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Fe pública

domingo 19 de junio de 2022
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A Francisco Suárez, sabio y cariñoso amigo
que leyó y ponderó con generosidad una primera versión de este relato.
Semanas más tarde, tu muerte nos abrumaría de tristeza.

—Pues, lamento informarle, estimado señor, que, de acuerdo con la legislación vigente en la República Bolivariana de Venezuela, usted está muerto. O, al menos, debería estarlo.

—Pues, compadrito, como podrá darse cuenta, yo, lo que se llama muerto muerto, no estoy.

—Me apena mucho este malentendido y, créame cuando le digo que entiendo su molestia. Se trata de un error increíble… su vida… usted… su muerte… digo, su vida… Bueno, todo es tan confuso. En efecto, la documentación que consignó es auténtica. Nació el 3 de enero de 1891. ¿Quién habría podido imaginar que alguien, desafiando las tasas históricas de esperanza de vida, pudiera alcanzar los ciento treinta años?

—Ciento treinta y un años y trescientos cuarenta y dos días, por mor de precisión. Y ya me falta poco para sumar otro añito.

La mía ha sido una vida moderada, despreocupada, muy discreta.

—Sí, eso, más de ciento treinta años. Por lo que dice ha pasado medio siglo al margen de los controles del Estado, sin dejar el más mínimo rastro documental de su existencia. ¿Cómo ha sido eso posible?

—No lo tenga por proeza. La mía ha sido una vida moderada, despreocupada, muy discreta. Con eso me ha bastado para burlar los dispositivos y resortes del sistema.

—¡Asombroso! Otra cosa que no deja de maravillarme es su condición física, tanta lucidez. Cualquiera, ya convencido del dato de esa edad suya, lo imaginaría condenado a una cama, inmóvil, con una sarta de cables enchufados en todo el cuerpo. Una momia mantenida con electricidad y chorros de oxígeno, pues. ¡Pero entró caminando a esta oficina!

—Y así mismo saldré.

—¡Hum! Bien, debo dejar ese asombro para después porque hay mucho trabajo que hacer en este caso. El punto es que su situación me pone en aprietos, pues su muerte ya es un hecho notarial. Como se dice en nuestra jerga, hay fe pública de su deceso. El expediente civil que le correspondía fue retirado de los registros y depositado en el Archivo General de la Nación como prescribe la Ley de Registro Civil. ¡Venga, le muestro, aquí, en el artículo 56 lo dice clarito! Ya sabe, el CNE procura edificar una imagen de ente confiable y expedito en su proceder y ordenó agilizar la sinceración del padrón electoral. Acá también puede ver la circular que nos remitieron.

—¡Qué de cosas tiene la vida!, ¿no le parece? Tantos años en los que me abstuve de votar y ahora que me entusiasmé con este candidato a gobernador, el muchacho, rector de una universidad privada, bueno, resulta que me fue impedido sufragar por estar… dizque muerto. Cuénteme, ¿es muy complicado echar todo esto atrás?

—En efecto, es un tanto engorroso, porque, fíjese, tendríamos que realizar algunas gestiones a objeto de rehabilitar su expediente. Pero, descuide, es su derecho, aunque, claro, no crea que este asunto vaya a pasar inadvertido. No, mi amigo, todo lo contrario. Figúrese la alharaca que se formará en los medios informativos. Lo suyo no es cosa de todos los días. Ha de ser un récord, seguramente.

—Debo admitir que sí. De hecho, la marca registrada por el Guinness corresponde a una francesa que murió en 1997 a los ciento veintidós años y ciento sesenta y cuatro días. Yo, por entonces, ya había redondeado más de cien vueltitas al Sol y, por más que me resistiera a los números, era consciente de mi inusual longevidad. En Brasil apareció, no hace mucho, un caso que reclamaba el récord, pero quienes postulaban al candidato supercentenario no lograron acreditar la edad que le adjudicaban por falta de papeles fidedignos.

—Caramba, mi señor, preparémonos entonces para la fama.

Lo que me movió hasta su despacho fue el deseo de aclarar mi situación, digamos, existencial.

