Un día cuando el sol avanzaba como huyendo de algo hacia el cielo azul de las doce, el hombre chontal pensó en lo efímero en que se convertían las mañanas. “De las seis a las doce hay seis horas”, se decía a sí mismo. La tarde y la noche entera las consideraba alongadas, más distribuidas: “De las doce a las seis, y de las seis a las seis hay seis y doce horas, pero todo es quieto, prolongado”, terminaba. Esa mañana se empeñó en reparar la distribución del huso horario de las mañanas efímeras. Volvió a contar las horas del tramo fugaz del día: “De las seis a las doce hay seis horas”, repetía. Desde el día que inició la reparación, se dispuso a modificar los tiempos de su calendario: vendimias, faenas, tiempo de misa, contactos sociales, pasatiempos, relaciones maritales para ajustar toda su agenda en las primeras seis horas del día y así alongarlo. Al día siguiente, después de la reforma, todo era más sintético, significativo. Mucho antes de terminar el día a las doce del día de su calendario exclusivo, todas las actividades terminaban antes de tiempo. El día de las seis a las doce era perceptivamente más largo, más quieto, el hombre chontal estaba feliz. Al culminar el día a las doce del día oraba: “Señor, gracias por este luengo día que se ha ido, por favor permítele a mi cuerpo un breve descanso y mañana despertar de nuevo a las seis de la mañana en un nuevo largo día”. Desde entonces, vivió una vida activa de seis horas y un sueño luengo de dieciocho.
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