el dinero que Alfonso guardaba en el banco. Al pedirle la libreta me respondió que no había ningún problema, que podía llevármelo todo, que lo único que había en esa casa eran trastos sin valor.
La libreta era difícil de leer a causa de la torpe letra de Alfonso y por no ajustarse a reglas de ningún tipo. Por eso decidí transcribirla a ordenador e incluso imprimirla y encuadernarla como un libro. Era lo mínimo que creía deber hacer. Me entregué a ello durante mis horas libres con el mismo empeño y tenacidad que había puesto el viejo en escribirla. El comienzo resultaba realmente estremecedor: “Yo no sé por qué estoy tan solo…”, lamento sencillo y directo de un hombre abatido que quiere ajustar cuentas con su vida. Decidí que sería un excelente título para el libro. De algún modo, ese lamento daba el tono a todo el escrito que, por otro lado, no se ajustaba a ningún plan. Era en realidad una recopilación de recuerdos personales, desordenados cronológicamente, sin más nexo que el de pertenecer a la misma persona. El repaso que hacía de su vida lo hacía desde la perspectiva del hombre que siempre hizo todo lo que creyó que tenía que hacer y que como toda recompensa obtuvo soledad y olvido. Hablaba de su humilde nacimiento en un chozo de pastores, de la muerte de varios hermanos en la infancia, del duro trabajo en el campo, de la miseria, del hambre, de caer muerto de fatiga cada noche sobre un jergón de paja… también hablaba de pequeñas alegrías, de los días de romería, del despertar de la curiosidad sexual, de las guapas mozas que lavaban ropa en el arroyo, de cómo conoció a María, su mujer, del nacimiento de su hijo… Cuando escribía sobre los sucesos más recientes de su vida, el tono era aún más sombrío, como si la muerte, al arrebatarle a su mujer y a su único hijo a las puertas de la vejez, le hubiera escamoteado la recompensa capaz de justificar todo el sufrimiento anterior, dejándole solo ante la certeza de una existencia carente de sentido. Alfonso nunca mencionaba a Dios ni al destino, ni a ninguna otra fuerza externa capaz de determinar el sentido de una vida. No se perdía en especulaciones filosóficas ni teológicas, escribía como lo que era, un sencillo hombre del campo apegado a las sencillas realidades que podía ver y tocar. Era a la misma vida a la que pedía cuentas, a la que preguntaba por qué estaba tan solo, por qué algunas vidas parecían tener sentido y la suya no. Al hablar del sentido de la vida, no se remontaba a extraños enredos metafísicos, sino al sentido que da el obtener lo que se espera habiendo hecho en todo momento lo que se debía hacer. Creo que para Alfonso escribir todo eso, hilar por medio de la palabra los fragmentos de una vida rota, explicarse ante sí mismo y ante sus vecinos, dejar un testimonio de sí mismo que ningún hijo ni nieto recogería, equivalía a una especie de compensación, un modo de salvar su vida del absurdo que suponía morir sin dejar nada de sí, ningún fruto de su esfuerzo y sufrimiento. Mi negativa a admitir su escrito en la biblioteca debió matar su última esperanza, debió significar su derrota definitiva frente al absurdo de vivir por nada, de no dejar nada, de no ser nada, el absurdo que le cercaba desde que vio morir a su mujer y a su hijo.
En vano esperé a que alguien viniera a sacar el libro en préstamo.
Al transcribir a ordenador todo cuanto había escrito en su libreta, tuve la sensación de estar devolviéndole algo de vida, de estar transustanciando su efímera e ignorada vida de hombre en la eterna vida del libro, de estar colaborando en proporcionarle la compensación que buscaba. Cuando lo tuve listo, anuncié en los medios locales la presencia del nuevo libro en la biblioteca. Yo esperaba despertar el interés de algunos vecinos, conseguir cierta repercusión. Pero en vano esperé a que alguien viniera a sacar el libro en préstamo. Aquellos a quienes Alfonso solicitaba un poco de atención, entre quienes vivió como un completo desconocido, como un solitario desgraciado, aquellos que, al hacer revivir en sus mentes su desafortunada existencia, hubieran podido compensarle por su soledad, preferían otras cosas para leer, libros que los llevasen lejos del estrecho y agobiante mundo del viejo. Nadie quiso saber nada del libro, ni siquiera por curiosidad, supongo que intuían lo que iban a encontrar en él, una vida vencida por la misma amenaza que a todos acecha, la soledad del hombre que ha sido derrotado sin saber por qué ni por quién, un ejemplo de la absoluta gratuidad del sufrimiento humano… y todo ello expuesto con el crudo lenguaje de un sencillo hombre del campo casi analfabeto, sin el disfraz de la ficción literaria, un infierno demasiado próximo, demasiado cotidiano como para no resultar perturbador. Por eso el libro continúa en su estante, olvidado, cerrado, ignorado, tan desconocido como fue Alfonso, tan incómodo como fue su existencia, tan derrotado y solitario como fue la vida del viejo, tan semejante a él mismo en todo que no debiera extrañar que su vida convertida en palabras tenga el mismo destino que su vida humana, el destino de un lamento desilusionado en mitad de un mundo que prefiere hablar de otras cosas, condenada al largo silencio de las palabras que nadie lee ni escucha.
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