—En verdad, no tengo ningún interés en lograr tal fama, ¿sabe? Lo que me movió hasta su despacho fue el deseo de aclarar mi situación, digamos, existencial, pero como veo que el asunto se podría complicar más de lo que yo desearía y —¿debo repetírselo?— soy un hombre que prefiere no llamar la atención, creo que sería más conveniente que dejáramos todo como está. Yo sigo estando muerto y así no le genero ningún problema ni a usted ni a mis familiares.

—¿En serio prefiere que sea de esa manera? No sé si luego me arrepienta de esto que estoy a punto de hacer, pero, por respeto, acepto su solicitud. Eso sí, nada más acláreme una duda que me agobia: ¿qué hizo durante tantos años en que desapareció del control burocrático? Medio siglo diluido en la nada.

—Bueno, mi comprensivo registrador, a sabiendas de que esto que le cuente no saldrá de aquí, le digo. Durante ese tiempo me dediqué a vender argumentos para cuentos. Por su rictus sospecho que no le quede claro de qué va el asunto. Digamos que vendía historias en sobres para preparar, con todos sus ingredientes, escenarios, tramas, personajes, a veces hasta con sus comienzos, puntos climáticos y desenlaces. ¿Los clientes? Pues, por supuesto, escritores. Todo comenzó una vez en que vino a mi casa cierto periodista, amigo de uno de mis nietos. Hablamos de política, de pintura, de música y, en algún punto de nuestra conversa, le relaté cierta historia que le encantó. De hecho, me pidió que se la repitiera. Cuál no sería mi sorpresa al enterarme de que mi historia acabó teniendo la forma de un cuento con el que este autor ganó el concurso del diario El Nacional. Eso fue en 197…, y el nombre del narrador es J… no, mejor no le doy señas de ese venerable autor. Lo cierto es que advirtió mi talento para las anécdotas potencialmente transferibles al formato del cuento. Y me obsequió, además, una buena botella de vino piamontés.

—Ahora que lo pienso mejor, sí habla usted como un escritor. Y, entonces, ¿a ese oficio se dedicó todo ese tiempo?

—Aunque le cueste creerlo, sí. A partir de allí se tejió mi red de contactos con narradores nacionales. Hubo un período en que la demanda de mis servicios fue tan alta que me tocó agendarles citas para entrevistarse conmigo. ¡Ah, si le diera nombres, mi diligente notario, si se los diera! Pero no: la discreción encabeza mi decálogo deontológico. Lo único que puedo revelarle es que muchos de los textos premiados por El Nacional, por el Celarg, por Sacven, así como unos cuantos de los volúmenes de relatos que la crítica actual tiene por imprescindibles, nacieron en el patio de mi casa, al compás de un cafecito caliente con catalinas. La mayoría de mis clientes pagaba con puntualidad, pero, como en otros tantos negocios de la vida, de cuando en cuando aparecía uno que otro agarrete.

Llenar una cuartilla me resultaba tan penoso que acababa abandonando a las primeras cualquier proyecto de escritura que acometiera.

—Y si se le daba tan bien eso de los cuentos, ¿por qué no los escribía usted mismo?

—Mi imaginación es, ciertamente, muy florida y mi memoria increíble, pero, en cambio, siempre fui muy perezoso para escribir. Llenar una cuartilla me resultaba tan penoso que acababa abandonando a las primeras cualquier proyecto de escritura que acometiera. Por fortuna, mi narración oral siempre compensó tales deficiencias.

—Todo esto que me cuenta parece de fantasía. Lo otro que quería preguntarle, y lamento si incurro en una imprudencia, es qué quiere que haga con su acta de defunción, ¿la dejamos aquí o se la lleva?

—Ya había pensado en ese detalle mientras hablábamos. Claro que me la llevo. No creo que haya muchas personas en el mundo que puedan atesorar y, sobre todo, leer sus propias y auténticas partidas de nacimiento y defunción.

 

“¿A quién le podrá interesar esto?”, pensaba nuestro imaginativo abuelo, ya en el patio de su casa, echándole una ojeada a un cuaderno Caribe repleto de números telefónicos. “¿A Roberto Echeto, Víctor Mosqueda, Jiménez Emán, Alberto Hernández o Sol Linares?”. La nómina era examinada con puntilloso afán mercantilista. “¿O a Mario Morenza, Orlando Yedra, Jorge Gómez Jiménez, Raquel Rivas, Ednodio? ¡A este!”. Y marcó jadeante uno de aquellos números.

Orlando Yedra
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