“Ese es mi amigo el puma, dueño del corazón, de todas las mujeres, que sueñan con su amor”… Mientras maneaba su pelvis, en un apretado traje blanco, con camisa negra, la madre de Aurora exclamaba: “¡Qué horror, cómo se calientan las mujeres cuando ven a este hombre!”. Medio escandalizada, medio curiosa, analizaba ella mientras veía el show de Sandro de América en la televisión blanco y negro. Qué memoria frágil tenía. En su juventud, la madre de Aurora lo había visto actuar con su grupo Los de Fuego en el club de la esquina de su casa. “Ah, pero antes hacía rock’n roll, no como esas payasadas de ahora”. En el Wincofon stereo de su casa sólo había lugar para Chopin, Beethoven y Tchaikovsky, su Santísima Trinidad musical. El padre de Aurora nunca pronunció su nombre. Él sólo escuchaba a Julio Sosa, el Varón del Tango, no al Elvis argentino.
Así creció Aurora escuchando a Los Beatles, Kiss, Electric Light Orchestra, y hasta ABBA, ensayando las coreografías disco en el baño de la escuela que su amiga Érica importaba de las fiestas de sus hermanas, alumnas de colegio religioso. Nunca Sandro. Él era sinónimo de amas de casa reprimidas, que sacudían alfombras en la vereda contra los árboles de moras al ritmo de su “Rosa Rosa” o “Trigal”. Ya de adolescente, solía arrugar la nariz ante la sola mención de su nombre. Así, ignorándolo como a aquel compañero cargoso de escuela. Si hasta la radio gastaba bromas con los títulos de sus películas. “Subí… que te llevo” tenía de golpe otro significado.
Aurora emigró, y de lejos se enteró de que estaba muy enfermo, allá hacia finales de los años 90. Luego ya madre de dos niños leyó de su boda, finalmente atrapado el soltero más codiciado de América. Un día de la primer década del milenio se enteró de su agonía y muerte por enfisema pulmonar, producto del abuso del tabaco, a los 74 años, como su abuelo. Y lo olvidó.
Estaba entrando en la edad de las típicas “nenas” de Sandro, esas fans que acopió durante el apogeo de su carrera, esas mujeres que gritaban como monos rabiosos mientras le arrojaban su ropa interior.
Al comienzo de la pandemia Aurora decidió que tenía que tener su propia oficina, fuera de su casa; de esa manera estaría más motivada para trabajar. Ocasionalmente pasaba las noches sola, si tenía alguna reunión virtual que comenzaba temprano. La soledad, el aislamiento, saber que estaba entrando en la edad de las típicas “nenas” de Sandro, esas fans que acopió durante el apogeo de su carrera, esas mujeres que gritaban como monos rabiosos mientras le arrojaban su ropa interior, despertaron en Aurora una renovada curiosidad por ese Elvis argentino, el sujeto de tantas bromas, ridículo y escarnio en su propia familia. Gracias a la tecnología de YouTube, lo veía nuevamente joven, caleidoscópico, sus camisas fucsia, amarillas, verde loro, celeste cielo, su melena oscura. Se descubría apreciando sus labios sensuales, sus almendrados ojos marrón oscuro, que desnudaban a la audiencia con el más natural de los descaros. Trigalllllll, entonaba Sandro, mientras arremolinaba sus largos dedos contra el lente cercano de la cámara, sustituto ideal del cuerpo femenino.
Al terminarse su contrato de alquiler, mientras llenaba cajas de mudanzas, tratando de sacudirse una depresión de dos años, Aurora revisitó sus videos. Tanto los escuchó que la instrumentación de sus canciones, llenas de notas como las de ABBA, comenzó a obrar un efecto cuasiterapéutico, de rito ancestral, de gozo intenso, casi de paroxismo, no, histeria pura. Mientras guardaba sus libros, las piernas de Aurora se sacudían al ritmo de Rosa Rosa, la maravillosa, el vibrato de Sandro haciéndose carne en su garganta, que producto de los cambios hormonales había bajado unos decibeles, hasta casi parecer la voz del ídolo. De repente era Sandro y sus “nenas” juntos.
Después de dar por terminado el experimento de su soledad por elección, con unas cuantas heridas de guerra, lamiéndose como un gato que ha salido de juerga y llega exhausto a la casa de sus dueños, Aurora desempacó en su casa mientras sus labios musitaban, no, gritaban, “No sé si tendrás otra hoguera / Que te queme tanto como lo hice yo / Mas nunca tendrás quien te quiera / Lo juro por esta, como lo hice yo”, a nadie en particular, y a todo amante pasado que la quiso mal.
De repente, gracias a Sandro, se quería a sí misma, y cuando lo escuchaba cantar, sentía que la interpelaba, dejándose acunar en su cursilería salvaje, sus arreglos barrocos de instrumentos de cuerdas unidos al sonido rock, sincopado, pleno de armonías intuitivas y ancestrales. Lejos de las miradas de su madre, y a escondidas de su esposo, que no puede ni escuchar su música, la música del Elvis argentino, el Gitano, reverbera todavía en el cuerpo de la Aurora de fin de pandemia, que vibra de alegría a pesar de las incertidumbres, como lo hubiera querido él.
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