Esa noche debió sentarse debajo de los robles, como todas las demás noches, y no lo hizo. Caminó detrás de los matorrales y encontró una escalada de piedra por la que subió sin detenerse; sólo intentaba elevarse lo más posible del suelo.
Al cabo de unos minutos había alcanzado una altura suficiente para mirar de cerca el horizonte estelario. Caminó un poco más hacia una cortina de gases contra la que retumbaron una ráfaga de luz y un silencio sensual. Allí continuó andando en cuclillas hasta toparse con una especie de arbusto detrás del que se ocultó.
Poco antes de esa noche de la escalada hacia arriba del universo, su contemplación estelar, como en toda su vida, era Orión y las Pléyades. Mirar esas constelaciones le ha traído paz siempre, le conecta con su niñez, con su pasado, con el tiempo. Él ha mirado Orión desde los seis años. También las Pléyades. De esta última se ha obsesionado por la hermana Electra, una de las siete hermanas de la constelación.
Electra siempre allí, brillando, destacando entre sus hermanas, él mirando desde debajo de los robles en las noches de dolor.
Hubiera preferido no haber trepado ese día el parapeto universal porque desde entonces se le ha revuelto el paradigma del ser. Electra siempre allí, brillando, destacando entre sus hermanas, él mirando desde debajo de los robles en las noches de dolor mientras ella le ilumina el rostro despidiéndole brillo y olor astral, pasión y pureza.
No habían pasado ni cinco minutos cuando las imágenes de Electra miradas desde la Tierra eran reemplazadas por otras captadas desde la empinada espacial. Él seguía allí escondido espiando a la hermana argiva en el momento en que se afeitaba el vello púbico. En otras circunstancias terrenales la expectación sería la de un brillo detonante, explosivo, intenso, que estaría mudando en variados colores. Había excitación en su rostro mientras acurrucada deslizaba la navaja por la entrepierna; cantaba y exhalaba sonidos sensuales.
Pensó en todo lo que allí sucedía, el silencio, la estela, las imágenes, todo lo sensual. Electra terminó la depilación y volvió a lo de antes, es decir, a las poses voluptuosas, al deslizamiento de sus dedos desde sus pechos al sexo hasta llevarlos a su boca jadeante mientras miraba a Orión, quien siempre le apuntaba con una flecha sin nunca soltarla hacia el blanco. “En la Tierra esto sólo sería brillo agudo”, pensó.
Recuerda haber llorado amargamente. Se le vino al suelo la ilusión que le había revitalizado el alma desde cuando niño. La aquea no se percató del espionaje, sólo por momentos pausaba la sensualidad, la autosatisfacción y la inhibición del vello íntimo, cuando intuía la presencia extraña.
También recordaba cuando de niño le preguntaba al abuelo sobre el motivo por el que brillaban las estrellas, cuando le respondía después de un largo silencio que “porque lloran en busca de compañía en medio de la oscuridad”. Pero allí detrás del arbusto la miraba sola y muy feliz.
Así transcurrieron los hechos, aunque todo más complejo que lo que relata o recuerda. Es que la vida es más compleja que las primeras percepciones. Las ilusiones preceden a las crudas realidades.
Ahora mismo que observa las Pléyades desde los techos de los robles, está mirando fijamente a Electra, que brilla intensamente y luego piensa en Orión, si la flecha que ha mantenido en tensión de lanzamiento durante los siglos de los siglos está dirigida hacia el aniquilamiento de la libidinosa griega o hacia algún otro miserable espía.
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